Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

22.7.10

ALGUNAS ESPERANZAS NO TAN LEJANAS


No hace falta rebuscar mucho entre los recuerdos personales ni en los titulares de prensa para traer a la memoria algunas reivindicaciones relativamente recientes que, ahora, en medio de la vorágine de los acontecimientos propios de esta crisis, casi parecen espejismos, por muy fundadas que fuesen tales reclamaciones. Hace pocos años, sumándonos al planteamiento impulsado a nivel europeo por el Gobierno socialista francés encabezado por Lionel Jospin, quienes entonces participábamos en diferentes movimientos asociativos y políticos juveniles en Asturias nos unimos a las iniciativas dirigidas a promover la implantación de la jornada laboral de 35 horas; en todo el país se constituyeron plataformas del más diverso carácter, se realizaron recogidas de firmas y actos reivindicativos e incluso la Unión General de Trabajadores promovió una Iniciativa Legislativa Popular de ámbito estatal que llevó el debate formalmente a las Cortes Generales. No era ésta la única demanda esgrimida, ya que en aquel momento, y durante todo el periodo previo al estallido de la actual crisis, el crecimiento económico continuado, el desarrollo de la sociedad del conocimiento y la modernización del sistema productivo generaban la legítima aspiración de conseguir que los trabajadores obtuviesen un mayor provecho de su cualificada aportación, no sólo con salarios justos, sino también con condiciones de trabajo adecuadas, estabilidad, seguridad, derechos sociales, y, también, una reducción de la jornada que permitiese un mejor reparto del empleo y una mayor dedicación personal a otras actividades que no fuesen las estrictamente laborales.
Apenas una década después, el contexto ha cambiado profundamente, tanto en lo que se refiere a las circunstancias económicas generales como en lo concerniente a los objetivos y reivindicaciones sociales y sindicales. Parecería fuera de toda realidad desempolvar peticiones como aquéllas, aunque su sentido y construcción teórica tengan un valor objetivo irrenunciable. Al mismo tiempo, el caballo de batalla ya no es alcanzar esa mejora sustancial, sino evitar que la reducción de los sistemas de protección pública, la pérdida de empleos y la transformación de las relaciones laborales socaven principios que hasta hace poco entendíamos intocables.
Seguramente es oportuno –y posiblemente inevitable- adaptar aspiraciones a los tiempos y, en un momento de dificultades, adquirir conciencia sobre la necesidad de esfuerzos colectivos. Tampoco se puede desconocer, en el diagnóstico de los problemas del sistema productivo, la existencia de disfunciones que hacían necesario replantear algunas reglas de juego en la contratación y en las relaciones laborales. Ahora bien, cuando se realiza el análisis sobre las causas de la crisis y los cambios que introducir para salir de ella, resulta frustrante, y es sin duda interesada, la pretensión de ciertos sectores de cargar las tintas en las supuestas dificultades que determinados derechos laborales y sociales representan para la agilidad de la actividad. Esta advertencia conviene destacarla cuando, con escaso disimulo aunque inquietante éxito, se nos pretende inculcar, desde un pensamiento económico dominante y bien pertrechado de instrumentos de divulgación, un nuevo dogma de fe en virtud del cuál las conquistas de los trabajadores, la representación sindical y la consideración colectiva de la fuerza del trabajo son, prácticamente, impedimentos para el crecimiento económico. Igualmente, cuando se impone el discurso de que sólo el empresario “crea riqueza” se incurre en una falacia tremendamente interesada, porque se minusvalora de inicio la indispensable contribución del trabajador. Y, cuando se vinculan casi exclusivamente los problemas de productividad y de competitividad de la economía a los derechos laborales y sus costes, se desvía la atención de las enormes deficiencias de liderazgo, visión estratégica, habilidad para la innovación y capacidad de anticipación que han demostrado muchísimos responsables en quienes han residido las principales decisiones empresariales en los últimos años.
En definitiva, son precisamente momentos como éstos en los que debe adquirir especial consideración la fuerza del trabajo y los derechos de aquéllos que la incorporan en el proceso productivo. De este modo, en la invocación al compromiso y sacrificio común propia de esta coyuntura, cuando es a la mayoría social a la que se le requiere ese especial empeño, es imprescindible no perder de vista que hace falta equilibrio y proporcionalidad en el reparto de cargas y que el objetivo debe ser, cuanto antes lo permitan las circunstancias, retomar una agenda de recuperación y mejora de derechos sociales y laborales.

Publicado en Fusión Asturias - julio de 2010.

9.7.10

DRAMATIZACIÓN E IRRESPONSABILIDAD


Aunque aún no se conozca su contenido íntegro, sino sólo su fallo, en pocos días se han multiplicado las valoraciones en torno a la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso promovido por el PP frente a múltiples preceptos de la reforma del Estatuto de Cataluña, aprobada por Ley Orgánica 6/2006. Las conclusiones extraídas por muchos de los responsables políticos que han intervenido en este debate, salvo honrosas excepciones, parecen dominadas por una actitud estridente, parcial y empobrecedora. Prevalece la desmesura y el eslogan, desde aquél cuya respuesta se limita a poco más que sonrojantes –e innecesarios- vivas a España, a los que apelan a dignidades heridas y exploran la obtención de réditos en la deriva de la confrontación; desde los que oportunistamente, incitando un anticatalanismo rampante, recurrieron preceptos del Estatuto catalán al tiempo que aprobaban otros similares en otros estatutos, a los que viven envueltos en una espiral identitaria y convierten su discurso en una irracional carrera por demostrar fidelidades pretendidamente patrióticas.
Aunque la decisión del TC es, sin duda, muy relevante, no es ninguna quiebra de modelo que justifique “emergencias nacionales” como la que algunos pretenden, prácticamente, declarar en Cataluña. Efectivamente, ésta era la primera vez que se cuestionaba de manera frontal y con un alcance tan considerable un estatuto de autonomía, y es cierto que la Sentencia introduce una sustancial novedad en la práctica y desarrollo del sistema autonómico, porque la inconstitucionalidad de algunos preceptos o parte de éstos, y las prolijas pautas de interpretación establecidas para otros muchos, condicionarán necesariamente el ejercicio del autogobierno en los aspectos afectados. No obstante, aunque ahora tenga un alcance más amplio (como consecuencia de la necesidad de dirimir controversias de especial calado), no es novedosa la incidencia de la jurisprudencia constitucional en la evolución del modelo autonómico; antes al contrario, el TC, en una tarea hercúlea que viene desplegando desde su creación, ganándose el crédito que ahora pretende denegársele radicalmente, ha resuelto multitud de disputas que giraban en torno a la organización territorial de nuestro dinámico Estado autonómico, y, generalmente, lo ha hecho de forma francamente favorable al proceso descentralizador, respaldando las consecuencias efectivas que las decisiones adoptadas por el legislador al aprobar los estatutos conllevan a la hora de distribuir competencias o erigir la arquitectura institucional de las Comunidades Autónomas.
De este modo, la Sentencia de marras no es, objetivamente, ninguna agresión a las esencias y orgullos de nadie. Aunque esté extendida en ciertos sectores, es ridícula la caricatura del TC que algunos pintan como órgano maliciosamente orientado a cercenar la vocación de autogobierno de Cataluña. Lo que se ha limitado a hacer el TC, con enormes dificultades y sin ninguna ayuda del contexto político en el que le ha tocado trabajar, es cumplir su legítimo papel de máximo intérprete de la Constitución, y, si bien nada impide que sus decisiones se sometan a escrutinio público en una sociedad en la que legítimamente todo se puede debatir, lo que sobran son aspavientos y posiciones que, en el fondo, pretenden socavar el propio concepto de la justicia constitucional y su cometido principal, vital en un Estado de Derecho democrático: asegurar la plena eficacia jurídica de la Constitución vigente como norma suprema del ordenamiento jurídico. Y, mientras no se modifique el propio texto de la Constitución, que es la que ampara pero también establece los márgenes del autogobierno de las Comunidades, ningún estatuto, incluso los que estén ratificados en referéndum, puede superar esos límites que no dejan de ser producto de un acuerdo fundacional del Estado democrático. En consecuencia, plantear ahora movilizaciones ciudadanas en Cataluña dirigidas únicamente a expresar públicamente malestar, sin posibilidades reales –jurídicas- de modificar la Sentencia, sólo conducirá a incentivar frustraciones un tanto artificiales, a excitar los debates sostenidos en la simbología y las abstracciones nacionales y a alimentar dialécticas de agravios, confrontaciones y melancolías.
La práctica del autogobierno y el desarrollo de un modelo territorial muy rico y por lo general positivo, pero al mismo tiempo altamente complejo, exige, por el contrario, normalidad institucional, afán de perfeccionamiento y depuración de las dificultades propias del sistema y, en suma, una actitud de responsabilidad que, en más ocasiones de las deseadas, se echa en falta.

Publicado en Oviedo Diario, 3 de julio de 2010.

7.7.10

MAALOUF Y LAS IDENTIDADES


Supe por primera vez de la obra de Amin Maalouf, recientemente premiado con el “Príncipe de Asturias” de las Letras, a través del poeta y activista ovetense Fernando Menéndez, que me recomendó, hace ya unos cuantos años, la lectura del ensayo “Identidades asesinas”, del escritor franco-libanés, como guía moral e intelectual para la aproximación a la complejidad del fenómeno de la interculturalidad, y a los conflictos relacionados con los códigos culturales de individuos y comunidades.
El consejo dio sus frutos, porque, en efecto, Maalouf es capaz de resumir, de forma aguda y sugerente, los principales dilemas que presenta la aparente paradoja de un mundo donde grupos humanos y territorios cada vez se encuentran más interconectados, estrechando lazos de interdependencia, pero en el que, a la par, el refugio en identidades primarias se convierte, para muchos, en opción prioritaria personal, religiosa e incluso política. Una reflexión pertinente en el momento de su publicación (1998), en el que el fenómeno globalizador comenzaba a ser apreciado en su dimensión, pero en el que, al tiempo, persistían y resurgían conflictos de raíz nacional, religiosa y cultural en su sentido más amplio, así como el comportamiento tribal de identificación de grupos por oposición al resto. Y una meditación que es también procedente en nuestros días, en los que se han intensificado las controversias de matiz cultural, con la complejidad añadida por el incremento de los flujos migratorios y los debates que implica en las sociedades de acogida, de por sí enzarzadas, en algunos casos, en inextricables debates sobre su propio ser.
Como buen conocedor del epicentro de conflictos marcados por la huella de la identidad que es su Líbano natal, desde su propia experiencia de emigrado en Francia y con la altura intelectual de un pensador abierto y comprometido, Maalouf nos advierte de los peligros que comporta la simplificación de las características culturales supuestamente determinantes de las colectividades, y rechaza, por artificioso y falaz, el establecimiento de rígidos cánones definitorios de las identidades, que, por un lado, otorgan al gestor (político, religioso, etc.) de dicho canon una influencia que generalmente se utiliza con fines delimitadores y excluyentes; por otro, distorsionan, el desenvolvimiento natural de las culturas; y, además, favorecen su instrumentalización como arma arrojadiza en situaciones de disputa. Para Maalouf, toda identidad cultural es por definición híbrida, resultado de procesos históricos de relación entre los pueblos y, por lo tanto, imposible de retratar en una imagen fija o de encerrar en un reducido ramillete de conceptos y patrones. Eso no significa, ni mucho menos, que pueda desdeñarse, en ningún ámbito, la existencia de rasgos e identidades efectivamente presentes, y estará condenada al fracaso toda interpretación y práctica política que pretenda ser ajena a esta circunstancia. Más aún, tanto la pretensión uniformadora, como la tentación de arrinconar expresiones culturales o el desconocimiento de la indudable identificación que individuos y grupos realizan de sí mismos por conexión a determinadas señas culturales, activan el riesgo de que la identidad se convierta en origen de conflicto, y de que, en el símil utilizado por Maalouf, la pantera de la identidad no se deje domesticar. Además, para Maalouf nada hay más empobrecedor que el rechazo, por sistema, a toda diferencia cultural, cuya diversidad es nota característica de la humanidad que conviene saber apreciar y aprovechar.
El método para conciliar, o al menos atenuar las contradicciones reside, para Maalouf, en una visión integradora de los orígenes culturales, tanto individuales como colectivos. Frente a las visiones reduccionistas, Maalouf nos invita a reconocer en cada identidad la suma de las pertenencias culturales, múltiples y variadas, que nos legan antecesores, historia y contexto, que conforman lo que, en definitiva, junto a nuestra propia aportación individual –diferenciada y reconocible- cada uno somos. La asunción de esta procedencia diversa viene acompañada de la práctica de la tolerancia y la relativización de ciertas posiciones irreductibles, a las que muchas veces conduce el debate identitario, profundamente lastrado por la simbología y la emotividad.
El premio otorgado a Maalouf, en definitiva, nos permitirá, desde Asturias, participar activamente en este debate, esencial de este siglo, y en el que perspectivas tan cualificadas como la del galardonado son una referencia ineludible.

Publicado en Oviedo Diario, 21 de junio de 2010.