Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

12.5.14

DEPENDENCIA Y DEBILIDAD DE EUROPA

Estas elecciones al Parlamento Europeo deberían servir, entre otras muchas cosas, para tomar plena conciencia sobre las múltiples flaquezas que aquejan al continente y para que los europeos elijan si quieren una Unión dispuesta a afrontarlas con capacidad real de actuación o si prefieren que cada Estado trate de arreglárselas como pueda, presumiblemente con más dificultad que sumando esfuerzos. La Unión Europea, por su propia naturaleza y por combinar elementos de integración real con los de mera cooperación intergubernamental, despliega en muchos ámbitos una intervención basada más en la capacidad de influencia indirecta que en facultades expeditivas. Para muchas materias, en particular aquellas relacionadas con la política exterior y de seguridad común, y para otras que afectan a intereses económicos cardinales, ejerce, en terminología del politólogo Joseph Nye, soft power o “poder blando”, entre otras razones porque no se ha dotado a la Unión de todos los instrumentos resolutivos y tampoco existe una convicción suficientemente consolidada entre los Estados que permita delegar parcelas tan ligadas históricamente al núcleo de la soberanía.
En la construcción europea, pese a los grandes discursos y las buenas intenciones, que afortunadamente abundan, es la necesidad de supervivencia política y económica como entidad y proyecto la que ha provocado los avances más significativos. En la crisis que vivimos se ha comprobado con toda su crudeza, porque de las insuficiencias de la Unión Económica y Monetaria, de las limitaciones para asegurar la estabilidad financiera de los Estados y de la carencia de medios para la supervisión común de los sistemas bancarios se han extraído lecciones que, pese a la enorme complejidad en la toma de decisiones, han deparado avances importantes para ajustar la intervención institucional a la realidad de la integración económica.
Ahora puede que nos encontremos, por la fuerza de los hechos, ante otro reto que obligue a profundizar en la integración en otros aspectos que todavía no han sido abordados con suficiente ambición. La prueba de fuego la plantea, de forma perentoria, la crisis entre Ucrania y Rusia y el despliegue por esta potencia de una política amenazadora, desestabilizadora de sus vecinos, irreconciliable con principios democráticos (tanto en el ámbito interno como en el sostenimiento de autocracias en buena parte de las ex repúblicas soviéticas de su entorno) y dispuesta a utilizar la dependencia energética del este de Europa como elemento de presión.
Hasta la fecha, la respuesta europea ha carecido de la determinación suficiente para contener una conducta desafiante e inaceptable. Posiblemente no pueda ser, por el momento, de otra manera, pero, al menos, deben plantearse con rapidez y voluntad dos cuestiones candentes. La primera, el robustecimiento, aún en el campo del soft power, de una política exterior todavía inmadura y restringida, pese a los avances. La segunda, ya en un ámbito donde la Unión puede aplicar medidas directas de “poder duro”, la urgencia de edificar una política energética común verdaderamente eficaz, que aplique soluciones para superar la dependencia endémica, que es un enorme lastre para el desarrollo europeo. La apuesta por las energías renovables (en seria duda), por los combustibles y carburantes alternativos a los hidrocarburos convencionales y por la eficiencia energética; o replantearse el aprovechamiento –con garantías medioambientales- del gas de esquisto, son alternativas mucho más viables que la sangría de recursos hacia el conglomerado estatal y empresarial de productores de petróleo y gas que en terceros Estados benefician sobre todo a sus oligarquías, no precisamente proclives a la promoción de aquellos valores con los que decimos identificarnos en Europa. Los fracasos cosechados en el pasado reciente, algunos particularmente dolorosos como los cortes de suministro de gas en Europa Oriental en 2009 o la renuncia al gaseoducto Nabucco (que permitiría acceder al gas de Asia Central sin sufrir la dependencia de Rusia), la creciente subordinación de las industrias de referencia europeas de terceros gigantes de países emergentes ricos en recursos, así como otros símbolos especialmente sangrantes –véase el papel de antiguos líderes europeos como Gerhard Schroeder ejerciendo de lobbista de pro a sueldo de Gazprom-, junto con el incierto destino de la escalada nacionalista rusa, son antecedentes suficientemente poderosos para tomarse en serio este problema. No habrá una Europa con posibilidades reales de defender coherentemente y con éxito sus valores y de tener una voz propia y autorizada en el contexto internacional mientras no sea capaz de sobreponerse a su debilidad en asuntos estratégicos como éste.

Publicado en Asturias Diario, 6 de mayo de 2014.

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ODIO DE CLASE

            
Salidas de tono como la de la Sra. Mónica de Oriol e Icaza, Presidenta del Círculo de Empresarios, nos revelan la verdadera condición y el pensamiento último de una parte -pequeña pero tremendamente influyente- de quienes atesoran el poder económico en España. Cuando, llevada por la confortabilidad del auditorio y el deseo de ser particularmente audaz, desgrana su agenda de propuestas más extremas, recurre a los tópicos, las medias verdades o al puro maniqueísmo sobre los ninis, los excesos de las políticas sociales y sus supuestos aprovechados (un remedo del icono de las welfare queen tan querido a los conservadores norteamericanos) y se solaza descalificando gratuitamente a cientos de miles de desempleados, no ejerce su función de lobbista, ni siquiera de lanzadora de globos sonda para que un Gobierno posiblemente proclive a sus tesis encuentre terreno favorable para su próximas medidas. Sencillamente agrede verbalmente porque quiere y porque tiene la convicción que puede, porque siente la irrefrenable pulsión de confesar públicamente lo que lleva años compartiendo en privado, en sobremesas o en las pausas-café de encuentros de trabajo; y, sobre todo, porque, aunque deslice después una tímida disculpa, cree profundamente en lo que dice, reflejo de una forma de entender la organización social, la distribución del poder y las relaciones económicas.
En las últimas décadas, la consecución de ciertos estándares de calidad de vida y derechos para la mayoría de los ciudadanos, la relativa avenencia de intereses contrapuestos en las relaciones laborales, el radical fracaso de las alternativas a la economía de mercado y la fuerte desideologización entre la mayoría de la población atemperaron las invocaciones a la conciencia de clase entre los trabajadores. Aunque en el análisis teórico son, a mi entender, categorías vigentes, es un signo de progreso colectivo que las fuerzas de producción históricamente en liza -capital y trabajo- aparentemente se desdibujen, siempre que sea en un marco de avances para los derechos económicos y sociales de la población. Todo esto se encuentra en serio riesgo, pero, evidentemente, aun así no tiene ningún sentido considerar enemigo de nadie al autónomo que lucha por sacar adelante su negocio; al empresario de la economía real que persigue razonablemente el crecimiento y competitividad de su negocio; y por descontando, al nuevo paradigma al que se apela –con bastante superficialidad y algo interesadamente- del emprendedor que trata de sobreponerse a la crisis echando el resto en un proyecto empresarial propio. En definitiva, aquellos que tenemos como fuerza productiva exclusiva o principalmente el trabajo –no las rentas ni los bienes o activos que otros mueven por nosotros- sabemos mayoritariamente que no va a ninguna parte un discurso incendiario que desconozca que la iniciativa privada empresarial es irreemplazable y que, en un marco de regulación ponderado y eficaz, se traduce en beneficios para la comunidad.
El problema es que una parte de quienes históricamente han pertenecido, ellos y sus antecesores, a las capas más privilegiadas, no tienen esa misma moderación de la mayoría, al referirse a sí mismos como víctimas de un lastre –los derechos sociales y laborales y quienes se benefician de ellos- que desean sacarse de encima o reducir a la mínima expresión cuanto antes. Cuando alguien como la Presidenta del Círculo de Empresarios, que, por sus antecedentes familiares y las circunstancias favorables en las que le ha tocado vivir ha tenido menos dificultades para formarse, acceder a un círculo de relaciones ventajoso, salir adelante y llevar a cabo sus proyectos personales, es incapaz de sentir la más mínima consideración, empatía o al menos respeto por millones de parados, muchos de ellos sin ingresos de origen público o con prestaciones y subsidios que apenas dan para atender los gastos ordinarios de cualquier familia, y se atreve a minusvalorar el potencial de los trabajadores que desean fervientemente tener una oportunidad que merezca la pena en su propio país, lo que demuestra es que ella sí sabe a qué clase pertenece y los ultrajes para los que, en un entorno que entiende propicio, se siente legitimada. La consideración de que el misérrimo salario mínimo no es digno de los trabajadores poco cualificados o de que muchos de ellos no tienen intención real de trabajar lo que nos enseña es que los prejuicios de clase todavía anidan, pero no en una masa de trabajadores dispuesta a destruir las máquinas, tomar el Palacio de Invierno o quemar iglesias –tópicos del imaginario de los reaccionarios- sino en el de ciertas personas del estrato superior que se sienten vencedoras, autorizadas para desplegar su programa de máximos y no tomarnos ni como prisioneros.

Publicado en Asturias24, 29 de abril de 2014

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11.5.14

LA PARADOJA EUROPEA


Se aproximan las elecciones al Parlamento Europeo, con perspectivas poco halagüeñas sobre el nivel de participación esperado y el crecimiento de opciones electorales populistas y antieuropeas. La oportunidad para expresar mediante el voto la desazón por la falta de alternativas sólidas a la crisis económica o directamente para canalizar frustraciones colectivas puede dar nuevos bríos a candidaturas cuyo programa y trasfondo son como poco inquietantes. Muchos ciudadanos siguen considerando estos comicios una convocatoria menor y propicia –si se acude a las urnas- para un voto menos apegado a la ortodoxia de las elecciones de carácter nacional. Y ello pese a que el Parlamento Europeo ha ido ganando en la arquitectura institucional de la Unión, reforma tras reforma, más peso y capacidad de decisión; y aunque, por primera vez, los partidos políticos europeos  hayan tenido que designar previamente a su propuesta para la Presidencia de la Comisión (con destacados dirigentes políticos al frente de las candidaturas, como Jean-Claude Juncker, MartinSchulz, Guy Verhofstadt, Ska Keller o Alexis Tsipras) de acuerdo a su reforzada dependencia de la institución directamente emanada del pueblo.
Es digna de estudio politológico la paradoja europea. En la percepción de la ciudadanía está acertadamente extendida la convicción de que el grueso de las decisiones políticas que le afectan de una forma sustancial provienen de las instituciones europeas y, a fuerza de repetición por parte de los dirigentes nacionales (en el caso español, con particular intensidad), se asume que las agendas de los gobiernos de los Estados que integran la Unión están fuertemente supeditadas al cumplimiento de los compromisos adquiridos con los socios comunitarios, la Comisión Europea, el Banco Central o el Eurogrupo. En esta crisis tal dependencia funcional se ha elevado unos cuantos grados, especialmente en los países azotados por los desequilibrios macroeconómicos, con verdaderas renuncias al programa propio e inmolaciones políticas alentadas desde los centros de poder europeo (Zapatero, Papandreu, Berlusconi, Cowen o Sócrates). A la par, y aunque quede mucho por mejorar, son innegables los progresos dirigidos a superar el tradicional déficit democrático en la organización de los poderes públicos de la Unión. Claro que falta una conciencia política común más robusta y una dinámica de verdadera dación de cuentas a una opinión pública europea en formación como tal, pero en estas elecciones, si el aparente descontento de la mayoría o la fatiga frente a la dirigencia europea quisiese expresarse de forma constructiva y se tradujese en el resultado electoral, su decisión tendría efecto inmediato sobre las prioridades políticas de la Unión a través del Parlamento, indirectamente de la Comisión a la que estaría en situación de condicionar e indudablemente incidiría en los órganos que representan la vertiente intergubernamental de la construcción europea. De este modo, el ciudadano que tiene sus fundadas reticencias hacia la pesada maquinaria europea, sus dificultades para la toma de decisiones, su enorme aparato burocrático, sus repetidas contradicciones entre sus altos valores inspiradores y una praxis mucho más cuestionable, sus carencias estructurales en política exterior y de seguridad o su subordinación a una lógica económica desprovista de sensibilidad social, no debería desdeñar el poder efectivo que su participación tiene en el proceso electoral global de más envergadura y complejidad (más de 400 millones de electores en 28 Estados, para elegir 751 eurodiputados). Sin embargo, todo apunta a que la abstención será muy significativa y que a la hora de canalizar las legítimas decepciones que el proyecto europeo arrastra, multitud de electores o no se sentirán concernidos o preferirán expresar de forma insuficientemente reflexionada un voto de protesta, sin otro recorrido ni aspiración, en opciones inconsistentes (y en algunos casos directamente eurófobas y retrógadas).
            La experiencia de la Unión Europea demuestra que labrar los acuerdos, echar a andar las políticas comunes y construir instituciones perdurables ha sido un proceso político enormemente minucioso, sometido a tensiones de toda naturaleza y netamente imperfecto. Pero que, aun así, el resultado es la organización de integración regional más avanzada y con aspiraciones más elevadas que ha dado la historia, en un continente que, precisamente, ha sido epicentro y origen de los desgarros más terribles y que sigue sometido a un difícil contexto económico (la dependencia energética y la desindustrialización son problemas de primer orden) y de seguridad (la inestabilidad en el Mediterráneo Sur y en el Este son ciertamente preocupantes), así como a amenazas disgregadoras e involucionistas que resurgen con fuerza. Toca comprometerse, como ciudadanos activos, con el sueño europeo, para que no se torne en nuestras conocidas pesadillas.

Publicado en Asturias24, 15 de abril de 2014. 

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