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23.7.14

TRABAJO, DEFLACIÓN Y RECUPERACIÓN ECONÓMICA


A la hora de analizar los motivos de la crisis el discurso dominante introdujo como uno de los elementos nucleares de la explicación un supuesto exceso de garantías y derechos para los trabajadores y un gasto público desbordado en políticas sociales insostenibles. A la vista de las recetas preconizadas por los centros de poder económico y de los programas seguidos por la mayor parte de los países afectados por la recesión, parece claro que en el debate y en la decisión sobre las medidas adoptadas, pese a algunas resistencias, este planteamiento ha sido exitoso, aún orienta la agenda de los poderes públicos y continúa siendo alimentado por lobbies y medios que participan de esa estrategia. Según este enfoque, los derechos laborales y sociales tienen en su entraña un potencial elemento de riesgo para el crecimiento económico, porque provocan pérdidas de competitividad en un entorno globalizado donde alguien hará el mismo trabajo pagando salarios menores, sin tener tantos miramientos medioambientales y sin que se grave el beneficio obtenido, el empleo creado o las rentas derivadas del proceso productivo (la plusvalía, si nos ponemos clásicos), de una forma tan exigente para atender servicios públicos o políticas de provisión de bienes sociales. En cierto modo estoy simplificando, pero lamentablemente la aplicación de esa teoría ha arrumbado con cualquier sueño de progresar hacia formas de organización del trabajo más justas y llevaderas (la aspiración a la jornada de 35 horas parece una quimera y su promotora Martine Aubry una socialista utópica) y no figura entre las prioridades de ningún gobierno la ampliación de derechos sociales, económicos o culturales o la redistribución de la riqueza, contentándose en el caso de los ejecutivos progresistas con abrir la persiana de los servicios que se tengan y contener la hemorragia de derechos de todos estos años.
El problema es que de tanto despojar al sistema productivo de la costra de los derechos sociales y laborales para alcanzar ese estatus de supuesta competitividad buscado (como si no hubiese otras formas de mejorar la diversidad, forma, calidad y costes de lo que se produce), después de estos seis años de crisis comienzan a presentarse con una crudeza inusitada problemas que ponen en riesgo la viabilidad del modelo económico, precisamente por el empobrecimiento creciente de la población en situación más precaria, que ya no es una minoría. Difícilmente habrá unos niveles de consumo interno suficientes, necesarios para sostener el crecimiento, si el 20,4% de la población española vive por debajo del umbral de la pobreza, según la Encuesta de Condiciones deVida que elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE), que lo cifra en 8.114 € de ingresos anuales para una persona y 17.040 € anuales para una familia de dos adultos y dos menores. No habrá un clima de consumo y ahorro propicio si los salarios se sitúan en un 6% menos que en 2010 y se avanza hacia modelos de temporalidad y precariedad en el trabajo que aseguren retribuciones inferiores (según el mencionado INE el sueldo medio de los trabajadores temporales fue en 2012 de 15.983 € frente al sueldo medio de 24.227 € de los empleados de duración indefinida). Y ninguna proyección de marca nacional realmente eficaz se logrará (aspecto que tanto preocupa al Gobierno de España) cuando la penuria infantil ha irrumpido virulentamente en la realidad social, con 2,3 millones de menores de edad en situación de pobreza, como se ha encargado de denunciar UNICEF.
Este proceso de depauperación no se debe sólo a que el tamaño de la economía española haya encogido y a que la organización del trabajo sea tan deficiente como para dejar al 26% de la población activa desempleada (dato de la Encuesta de Población Activa del primer trimestre de 2014) y por lo tanto dependiente de prestaciones, subsidios y solidaridad familiar. Trae causa también del amargo resultado alcanzado, en virtud del cuál desplegar un trabajo afanoso y esforzarse con sacrificio, ese que a decir del pensamiento dominante hacía falta realizar colectivamente, y que es lo único (nada más y nada menos) que la mayoría de la población tiene para salir adelante, no significará vivir dignamente, porque la primera consecuencia de la degradación del trabajo es que tener un empleo ya no sirve para asegurar medios suficientes para uno mismo y para los suyos; situación que se ha venido en llamar la pobreza laboral y que, evidentemente, es el primer desincentivo para buscar activamente un puesto de trabajo. A la par, la obtención de un empleo, lejos de ser un derecho o una contribución al progreso común, se ha instalado en la percepción colectiva como una concesión graciosa, algo que casi hay que mendigar y que para muchos ni siquiera merecerá la pena porque no abrirá las puertas a un desahogo material perceptible.
Cuando hablamos de deflación y de los riesgos de que la recuperación sea tenue o más bien propia de un estancamiento prolongado, precisamente hablamos, entre otras cosas, de a cuantas personas se ha dejado en la estacada no sólo ya como trabajadores con esperanzas y ciudadanos activos –a lo que deberíamos aspirar-, sino siquiera como consumidores de interés, que hasta ahora era lo que al menos prometía el sistema.

Publicado en Asturias24, 22 de julio de 2014.

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