Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

6.8.10

DIVINO TESORO



Dice José Mujica, presidente de Uruguay y antaño militante tupamaro, que “queríamos cambiar el mundo y ahora nos basta con cambiar la vereda”, como expresión de la dificultad de introducir modificaciones profundas en la realidad que la acerquen a nuestros mejores sueños de justicia y libertad. Pocos discuten ya que las transformaciones sustanciales, a todos los niveles, difícilmente se consiguen de la noche a la mañana. Así, sin perder de vista los objetivos, y sin descartar la posibilidad de aprovechar los momentos adecuados para ritmos más rápidos, lo que toca es un paciente trabajo de fondo, muchas veces poco vistoso, para propiciar mejoras paulatinas y condiciones más favorables para superar los problemas que afectan a la mayoría social.
De igual modo el movimiento juvenil está lejos, hoy por hoy, de la intención que quizá en algún momento tuvo de cuestionar normas, formas de relación y modelos de dominación que se dan por sentados y que a veces sostienen injusticias seculares o simplemente ya no se adaptan a las circunstancias actuales. Pocos esperan en nuestros días actitudes contestatarias y, no digamos, netamente transformadoras de los esquemas sociales. Quizá sea el resultado inevitable de unos estándares materiales más elevados que en cualquier momento anterior, aunque sobre los jóvenes pese la incertidumbre cotidiana con la que todos estamos aprendiendo a lidiar. En definitiva, no sólo los que por el mero paso de los años hemos tenido que poner los pies en la tierra somos algo más reacios a los grandes discursos (sin perder, algunos, las grandes esperanzas); también los que ahora son jóvenes parecen más escépticos, con el signo de los tiempos.
No obstante, en los términos del viejo Mujica, aún queda por cambiar la vereda y, aunque la tarea no es precisamente sencilla (especialmente en algunos sitios), es en las cuestiones más cercanas donde las actitudes y los compromisos personales pueden tener un efecto palpable. Y es en este ámbito en el que la capacidad de organización y de acción colectiva produce frutos con mayor rapidez y donde pueden encontrarse motivaciones concretas para la participación. Por eso se espera de nuestras ciudades que sean espacios para el ejercicio de la ciudadanía activa, la promoción del asociacionismo y, en lo que se refiere a la población juvenil, escuelas de democracia participativa. Son alentadoras las experiencias de algunos municipios en los que se ha conseguido una implicación activa de sus vecinos en la mejora de los espacios públicos, la calidad de vida y el fortalecimiento de la solidaridad entre ciudadanos. En esta tarea el papel de los jóvenes es fundamental y verdadero motor de cambio, porque de la práctica de la participación surge la definición de nuevos objetivos, más ambiciosos, que nos permitan mirar más allá de la vereda.
Está claro que Oviedo no se encuentra entre los municipios en los que se aliente ese proceso de compromiso con lo público. En este contexto, pedir heroicidades militantes y plena conciencia política a las asociaciones juveniles locales es injusto e irreal. Pero, ojo, tampoco vivimos en un erial porque, de forma poco estridente pero constante, sigue habiendo iniciativas juveniles apreciables, claramente fuera del gastado discurso oficial de la ciudad, aunque quizá con menos intenciones de incidir en la dinámica institucional. Otra cosa es que sea legítimo demandar a cada generación que asuma sus responsabilidades y que, más temprano que tarde, dé los pasos adelante que muchos esperan.
Publicado en El Comercio, 25 de julio de 2010.

UNA CRISIS EN BUSCA DE CULPABLES


Si algo nos enseña esta crisis económica es que la desbordante sucesión de acontecimientos, cuyas consecuencias se multiplican en nuestro entorno más directo aunque procedan de orígenes aparentemente lejanos, requiere mecanismos de reacción rápidos, pero que, ante todo, tengan fundamentos robustos y verdadera capacidad de respuesta. El notable descrédito de los poderes públicos en los países que están padeciendo de forma más severa los efectos de la crisis tiene uno de sus motivos en la extendida inquietud que genera un sistema institucional que afronta serias dificultades para encontrar instrumentos, potestades y procedimientos de decisión que permitan proyectar a la ciudadanía la sensación de que, ante las contrariedades, hay formas efectivas de contestación en defensa del interés general. La ya corriente estampa de gobernantes sobrepasados por las circunstancias y la constatación de que los centros de poder democrático están desprovistos de sustanciales facultades de actuación, alimentan la incertidumbre que de por sí ha creado la propia marejada económica.
La paradoja es que las causas de la situación actual, sin embargo, no están tanto en el ámbito institucional y en el de la Administración, como en el de las conductas de los actores económicos y el devenir connatural del mercado, cuando no ha encontrado limitaciones proporcionales ni resistencias sólidas a su deriva. En la gestación de la crisis puede achacarse a los poderes públicos, por lo general, responsabilidades por omisión, esto es, por haber desistido de ciertas opciones razonables de regulación e intervención que, quizá, hubieran permitido detectar y atajar con anterioridad las causas más profundas de la actual coyuntura. Pero, más allá de formar parte de una misma realidad que se retroalimenta, difícilmente podrán imputárseles, de forma automática, las actitudes que han generado el magma socioeconómico sobre el que se edifica esta crisis: la propagación de una cultura de endeudamiento privado en la búsqueda de bienes materiales, la escasa ambición innovadora en algunos sectores empresariales acostumbrados al beneficio fácil, el menosprecio de la constancia y la prudencia en favor de la inmediatez y el efectismo, la pleitesía al enriquecimiento por encima de los necesarios controles y, como corolario, el desprestigio de lo colectivo y la erosión de los sistemas de redistribución y justicia social. Ahora, en la articulación de políticas dirigidas a superar la crisis, los poderes públicos se encuentran con que sus posibilidades efectivas de invertir ciclos económicos y actuar sobre la realidad resultan mucho menores de lo que la opinión pública se imaginaba o –casi inocentemente- esperaba. El consiguiente reproche que proviene de perspectivas interesadas es doble y, en parte, doblemente parcial, resumido toscamente en una simplona pero divulgada idea, no precisamente inocua: la culpa de la crisis las tienen los gobiernos y la actuación del sector público y, a la par, la culpa de que la crisis se prolongue es también de lo público y, en consecuencia, de sus gestores.
Claro que es perfectamente legítima –y necesaria- la exigencia de cuentas a todos los gobernantes y la revisión, en lo que haga falta, de la actuación de los poderes públicos en su conjunto; no deja de encontrarse está lógica en la razón de ser del sistema democrático y en la mejor expresión de sus virtudes. Además, en muchos casos no parece precisamente infundado recriminar falta de anticipación o de liderazgo –en el buen sentido del término-; véase el desconcierto de los líderes europeos como ejemplo paradigmático. Pero, por otro lado, cuando la totalidad de la carga se centra casi en exclusiva en este aspecto, como viene sucediendo en los últimos meses, quien alienta este proceso de forma más o menos intencionada consigue que, prácticamente, se obvie otro aspecto que, hoy por hoy, es tan o más determinante, como es el control, regulación y encauzamiento de los intereses económicos privados y sus dinámicas. Cuando a la vida de los ciudadanos afectan profundamente –a veces más que las decisiones de los Estados avanzados- las decisiones de deslocalización de una multinacional, las operaciones especulativas sobre productos financieros derivados que ponen en riesgo la economía real, o las artimañas de las rentas altas para evadir impuestos a través de paraísos fiscales que hacen peligrar presupuestos estatales, ¿tiene sentido dirigir la mirada solamente hacia gobiernos y parlamentos exigiendo responsabilidades, dejando totalmente fuera del foco a nuevos poderes privados que poseen enorme capacidad de influencia? El control democrático, articulado a través de procedimientos e instituciones, estructurado mediante la formación de una sociedad civil activa y de una opinión pública libre, o es capaz de extender su pretensión orientadora y fiscalizadora también a los grandes actores privados cuya actuación incide en el conjunto, o quedará reducido a la parcial incidencia sobre un espacio de poder –el público- cuyas opciones reales de actuación son cada vez más reducidas ante intereses privados de dominio ascendente.

Publicado en Fusión Asturias, agosto de 2010.

JUSTICIA PARA JOSÉ COUSO

El paso del tiempo a veces provoca que acontecimientos que en su momento despertaron nuestra indignación y motivaron que nos cuestionásemos muchas cosas, aunque dejen cierta huella en nosotros, acaben por ser digeridos por la propia rutina y por cierta costumbre en la contemplación de la iniquidad, pasando a formar parte de un tiempo pasado cuya incidencia en la vida presente parece diluida.
Para muchos, quizá, esto sucedió con el caso de José Couso Permuy, cámara abatido el 8 de abril de 2003 por el disparo de un carro de combate norteamericano contra el Hotel Palestina de Bagdad, alojamiento de la prensa internacional en los días inmediatamente posteriores a la ocupación de la ciudad por el ejército estadounidense. En aquel momento, al enorme rechazo que en la sociedad española provocó la guerra de Iraq y el apoyo del Gobierno a la agresión, se unió la irritación por el asesinato de Couso, visto a todas luces como el intento de evitar que los profesionales de los medios de comunicación pudieran desarrollar su trabajo, en un momento histórico decisivo, de forma libre, sin intimidaciones ni amenazas. Cabe recordar que junto a Couso, perdió la vida en ese mismo ataque el cámara ucraniano Taras Prostyuk, de la Agencia Reuters, y otros tres periodistas resultaron heridos.
Inmediatamente después de estos sucesos, la familia y amigos de José Couso demostraron que, contrariamente a lo que hubiera deseado el aparato del poder, ellos no estaban dispuestos a conformarse con meras declaraciones retóricas de solidaridad y a dejar que el tiempo amainase los deseos de desagravio. Contra la plaga del olvido colectivo, ante la falta de compromiso de las autoridades y frente al inevitable desánimo que este tipo de tareas suele generar, se empeñaron en transformar el duelo y la repulsa en serena y decidida búsqueda de justicia, como única forma efectiva de reparación. Entre otras medidas iniciaron una campaña permanente, mantenida durante todos estos años, para la denunciar este crimen y reclamar responsabilidades. Junto a las iniciativas dirigidas a concienciar sobre la naturaleza de estos acontecimientos y a presionar para el esclarecimiento del caso, optaron por hacer valer directamente su posición con la correspondiente querella que, en un largo y tortuoso recorrido, ha acabado derivando en la efectiva imputación de los responsables militares y en una orden de búsqueda y captura para su posterior extradición a España.
El hecho de que el disparo frente al Hotel Palestina fuese un ataque directo contra un objetivo civil, deliberado, desproporcionado e innecesario militarmente, con el fatal resultado final, lo convierte conforme las normas de derecho internacional humanitario, que regulan unas reglas mínimas de respeto vigentes en cualquier conflicto armado, en un crimen de guerra, cometido sobre un ciudadano español, sobre el que los tribunales españoles tienen competencia, y que todo Estado puede y debe perseguir conforme a los estándares básicos del Derecho Internacional. La identificación de los participantes en el ataque (el teniente coronel que dio la orden, el capitán que la transmitió y sargento que la ejecutó), permite imputar individualmente la comisión del delito y exigir la correspondiente responsabilidad penal. En caso de no encontrar colaboración activa en la puesta a disposición de los implicados, las autoridades españolas podrían reclamar a EEUU las responsabilidades derivadas del incumplimiento de los compromisos adquiridos en virtud del derecho internacional humanitario, y así se debería hacer.
En casos como éste, la perseverancia de los perjudicados es la que consigue activar los recursos que el sistema jurídico de garantías ofrece para proteger derechos básicos. Independientemente de las evidentes limitaciones para el efectivo procesamiento de los responsables, el ejemplo de tenacidad y el deseo de justicia de los familiares y amigos de José Couso resplandece entre la bruma de la impunidad y nos saca, además, de la temible inclinación –socialmente extendida- a conformarnos con el atropello cotidiano del poderoso.

Publicado en Oviedo Diario, 31 de julio de 2010.

¿EL FÚTBOL COMO MEDIDA?

Estos días hemos tenido a la selección española de fútbol hasta en la sopa. Imposible no verles aburrirse en el vuelo de regreso, pasear interminablemente la copa por Madrid, protagonizar tonterías variadas ante las cámaras en las celebraciones o recibir homenajes de lo más variopinto, desde el pueblecito de origen hasta el Palacio de la Zarzuela. Bastaba encender la televisión, abrir un periódico o visitar la web del proveedor de correo electrónico para, inevitablemente, conocer el penúltimo festejo de conmemoración de la victoria mundialista y los avatares de todos y cada uno de los jugadores. Todo ello acompañado del espectáculo publicitario que les rodea, propio de este tiempo en que todo –sea noble o prosaico- se convierte en objeto de consumo y, por lo tanto, en fuente de rentabilidad.
Aunque me ha saturado el interminable agasajo y el terriblemente exhaustivo seguimiento previo a la final –ya quería uno que pasase cuanto antes- y durante los días posteriores, habría que ser de piedra para no compartir la alegría colectiva y para no emocionarse con algunos momentos: el éxtasis de la masa tras el gol de Iniesta, la dicha más sincera de los familiares de los jugadores, la satisfacción contenida del entrenador sólo desbordada cuando su hijo alzaba la copa entre los campeones, etc. También ha habido algunos momentos ciertamente graciosos a lo largo del torneo, de los que se lleva la palma la sorpresa de Puyol cuando, en el momento más inapropiado, apareció la Reina en el vestuario para felicitarles tras la semifinal.
La parte menos divertida, sin duda, corresponde a las interpretaciones políticas, pretendidamente profundas, asociadas a la victoria y, por lo general, interesadas. Acudiendo al sol que más calienta, algunos han extraído conclusiones cuando menos precipitadas sobre la renovación y naturaleza del sentimiento de españolidad, sin detenerse en la superficialidad inherente a la celebración deportiva, característica en la que, afortunadamente, reside su inocuidad y su, por así llamarla, función social. Por otra parte, los que quieren contraponer la exhibición de banderas nacionales frente a los distintivos autonómicos animan una pugna de símbolos que no lleva a ninguna parte, cuando, precisamente, de lo que se trata es de aprender a compartir pertenencias identitarias -relativizándolas en cierto modo- y no de arrojarse emblemas zafiamente a la mínima de cambio. A esto no ayuda, dicho sea de paso, que entre la marea de imágenes se hayan colado un puñado de consignas recalcitrantes, esporádicas banderas con el aguilucho incluidas, aunque efectivamente hay que apuntarlo en el anecdotario y no darle mayor importancia, a sabiendas del habitual oportunismo de los ultras –que no dejan de ser unos pocos- entre estos fenómenos de masas.
Tampoco me parecen especialmente brillantes las comparaciones, algunas sostenidas fervorosamente, sobre las potencialidades de un país en la comparación con sus éxitos deportivos. Creo que es incluso peligroso, primero porque fiamos casi al azar nuestro autoestima si lo hacemos depender de que el jugador enchufe el remate o de que nos vayamos en la primera fase; y, segundo, porque conviene adoptar ciertas precauciones de inicio, ya que desde que el deporte es un espectáculo de gran alcance no han sido pocos los intentos de exhibir éxitos y modelos deportivos como paradigma de valores que resultaron ser pura apariencia o, en el peor de los casos, escaparate propagandístico de planteamientos o sistemas aberrantes (a los regímenes totalitarios, por ejemplo, siempre les ha encantado exponer conquistas deportivas como prueba “científica” de su superioridad). Por fortuna, como país estamos bastante lejos de esta perniciosa dinámica, y, en cuanto a la tentación de tomar el éxito deportivo como patrón principal de progreso colectivo, cuando pase la resaca se analizarán las cosas con mejor sentido, espero. Quizá entonces, lejos de apreciar los triunfos de nuestra selección como canon de medida de lo que somos o queremos ser, prestemos más atención a otros criterios realmente definitorios.


Publicado en Oviedo Diario, 17 de julio de 2010.