Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

11.6.10

LO QUE RESGUARDAR DE LA TORMENTA

En una sociedad organizada, en buena medida, sobre la base de la actividad productiva y las circunstancias materiales de los individuos y colectivos que la integran, parece natural que la coyuntura de crisis económica invada la totalidad de espacios de debate público, centre la actividad institucional, y se filtre, hasta rebosar, en la esfera particular. A prácticamente nadie le resultan ajenas las dificultades y, en no pocos casos, éstas alcanzan un grado de intensidad tal que ponen en riesgo o malogran proyectos personales y familiares de futuro. Por eso el reconocimiento de la situación de crisis se convierte en persistente inquietud que trastoca las percepciones de la sociedad que la padece y provoca modificaciones que alcanzan tanto a lo individual como a lo colectivo, más allá de lo puramente material, afectando a la escala de valores compartidos.
Precisamente en esta tesitura, en la que ahora se maldice el exceso de riesgo y recobran apego bienes (aparentemente menos apremiantes en época de bonanza) como la previsión, la seguridad y la protección frente a las adversidades, resulta paradójico que, pese al contexto de apuro, en lugar de alentar el reforzamiento de los sistemas sociales dirigidos a proveer tales bienes para una mayoría, los focos de influencia más decisivos promueven una corriente de repliegue y desconfianza hacia lo público, sometido –antes que nada- a un inmediato, repetido y sistemático cuestionamiento, como si cada uno pudiese alcanzar esos objetivos por sí mismo, saliendo del trance sin que el derrotero colectivo le fuese a afectar.
A este escenario se suma la resaca de un periodo previo, en el que un cierta falta de conciencia sobre el importante esfuerzo que significa edificar y mantener el edificio del Estado Social situó al ciudadano, más que en esta posición, principalmente en el lugar de usuario de servicios y prestaciones, como cliente dotado de permanente capacidad de exigencia, sin tener que reparar demasiado en el fundamento, limitaciones y costes del sistema. Es cierto que una extendida tendencia de la dinámica política vigente hasta la irrupción de la crisis abonaba esta espiral: la excesiva afición a la carrera de promesas o la menor resistencia a peticiones concretas no siempre suficientemente justificadas pero que requieren importantes desembolsos, generaron la sensación de que una negativa de hoy ante una reclamación sectorial o territorial se convertiría a corto plazo en una concesión, al menos parcial, en un camino hacia lo que, por resumirlo burdamente, se concretaría en la consigna “todo, gratis y ahora”. Si durante un tiempo prolongado se explicó deficientemente el coste de cada decisión y sus repercusiones, que ahora no se valoren en su justo término las políticas públicas, empezando por todas las que permiten la satisfacción de los derechos sociales más básicos, quizá tenga que ver con la artificial sensación –profundamente equivocada- de que son sencillas de ejecutar y están aseguradas de antemano.
En Asturias no somos, ni mucho menos, ajenos a este devenir, porque de la principal conquista de la política autonómica, que es la consecución de unos servicios públicos de calidad y bien valorados, no puede derivarse la sensación equivocada de que su ampliación es lineal, cuestión de mera inercia que admite toda clase de continuas reclamaciones puntuales, ajenas al contexto global en el que se producen, incluso cuando arrecia el temporal. Al contrario, y máxime en tiempo de crisis, su mera preservación es el objetivo prioritario –de por sí ambicioso-, con los ajustes y la mejora de eficiencia que sea menester, pero, sobre todo, recogiendo el respaldo y compromiso social necesario para sostener, sufragar y mantener los servicios públicos alejados de los vaivenes del mercado, reconociendo en ellos el valioso resultado de un esfuerzo común que nos identifica y dignifica como sociedad.

Publicado en Fusión Asturias, junio de 2010.

PONER UN LÍMITE


Cuando se adoptan decisiones drásticas, como las recogidas en el Decreto-Ley de medidas extraordinarias para la reducción del déficit público, se abre inmediatamente un debate de envergadura, perfectamente legítimo, sobre su idoneidad, sus repercusiones y, especialmente, sobre las alternativas para hacer frente a la situación que se pretende abordar. A nadie debe extrañar que se sometan a un intenso escrutinio esas medidas porque, reconocido el problema –la magnitud del déficit público y los riesgos que comporta para todo el sistema- y planteadas opciones de recorte de duras consecuencias para tantas personas, surgen dudas razonables sobre el margen de decisión con el que se cuenta y la forma de reparto de las cargas. En esta disputa destaca por su zafiedad la posición de aquellos que venían reclamando –también en tiempos de superávit presupuestario- medidas de reducción del gasto público, que han sido, por lo general, reticentes a toda iniciativa de protección pública y que, ahora, se ciñen a alimentar la inquietud esperando recoger frutos electorales por mero descarte del adversario en una liza que es, principalmente, bipartidista. Pero, al margen de estas posturas mezquinas, no puede desdeñarse el interrogante sobre la inevitabilidad de estas medidas y, en particular, sobre si serán suficientes o habrá nuevas acciones en la misma dirección.
Hay que tener en cuenta que durante los últimos años se había alimentado la expectativa de que el crecimiento económico permitía ofrecer, en progresión continuada, nuevas oportunidades para los ciudadanos, incrementos en las políticas sociales y mejoras en la calidad de vida general de la sociedad. La construcción de las políticas de protección propias de un Estado Social, como el que propugna nuestra Constitución, había recuperado impulso a partir de 2004, con mejoras sustanciales como, entre otras, el sostenido incremento de las pensiones, la elevación del salario mínimo interprofesional o la puesta en marcha del sistema de promoción de la autonomía y atención a la dependencia; y, en el ámbito autonómico, sobre todo en las Comunidades con gobiernos progresistas, el fortalecimiento de los sistemas públicos educativos y sanitarios. Ahora, la tajante reducción del gasto público indudablemente tendrá efecto –habrá que ver hasta qué punto- sobre algunas de estas conquistas. En todo caso, la sostenibilidad financiera de muchas actuaciones de la Administración está en juego y parece sensato hacer ajustes para evitar que una imprudente gestión de la crisis acabe haciendo inviable todo el edificio de las políticas públicas. Habrá tiempo, tiene que haberlo en un futuro que esperemos sea próximo, para, en un escenario más propicio y sobre unos cimientos más firmes, recuperar una agenda de avances sociales impulsada desde los poderes públicos.
En este momento se trata, ante todo, de cortar la hemorragia, aunque a la par, y esta es una asignatura pendiente, debería situarse el replanteamiento de bastantes reglas de juego del funcionamiento del sistema económico que ha propiciado la crisis. Sin embargo, el contexto de urgente revisión de las políticas de gasto público ha desplazado del centro de la discusión esa segunda cuestión. Más aún, aprovechando este caldo de cultivo, desde determinados intereses se alienta una desconfianza general hacia lo público y se aprovecha la renovada fortaleza de viejos postulados para colocar algunos discursos que llevan una carga de profundidad nada desdeñable. Cuando se plantea reducir radicalmente la capacidad de intervención de la Administración, se pone en tela de juicio el papel de los sindicatos pero nada se objeta a la influencia de los intérpretes de los deseos del Dios mercado, se pretende desnaturalizar la negociación colectiva (otra cosa es que se necesite subsanar algunos defectos) como si empleador y trabajador tuviesen igual capacidad de presión en la relación individual, se responsabiliza siempre a los Estados pese a su evidente situación de indefensión ante las acometidas especulativas, y, en definitiva, se retoma la cantinela de la santísima trinidad neoliberal (privatizar, liberalizar y desregular, en todo caso y sin reparo), pongámonos en guardia porque lo que se pretende es la imposición de unas prioridades que poco tienen que ver con los intereses de la mayoría social.
Por eso es fundamental, en estas circunstancias, afrontar seria y responsablemente las dificultades, cerrar cuanto antes las vías de agua que se han abierto, y evitar que los males sean mayores, que pueden serlo. Y, al mismo tiempo, no perder el sentido de la orientación, haciendo frente a los importantes riesgos que se presentan para preservar un modelo de políticas públicas dirigidas a la justicia y el reequilibrio social.

Publicado en Oviedo Diario, 5 de junio de 2010.