TRABAJO, DEFLACIÓN Y RECUPERACIÓN ECONÓMICA
A la hora de analizar los motivos de la crisis el
discurso dominante introdujo como uno de los elementos nucleares de la
explicación un supuesto exceso de garantías y derechos para los trabajadores y
un gasto público desbordado en políticas sociales insostenibles. A la vista de
las recetas preconizadas por los centros de poder económico y de los programas
seguidos por la mayor parte de los países afectados por la recesión, parece
claro que en el debate y en la decisión sobre las medidas adoptadas, pese a
algunas resistencias, este planteamiento ha sido exitoso, aún orienta la agenda
de los poderes públicos y continúa siendo alimentado por lobbies y medios que
participan de esa estrategia. Según este enfoque, los derechos laborales y
sociales tienen en su entraña un potencial elemento de riesgo para el
crecimiento económico, porque provocan pérdidas de competitividad en un entorno
globalizado donde alguien hará el mismo trabajo pagando salarios menores, sin
tener tantos miramientos medioambientales y sin que se grave el beneficio
obtenido, el empleo creado o las rentas derivadas del proceso productivo (la
plusvalía, si nos ponemos clásicos), de una forma tan exigente para atender
servicios públicos o políticas de provisión de bienes sociales. En cierto modo
estoy simplificando, pero lamentablemente la aplicación de esa teoría ha
arrumbado con cualquier sueño de progresar hacia formas de organización del
trabajo más justas y llevaderas (la aspiración a la jornada de 35 horas parece
una quimera y su promotora Martine Aubry una socialista utópica) y no figura
entre las prioridades de ningún gobierno la ampliación de derechos sociales,
económicos o culturales o la redistribución de la riqueza, contentándose en el
caso de los ejecutivos progresistas con abrir la persiana de los servicios que
se tengan y contener la hemorragia de derechos de todos estos años.
El
problema es que de tanto despojar al sistema productivo de la costra de los
derechos sociales y laborales para alcanzar ese estatus de supuesta
competitividad buscado (como si no hubiese otras formas de mejorar la
diversidad, forma, calidad y costes de lo que se produce), después de estos
seis años de crisis comienzan a presentarse con una crudeza inusitada problemas
que ponen en riesgo la viabilidad del modelo económico, precisamente por el
empobrecimiento creciente de la población en situación más precaria, que ya no
es una minoría. Difícilmente habrá unos niveles de consumo interno suficientes,
necesarios para sostener el crecimiento, si el 20,4% de la población española vive por debajo del umbral de la pobreza, según la Encuesta de Condiciones deVida que elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE), que lo cifra en
8.114 € de ingresos anuales para una persona y 17.040 € anuales para una
familia de dos adultos y dos menores. No habrá un clima de consumo y ahorro
propicio si los salarios se sitúan en un 6% menos que en 2010 y se avanza hacia
modelos de temporalidad y precariedad en el trabajo que aseguren retribuciones
inferiores (según el mencionado INE el sueldo medio de los trabajadores
temporales fue en 2012 de 15.983 € frente al sueldo medio de 24.227 € de los
empleados de duración indefinida). Y ninguna proyección de marca nacional realmente
eficaz se logrará (aspecto que tanto preocupa al Gobierno de España) cuando la penuria
infantil ha irrumpido virulentamente en la realidad social, con 2,3 millones de menores de edad en situación de pobreza, como se ha encargado de denunciar
UNICEF.
Este
proceso de depauperación no se debe sólo a que el tamaño de la economía
española haya encogido y a que la organización del trabajo sea tan deficiente
como para dejar al 26% de la población activa desempleada (dato de la Encuesta de Población Activa del primer trimestre de 2014) y por lo tanto dependiente de
prestaciones, subsidios y solidaridad familiar. Trae causa también del amargo
resultado alcanzado, en virtud del cuál desplegar un trabajo afanoso y esforzarse
con sacrificio, ese que a decir del pensamiento dominante hacía falta realizar
colectivamente, y que es lo único (nada más y nada menos) que la mayoría de la
población tiene para salir adelante, no significará vivir dignamente, porque la
primera consecuencia de la degradación del trabajo es que tener un empleo ya no
sirve para asegurar medios suficientes para uno mismo y para los suyos;
situación que se ha venido en llamar la pobreza laboral y que, evidentemente,
es el primer desincentivo para buscar activamente un puesto de trabajo. A la
par, la obtención de un empleo, lejos de ser un derecho o una contribución al
progreso común, se ha instalado en la percepción colectiva como una concesión
graciosa, algo que casi hay que mendigar y que para muchos ni siquiera merecerá
la pena porque no abrirá las puertas a un desahogo material perceptible.
Cuando
hablamos de deflación y de los riesgos de que la recuperación sea tenue o más
bien propia de un estancamiento prolongado, precisamente hablamos, entre otras
cosas, de a cuantas personas se ha dejado en la estacada no sólo ya como
trabajadores con esperanzas y ciudadanos activos –a lo que deberíamos aspirar-,
sino siquiera como consumidores de interés, que hasta ahora era lo que al menos
prometía el sistema.
Publicado en Asturias24, 22 de julio de 2014.
Etiquetas: crisis económica, crisis social, deflación, desempleo, España, pobreza, pobreza laboral, relaciones laborales, salario, trabajo
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