DEPENDENCIA Y DEBILIDAD DE EUROPA
Estas elecciones al Parlamento Europeo deberían
servir, entre otras muchas cosas, para tomar plena conciencia sobre las
múltiples flaquezas que aquejan al continente y para que los europeos elijan si
quieren una Unión dispuesta a afrontarlas con capacidad real de actuación o si
prefieren que cada Estado trate de arreglárselas como pueda, presumiblemente
con más dificultad que sumando esfuerzos. La Unión Europea, por su propia
naturaleza y por combinar elementos de integración real con los de mera
cooperación intergubernamental, despliega en muchos ámbitos una intervención
basada más en la capacidad de influencia indirecta que en facultades expeditivas.
Para muchas materias, en particular aquellas relacionadas con la política exterior y de seguridad común, y para otras que afectan a intereses económicos
cardinales, ejerce, en terminología del politólogo Joseph Nye, soft power o “poder blando”, entre otras
razones porque no se ha dotado a la Unión de todos los instrumentos resolutivos
y tampoco existe una convicción suficientemente consolidada entre los Estados que
permita delegar parcelas tan ligadas históricamente al núcleo de la soberanía.
En
la construcción europea, pese a los grandes discursos y las buenas intenciones,
que afortunadamente abundan, es la necesidad de supervivencia política y
económica como entidad y proyecto la que ha provocado los avances más
significativos. En la crisis que vivimos se ha comprobado con toda su crudeza,
porque de las insuficiencias de la Unión Económica y Monetaria, de las
limitaciones para asegurar la estabilidad financiera de los Estados y de la
carencia de medios para la supervisión común de los sistemas bancarios se han
extraído lecciones que, pese a la enorme complejidad en la toma de decisiones,
han deparado avances importantes para ajustar la intervención institucional a
la realidad de la integración económica.
Ahora
puede que nos encontremos, por la fuerza de los hechos, ante otro reto que
obligue a profundizar en la integración en otros aspectos que todavía no han
sido abordados con suficiente ambición. La prueba de fuego la plantea, de forma
perentoria, la crisis entre Ucrania y Rusia y el despliegue por esta potencia
de una política amenazadora, desestabilizadora de sus vecinos, irreconciliable
con principios democráticos (tanto en el ámbito interno como en el
sostenimiento de autocracias en buena parte de las ex repúblicas soviéticas de
su entorno) y dispuesta a utilizar la dependencia energética del este de Europa
como elemento de presión.
Hasta la
fecha, la respuesta europea ha carecido de la determinación suficiente para
contener una conducta desafiante e inaceptable. Posiblemente no pueda ser, por
el momento, de otra manera, pero, al menos, deben plantearse con rapidez y voluntad
dos cuestiones candentes. La primera, el robustecimiento, aún en el campo del soft power, de una política exterior
todavía inmadura y restringida, pese a los avances. La segunda, ya en un ámbito
donde la Unión puede aplicar medidas directas de “poder duro”, la urgencia de edificar
una política energética común verdaderamente eficaz, que aplique soluciones
para superar la dependencia endémica, que es un enorme lastre para el
desarrollo europeo. La apuesta por las energías renovables (en seria duda), por
los combustibles y carburantes alternativos a los hidrocarburos convencionales
y por la eficiencia energética; o replantearse el aprovechamiento –con
garantías medioambientales- del gas de esquisto, son alternativas mucho más
viables que la sangría de recursos hacia el conglomerado estatal y empresarial
de productores de petróleo y gas que en terceros Estados benefician sobre todo
a sus oligarquías, no precisamente proclives a la promoción de aquellos valores
con los que decimos identificarnos en Europa. Los fracasos cosechados en el
pasado reciente, algunos particularmente dolorosos como los cortes de suministro de gas en Europa Oriental en 2009 o la renuncia al gaseoducto
Nabucco (que permitiría acceder al gas de Asia Central sin sufrir la
dependencia de Rusia), la creciente subordinación de las industrias de
referencia europeas de terceros gigantes de países emergentes ricos en
recursos, así como otros símbolos especialmente sangrantes –véase el papel de
antiguos líderes europeos como Gerhard Schroeder ejerciendo de lobbista de pro a sueldo de Gazprom-,
junto con el incierto destino de la escalada nacionalista rusa, son
antecedentes suficientemente poderosos para tomarse en serio este problema. No
habrá una Europa con posibilidades reales de defender coherentemente y con éxito
sus valores y de tener una voz propia y autorizada en el contexto internacional
mientras no sea capaz de sobreponerse a su debilidad en asuntos estratégicos
como éste.
Publicado en Asturias Diario, 6 de mayo de 2014.
Etiquetas: dependencia energética, elecciones europeas, energía, Parlamento Europeo, política, política energética, política exterior y de seguridad común, Rusia, Unión Europea