Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

30.4.10

NAWJA QUIERE IR AL INSTITUTO


Pocos debates surgidos de un acontecimiento puntual albergan tantos dilemas como el derivado de la prohibición del uso del hiyab por un Instituto de Educación Secundaria de Pozuelo de Alarcón a una de sus alumnas, Nawja Mahla, estudiante de 4º de la ESO. Efectivamente, los grandes debates sobre la aplicación de las normas a las diferentes realidades culturales y religiosas, la aconfesionalidad del Estado o las transformaciones sociales que vienen de la mano del fenómeno inmigratorio, tienen su correlato en las situaciones individuales, a veces protagonizadas involuntariamente por personas cuyas circunstancias es preciso considerar.
En el caso de Nawja, desconfío de antemano de algunas opiniones extremas (algunas indisimuladamente islamófobas) que no parecen capaces de advertir la notable complejidad de la controversia, ante la que resulta complicado encontrar soluciones plenamente satisfactorias o que sean pacíficamente asumidas ¿No les surgen a ustedes dudas razonables sobre la idoneidad de la decisión de impedirle el uso del hiyab y provocar su traslado a otro centro educativo? Recordemos que cuando Nawja, de 16 años, decide cubrir su cabello con este pañuelo y, como consecuencia, se le obliga a optar entre mantener su determinación o cambiar de Instituto, se sitúa a esta joven ante una disyuntiva radical, cuya justificación es discutible.
¿Es ofensivo para la comunidad educativa de su Instituto, y por extensión para la sociedad, que Nawja, por tradición, convicción y deseo personal use el hiyab? Tengamos en cuenta que no se trata de una prenda que impida reconocer a una persona, le oculte el rostro, la aísle o le envuelva todo el cuerpo, al estilo del burka o el niqab; y que tampoco es inusual que, en muchas culturas, no precisamente islámicas, el pañuelo sea una prenda aceptada, desde nuestro traxe regional, si me apuran (que es vestimenta para celebraciones), a su más corriente utilización como complemento estético o, en situaciones de enfermedad, para atenuar el impacto de la pérdida de cabello.
Es común que, como forma de respeto, la cabeza se mantenga descubierta al tratar con otros, al estar en una reunión o en el caso que nos ocupa, en una clase; pero, ¿tiene necesariamente la misma consideración el hiyab de Nawja que una gorra deportiva? Cuando un joven utiliza una gorra, se pone un piercing o se graba un tatuaje, lo hace simplemente porque le gusta estéticamente y desea ser reconocido así entre el resto. Si se entiende que puede incomodar a terceros o resultar maleducado no quitarse la gorra, lo que así puede ser en algunas situaciones, probablemente requerirle que se descubra no comporte el mismo grado de intromisión en esa decisión personal que impedir el uso del hiyab. Sobre todo, habrá que ponderar con algo más de prudencia, lo que quizá no se ha hecho suficientemente en este caso, los otros valores en juego: el derecho de Nawja a proseguir su educación en las mejores circunstancias posibles, en su entorno y en el que considera su Instituto (algo que a esa edad es tan importante), y, en definitiva, a que la resolución adoptada atienda al interés superior de la menor.
Igualmente, si se considera el uso del hiyab como una manifestación cultural de origen principalmente religioso, ¿de verdad importuna suficientemente a la colectividad como para impedir que se lleve en el Instituto? Objetivamente, su utilización afecta básicamente a quien lo porta y casi inapreciablemente al resto. No tiene nada que ver con expresiones confesionales que se proyectan intensamente al espacio público y que pueden, por ello, afectar directamente a terceros. Llevar el hiyab no es equiparable al llamamiento al rezo del muecín desde el minarete, por poner un caso; tampoco tiene que ver con la miríada de reminiscencias de la anterior confesionalidad del Estado en España, algunas ciertamente molestas para quienes tienen otros credos religiosos o no tienen ninguno.
Por otro lado, si el hiyab se estima como representación de una desigualdad de género, cuestión que se ha planteado, efectivamente puede ser razonable estudiar, con el sosiego necesario, si su uso en algunas circunstancias tiene cierta afectación a valores comunes. Pero siempre observando que el proceso interior de la joven que decide utilizarlo no es precisamente simple, sino vértice de tradiciones y creencias que, en lo que se consideren negativas, no es sencillo rebatir o desplazar. Seguramente resulte legítimo fortalecer la posición individual de cualquier joven musulmana que, llegada la adolescencia, puede sentir cierta presión del entorno familiar –que será más o menos explícita- sobre la utilización del hiyab, para que pueda decidir libre y conscientemente, sin sufrir consecuencias negativas por éllo. Pero me parece muy difícil, y quizá contraproducente, tratar de extirpar sus dudas o sustituir su proceso personal, en un asunto ciertamente íntimo, a golpe de decreto.

Publicado en Oviedo Diario, 24 de abril de 2010.

23.4.10

ESTILOS Y PARADOJAS


Es curioso que, de forma paralela a la espiral de escándalos de corrupción que sacuden al Partido Popular, crece una cierta sensación de que la exigencia de responsabilidades políticas y la factura electoral de estos acontecimientos será menor o directamente irrelevante. Sobre el papel, una convulsión de esta intensidad, acompañada de la reacción tibia de la dirección del PP e irritante de sus gobiernos implicados, debería tener tales consecuencias en la credibilidad y respetabilidad de dicha formación que las repercusiones políticas fuesen prácticamente inmediatas y de cierta entidad. De hecho, hasta hace relativamente poco tiempo, tiempo, se suponía que los efectos del abuso de poder, la proliferación de casos de corrupción, las deficiencias en el control interno y, en particular, la falta de capacidad de reacción ante estos episodios, ponían a un partido político en una situación de debilidad ante la opinión pública que tenía su trascendencia no sólo en los resultados electorales sino, incluso antes del veredicto de los comicios, en la propia voluntad de la mayoría de la formación de revertir la tendencia e iniciar un proceso de regeneración y análisis de las causas que llevaron a dicha situación. Es decir, a los cambios provocados por los factores externos (principalmente los reveses electorales, pero no solo), se sumaba la inflexión derivada de una cierta tensión interna –un tanto soterrada pero influyente- que alentaba o al menos preparaba la respuesta política para recuperar una posición presentable ante la ciudadanía.
Ahora las cosas no parecen funcionar así en el PP y tampoco en algunos territorios marcados por la impronta de gobiernos de este partido. Ciertamente, sorprende la rápida difusión del estilo desafiante, marcado por la arrogancia que instalara Aznar cuando animó a los suyos a proceder “sin complejos” y que muestra escasa disposición para el escrúpulo. Pero asombra el éxito con que, por algunas latitudes, se ha retribuido a los que han llevado ese método a sus cotas más altas. Parece que en algunas ciudades y Comunidades el electorado está dispuesto a admitir candidatos de cuya honradez tiene más que dudas, e incluso a valorar como un activo personal la desfachatez, el menosprecio de los controles de toda índole y la desconsideración hacia los procedimientos democráticos. En aras de una pretendida eficacia –que luego muchas veces no es más que apariencia-, del híperliderazgo que nuestra sociedad del espectáculo parece demandar y del deseo de dirigentes con ideas claras (sin pararnos a escrutar cuántas y cuáles son esas ideas), se supeditan otras consideraciones más depuradas sobre qué se puede esperar y qué se debe requerir de los gobernantes y, sobre todo, qué papel corresponde a cada ciudadano y a los grupos sociales en que se integra en la consecución de un sistema político más avanzado en el que la relación entre representantes y representados sea más estrecha.
En definitiva, pese a todo lo que está cayendo, aumenta la percepción de que, a la postre, en el examen de las urnas, se tolerarán determinados comportamientos. Quizá tenga algo que ver la transmisión y repetición de esquemas y valores que, aún hoy, se consiguen proyectar hacia una mayoría de la sociedad, alimentando el círculo vicioso, desde gobiernos que han acumulado demasiados resortes de poder y desde algunos medios de comunicación cuya prioridad es sostenerlos (y aprovecharse de esa circunstancia). Es difícil comprenderlo, pero, sin tener que alejarnos hasta la Italia berlusconiana, podemos detectar ejemplos de autoritarismo político encumbrados con el beneplácito de una sociedad transigente -en su perjuicio- con prácticas y conductas que deberían haber sido desterradas con la consolidación del sistema democrático.

Publicado en Oviedo Diario, 10 de abril de 2010.

12.4.10

CUIDADO CON LOS RECALCITRANTES


Hace unas semanas se produjo una sonora polémica a raíz de las declaraciones del titular del Juzgado de Familia de Sevilla nº 7, Francisco Serrano, con motivo de su visita a Oviedo para participar en un acto dirigido a reprobar la Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. El citado juez ha adquirido notoriedad pública merced a su insistente y extrema crítica de dicha Ley y a su enfrentamiento directo con instituciones y colectivos sociales que trabajan para erradicar la violencia hacia las mujeres. Negando la necesidad de un tratamiento diferenciado a la violencia ejercida por hombres frente a sus parejas y exparejas femeninas, el juez Serrano llega a achacar a la Ley perjuicios directos para aquéllos (aludiendo incluso a situaciones de desempleo y suicidios) derivados de la imposición de penas y medidas de seguridad en algunos casos; sostiene que se favorece la formulación de denuncias falsas y una negativa sobreprotección a la mujer que genera situaciones injustas y un desequilibrio discriminatorio; y plantea la necesidad de desligar, en las decisiones civiles relativas a la familia, la condición del hombre condenado por delitos de violencia de género de su posible actuar como padre. Sus opiniones han adquirido especial proyección en un momento en que desde sectores conservadores se viene produciendo una fuerte reacción frente a las políticas de igualdad progresistas, con especial predilección como blanco de estas críticas en la propia existencia del Ministerio de Igualdad y su gestión.
Al igual que ha sucedido en episodios previos protagonizados por este juez, su intervención ha suscitado en Asturias fuertes respuestas, destacando el rechazo –con matices pero en la misma dirección- expresado a sus valoraciones por todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria en nuestra Comunidad. Cabe recordar que la indicada Ley fue aprobada por unanimidad en las Cortes Generales, después de años de reivindicación del movimiento feminista y de forma paralela a una progresiva toma de conciencia en el conjunto de la sociedad sobre la necesidad de atajar un problema de primer nivel que hace algunos años –no tantos- todavía se consideraba, salvo en los casos más dramáticos, poco más que una cuestión de orden interno en los matrimonios. Por otra parte, la adecuación de la Ley a la Carta Magna ha sido avalada por el Tribunal Constitucional repetidamente, entendiendo conforme a los dictados de nuestra norma máxima la diferenciación establecida en la Ley, ya que la violencia de género tiene raíces profundas en la histórica desigualdad entre hombres y mujeres y en la extensión de las relaciones de poder y subordinación entre géneros a las propias relaciones de pareja. En efecto, tratar los episodios de violencia hacia las mujeres sólo como violencia en el ámbito doméstico, sin apreciar estos condicionantes, supone una visión parcial y descontextualizada del problema, ya que la igualdad real entre hombres y mujeres, pese a los importantísimos avances, está aún lejos de ser efectiva, y la desigualdad existente tiene su reflejo también en el ámbito familiar, muchos casos.
Nadie pretende negar la perfecta legitimidad del debate público sobre la aplicación de cualquier Ley y sobre los principios y contenidos de ésta. En la esencia del proceder democrático está la posibilidad de que toda norma se discuta y revise, ya sea para su perfeccionamiento técnico y mejor aplicación, ya sea para cuestionar su oportunidad y justicia. Los operadores jurídicos, especialmente cuando se suman al foro público más allá del debate estrictamente académico, tienen un papel privilegiado en ese intercambio de pareceres, no en vano unen a su condición de ciudadanos la de conocedores de los conceptos jurídicos y del sistema que nos hemos dado para el cumplimiento de las normas. De esta manera, la posibilidad de analizar con profundidad y rigor los efectos y sentido de una concreta Ley requiere, a la par, una especial prudencia y rigor en quien tiene entre sus cometidos profesionales participar en su aplicación; no digamos ya si quien interviene es un juez, a cuya opinión, por su responsabilidad, se suele otorgar un especial valor. Por eso es especialmente inoportuna la formulación de afirmaciones a la ligera sobre los efectos de esta Ley, que, además, han sido solventemente rebatidas por el propio Consejo General del Poder Judicial; basta aclarar que, como recuerda su vocal Inmaculada Montalbán (pidiendo confianza en las decisiones de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer) de un estudio del Consejo realizado sobre 530 sentencias de Audiencias Provinciales en la materia, sólo en un caso se dedujo testimonio ante una posible denuncia falsa, advirtiendo a su vez que no todas las instrucciones judiciales que acaban en sobreseimiento o todas las sentencias absolutorias se deben a la supuesta falsedad de la denuncia, ni mucho menos (pueden ser consecuencia, respectivamente, de que no hayan quedado suficientemente acreditados los hechos para el enjuiciamiento, o al no haberse enervado claramente la presunción de inocencia, por ejemplo).
El problema principal, y lo particularmente grave, es que afirmaciones como la del juez Serrano pueden inducir una inquietante desconfianza social hacia el sistema legal de protección a las mujeres víctimas de violencia de género, precisamente cuando es determinante que la víctima sienta el respaldo institucional y legal suficiente para denunciar cualquier agresión, amenaza o vejación. No olvidemos que, como se recuerda con asiduidad desde el Instituto Asturiano de la Mujer, un 80% de las mujeres que son víctimas mortales a manos de sus parejas o exparejas no habían presentado denuncia, cuando en muchos de estos casos el fatal desenlace tuvo antecedentes que, de haberse denunciado, hubieran puesto en marcha la maquinaria legal precisa para evitar el trágico final. De esta manera, bien haría el juez Serrano, al que se le presupone especial cualificación en este debate, en ser un poco más reflexivo en sus opiniones y no dejarse jalear por un sector, minoritario pero ruidoso, que tras su rechazo a esta Ley sostiene posiciones profundamente reaccionarias en contra de los avances alcanzados a favor de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres.

Publicado en Fusión Asturias, abril de 2010.