FUEGO DEL AGRAVIO
Los ataques a las legacionesdiplomáticas norteamericanas en algunos países de mayoría islámica -encendidos
por la película “Inocencia de los musulmanes” que casi nadie ha visto- pueden
resultarnos inquietantes por el carácter masivo de las protestas y su rápida
proliferación en los últimos días. Pero no nos sorprenden, sin embargo, después
del episodio de las caricaturas de Mahoma publicadas en el diario
Jyllands-Posten en septiembre de 2005. En los dos casos hay elementos comunes,
como la imputación a todo un país -ayer Dinamarca, hoy Estados Unidos- de una
expresión particular, la virulencia e irracionalidad de la respuesta popular y
la apelación al agravio como nexo común. Claro que hay muchas más cosas detrás,
empezando por un rencor largo tiempo alimentado por la postración, el
sufrimiento causado por gobernantes sometidos al interés estratégico de laspotencias occidentales y el enaltecimiento de lo que distingue –en este caso la
fe- frente a lo que se atribuye –el ultraje- a quien se culpa de los males
propios.
De fondo, además, subyace la enorme
dificultad para la tolerancia que impulsa cualquier credo con afán monopolista,
no sólo los religiosos y no sólo el islámico. Es verdad que nadie que viva
conforme a dictados de su fe tiene por qué aguantar agresiones gratuitas a sus
principios y que le asiste el derecho a defender sus creencias de la burla
ajena. Pero se trata de un derecho limitado y sometido a ponderaciones. La
primera de éllas deriva del respeto a la libertad de expresión y el derecho a
la crítica -por desafortunada o incluso estúpida que pueda resultar- que asiste
a terceros, y que debe constreñir las reacciones a la legítima reafirmación y
profesión de la doctrina propia, pero nunca al deseo de acallar por la fuerza a
quien ha desairado.
El problema es que, cuando hablamos
del hecho religioso (consustancial, por otra parte, a nuestra cultura) hay poco
espacio para la relatividad y, como mucho, lo hay para la condescendencia. A la
fe en un dios, en sus profetas y sus palabras no se llega habitualmente por el
escrutinio racional ni por el método científico o la falsación. Las certezas
asociadas a toda religión basada en el seguimiento de preceptos, aunque quepan
interpretaciones de éstos más o menos abiertas, dejan poco espacio a sus fieles
para el escepticismo, porque en todo credo hay determinadas verdades absolutas,
a las que se asigna procedencia divina, cuya contravención merece, en su
código, el más severo de los castigos. La base para considerar aceptable
reaccionar agresivamente -incluso a sangre y fuego- contra la blasfemia está,
desde ese momento, sentada.
Que conste que pocas sociedades
están libres de esta tendencia, de forma más o menos subrepticia. Que se lo
digan a Javier Krahe, sentado en el banquillo hace unas pocas semanas por unas
coplillas irreverentes e inocuas. O, remontándonos unos pocos años atrás, a las
manifestaciones de repulsa frente al estreno de “La Última Tentación deCristo”. Así que, en materia de fanatismos, aunque haya grados, el que esté libre
del pecado de la intransigencia que tire la primera piedra.
Publicado en Fusión Asturias, octubre de 2012.
Etiquetas: culturas, fanatismo, libertad de expresión, religión, respeto