Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

10.6.14

SERENIDAD Y PRINCIPIOS

Es incuestionable que el resultado electoral del 25 de mayo es manifestación de una crisis política de primer orden y que el PSOE obtuvo un resultado muy pobre, agudizando una pérdida de confianza continua desde 2009. Es verdad que los deseos de cambio, muy intensos, tuvieron otros cauces de expresión con una pegada muy fuerte, principalmente con la novedad de Podemos. Pero pongamos algunas cosas en su sitio al analizar la situación, empezando por apreciar la singularidad del momento y su contexto; constatando la particularidad de estas elecciones, con una participación entre veinte y treinta puntos menor que en convocatorias generales, autonómicas y municipales; reconociendo -que tal pareciera lo contrario- el hecho innegable de que el PSOE sigue sumando, de largo, más votos que la suma de IU y Podemos; y distinguiendo un voto de protesta en una convocatoria considerada menor (por desgracia), que tiene más de toque de atención o tarjeta amarilla, de una especie de pretendido repudio definitivo a las opciones con posibilidades reales de gobierno. Quien piense que los 1.245.948 votos de Podemos comparten el programa político y su forma de proceder, se equivoca enormemente. Otra cosa es que su discurso de hartazgo y su indudable activismo haya servido para canalizar frustraciones, fatigas y cabreos, en buena parte legítimos. Aunque ambición les sobra -y me parece lícito- están muy lejos de construir alternativa alguna con hechuras de mayoría.
Tras el resultado electoral del 25 de mayo, según el canon efectista al uso, entre los socialistas toca llevarse las manos a la cabeza y correr sin sentido un lado para otro, al menos hasta que se aclare el panorama orgánico interno y surja una expectativa de liderazgo diferente. Perdónenme, pero me niego a formar parte de los que quieren hacer tabula rasa o se dejan caer en la desesperación. Claro que el contexto no ayuda, entre otras cosas porque Rubalcaba, tremendamente cansado, quizá se haya apresurado lanzando la convocatoria de un Congreso en plena agitación interna, y la confusión de estos días es mucha. De cara a las próximas semanas, será necesario recuperar algo más de calma y capacidad reflexiva.
Evidentemente, hay mucho que mejorar en la forma de hacer política del PSOE, por ejemplo en su organización interna, fuertemente burocratizada y rígida, necesitada de descentralización y viveza; y sobre todo en su relación con la ciudadanía, que ya no desea intermediarios con las instituciones y el poder, sino que quiere ejercer –cuando sus circunstancias lo permiten, que no es siempre- su capacidad de decidir y controlar a sus representantes y a las instituciones, de la manera más directa y eficaz posible.
A la par, el discurso político del PSOE tiene que ser más coherente con su praxis, porque lo que ha contribuido a la pérdida de credibilidad es la disparidad entre un mensaje, en funciones de oposición y sobre todo en época electoral, aguerrido frente a los recortes, los poderes económicos y las imposiciones de la UE (alentando involuntariamente la desconfianza hacia las instituciones comunitarias, lamentablemente) y una trayectoria sensiblemente diferente en escenarios de crisis, ejemplificada en el golpe de timón de mayo de 2010, bajo el disolvente discurso de hacerlo obligado por los mercados y sin otra alternativa posible.
No se trata, contrariamente a la tentación a la que llevará el éxito de Podemos, de “girar a la izquierda”, como suele invocarse en la fraseología al uso, normalmente simplona; y menos aún de caer de hinojos y golpearse el pecho ante el avasallamiento de algunos iluminados con vocación inquisitorial, entre otras muchas cosas porque, con todos los errores y dificultades que se quiera, la hoja de servicios del PSOE a la clase trabajadora española y a los valores democráticos es, en conjunto, innegable. Lo apremiante es que el PSOE se reencuentre, en palabras y hechos, con sus principios socialdemócratas e igualitarios, a favor de modular las fuerzas del mercado y fortalecer las instituciones que lo regulan, impulsar la eficiencia económica y productiva en beneficio de la mayoría, proteger los derechos de los trabajadores, ampliar y defender los servicios públicos, mejorar la calidad democrática, asegurar la igualdad efectiva de mujeres y hombres, desterrar toda discriminación y, en suma, recuperar la mejor agenda de progreso, desde la sensatez y el respeto a la diversidad política de nuestra sociedad, que es mucha. Lejos, sobre todo, de la amarga sensación de estar al albur de las urgencias, sin criterio propio o con posiciones impostadas. Fiel a lo mejor de sí mismo, que es mucho.

Publicado en Asturias Diario, 2 de junio de 2014.

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LA OCUPACIÓN COMPLETA DEL PODER

            Por experiencia particular y por convicción personal, creo que la participación activa en los asuntos públicos, la asunción de responsabilidades ejecutivas e incluso la militancia partidaria no tienen por qué estar reñidas con la suficiencia de criterio necesario para, en un momento posterior, desempeñar funciones en órganos institucionales en los que la ecuanimidad y la autonomía en la toma de decisiones es determinante. Que una persona haya optado, en un determinado momento, por colaborar comprometidamente con un gobierno o un partido político no tiene por qué inhabilitarle necesariamente para responsabilidades para las que demuestre su valía y en las que, por su trayectoria, se presume que desempeñará sus funciones de manera adecuada a la altura del cometido conferido.
            El problema surge cuando el procedimiento de selección de las personas llamadas a ocupar responsabilidades en órganos institucionales de la máxima entidad, de relevancia constitucional o estatutaria, o que resultan esenciales para la regulación de sectores económicos, viene fuertemente condicionado por una cultura partidaria fuertemente expansiva. En este tipo de situaciones es fundamental que los detentadores del poder político demuestren una vocación de respeto por el sistema de equilibrios propio de la arquitectura institucional democrática, en especial cuando la decisión afecta al núcleo del funcionamiento del sistema, que es la división de poderes. Y, evidentemente, a ese anhelado modelo de responsabilidad institucional debe sumarse una regulación legal suficientemente completa en materia de requisitos del designado, incompatibilidades, causas de inelegibilidad, prevención del conflicto de intereses, etc.; normas que, aunque nunca asegurarán el acierto del nombramiento, al menos contribuirán a evitar situaciones indeseadas.
            No siempre las precauciones citadas funcionan. A veces puede más la voluntad de poseer el mayor número de resortes de mando posibles o de atenuar todos los contrapesos contemplados en la estructura del sistema. E iniciada la dinámica de sometimiento de las instituciones, la espiral avasalladora se retroalimenta hasta oxidar el engranaje interno de limitación del poder. En los casos patológicos, una democracia representativa relativamente sana es arrastrada a las aguas turbias del autoritarismo y acaba por resultar irreconocible, porque uno a uno los procedimientos de supervisión son desvirtuados, desconectados y puestos al servicio de un objetivo –el del Ejecutivo y sus sostenedores- distinto del previsto. La misma corrosión opera en las instituciones reguladoras del mercado cuando pasan a ser trofeo de caza, dando paso a lo que Stiglitz bautizó como el “capitalismo de amiguetes”, que, precisamente, es el mayor enemigo del correcto y limpio funcionamiento del libre mercado.
Para que eso suceda, hay un primer estadio de deterioro en el que un grupo de poder reduce drásticamente el elenco de personas que pueden ser llamadas al ejercicio de una responsabilidad de esta categoría a aquellos profesionales que considera de su entorno y afinidad, sin considerar de antemano otros posibles perfiles y sin perseguir la fortaleza y vitalidad de los órganos de control de los que se trata. En España en esa fase primigenia estamos, con escaso debate público -más allá de la polémica inicial- sobre la degradación que puede conllevar, porque el partido gobernante ha promovido, de forma escasamente disimulada, la promoción de un militante suyo a la Presidencia del Tribunal Constitucional; de un ex alto cargo en el Ministerio de Justicia a la Presidencia del Consejo General del Poder Judicial; de un afiliado del PP, ex Diputado, ex Ministro de Sanidad y ex Consejero de la Xunta de Galicia, como Presidente del Consejo de Estado; de una dirigente del PP y ex Ministra de Medio Ambiente como Presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores; y de un ex alto cargo del Ministerio de Ciencia y Tecnología a la Presidencia de RTVE (en todos los casos hablamos de pertenencia o dependencia de gobiernos del mismo signo, claro). La enumeración se efectúa por citar órganos en los que no sólo la solvencia profesional que concurre en las personas citadas es necesaria, sino que también se precisa una particular independencia y la ausencia de toda duda de parcialidad; cautela que en estos casos no parece totalmente garantizada, sobre todo porque los nombramientos responden a una misma estrategia dirigida a copar descaradamente todos los espacios del poder público.

El prestigio de las instituciones y su correcto funcionamiento es también una cuestión de actitudes, estilos y autocontroles. El partido gobernante se ha decidido a prescindir de miramientos y la pelota pasa desde ese momento a otros tejados: el de aquellos que deben demostrar su cuestionada independencia; y el de la ciudadanía en cuya conciencia y capacidad de acción está repeler cualquier desvío hacia el despotismo.

Publicado en Fusión Asturias, junio de 2014.

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1.6.14

COMBATIR EL APARTHEID HOMÓFOBO

Una de las claves de la superación del apartheid en Sudáfrica residió en una sostenida presión internacional a la que finalmente, en el contexto de los estertores de la Guerra Fría, acabaron por sumarse los principales aliados estratégicos del régimen racista. El balance interno de fuerzas en todo este periodo, con la maquinaria represiva en funcionamiento y la aparente hegemonía de la minoría blanca favorable al sistema, no era suficiente para el mantenimiento de la aberración segregacionista, a causa de los perjuicios ocasionados por el creciente aislamiento, las sanciones económicas, la exclusión de las organizaciones internacionales (de las Naciones Unidas, la entonces Organización para laUnidad Africana o la Commonwealth). La sólida conciencia en la comunidad internacional sobre el carácter inadmisible e irreformable del apartheid y la afrenta que para la dignidad humana suponía su pervivencia, favoreció las condiciones necesarias para la continuidad de los movimientos de resistencia en los tiempos más difíciles y para que finalmente el sistema se viese abocado a promover su propia extinción, vista su inviabilidad.

            A día de hoy, otra discriminación, genuinamente atávica, con manifestaciones cada vez más violentas, se abre paso en un buen número de países, con medidas que retrotraen a siglos pasados, a la barbarie y a una crueldad insospechada. Se trata de las continuas reformas legales en virtud de las cuales diferentes Estados están incorporando, con una virulencia inusitada, castigos de toda índole (multas, internamiento para la “reeducación”, humillaciones públicas, prisión o incluso la pena de muerte) frente a la homosexualidad, considerada directamente como delictiva. En un grado inferior, pero en franca escalada en la discriminación directa, se sitúan otros Estados que orquestan una persecución abierta frente a cualquier activismo favorable a la visibilidad y la reclamación de derechos civiles para las personas del colectivo LGBT (lesbianas, gais, bisexuales y transexuales), a despecho de las libertades básicas de asociación, reunión y manifestación, alentando con su mensaje la marginación social y las agresiones e insultos de grupos homófobos. Según nos recuerda Amnistía Internacional con motivo del Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia (el 17 de mayo), en total más de 70 países consideran fuera de la ley y susceptible de represión la homosexualidad y siguen siendo minoría los que impulsan legislaciones consideradas con la diversidad de orientación sexual. Pero el problema es que, a los progresos hacia la igualdad en algunas legislaciones nacionales (más recientemente Dinamarca, Francia, Reino Unido, Argentina, Uruguay o Brasil), se contrapone un terrible recrudecimiento de la persecución en otros países (Nigeria, Uganda o Brunei) o retrocesos muy significativos (Rusia o India).

Las declaraciones de los líderes políticos que impulsan esta inconcebible regresión son prueba de la mezcla de fundamentalismo, ignorancia y odio que sustenta su programa en la materia. Yoweri Museveni, Presidente de Uganda (país en el que recientemente se ha aprobado castigar la homosexualidad con penas que llegan hasta a la cadena perpetua)  afirmó que “los homosexuales son desagradables, ¿qué clase de gente son? Son heterosexuales y se convierten por dinero. Son mercenarios y prostitutas”. Yahya Jammeh, Presidente de Gambia (país en el que se castiga la homosexualidad con penas de hasta 14 años de cárcel), afirmó que los homosexuales son “alimañas” y que su gobierno se disponía a “afrontar el problema de la misma manera que lucha contra los mosquitos que causan la malaria”. Para Robert Mugabe, Presidente de Zimbabue (donde la homosexualidad es perseguida con multas y castigos), “los homosexuales merecen ser castrados. Es una abominación”, añadiendo que “si fuera por mí, me aseguraría de que van derechos al infierno y se pudren. Son peores que cerdos, cabras y aves”. Vladimir Putin Presidente de Rusia (país que hostiga a las asociaciones LGBT bajo una ley que persigue lo que denomina la “propaganda homosexual”) afirmó al calor de la polémica por el boicot a los juegos de Sochi que “Rusia necesita limpiarse de homosexualidad si quiere aumentar su tasa de natalidad”. Son una muestra reciente de las muchas declaraciones que jalonan la carrera homófoba que algunos mandatarios han iniciado; precisamente aquéllos a los que suele acompañar a su aversión al colectivo LGBT, en otros órdenes, un proceder agresivo en su política externa y restrictivo de la libertad individual y colectiva en la vertiente interna.

            El retroceso que en el respeto a la orientación sexual se advierte en muchos países no debe ser indiferente a la comunidad internacional, que no puede considerar una cuestión secundaria que el colectivo LGBT sea víctima de una espiral integrista, que le condena al repudio, la ocultación, la cárcel o incluso la muerte. Al igual que con el apartheid, de cuya derrota la humanidad se enorgullece, la política excluyente y discriminatoria hacia el colectivo LGBT debe ser motivo para el aislamiento diplomático y la aplicación de las medidas de presión (incluyendo las sanciones) para, frente a la involución que protagonizan algunos países, oponer y hacer triunfar un ideal de progreso común, respetuoso con todas las personas.

Publicado en Asturias24, 13 de mayo de 2014.

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