Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

24.3.09

DE PAPAS Y CONDONES


La visita del Papa Ratzinger a África ha despertado natural interés por cuanto el castigado continente es hoy tierra de crecimiento del número de fieles de las principales confesiones religiosas, también la católica, y ya se sabe que la disputa (pacífica, o no tanto) por las preferencias espirituales de los pueblos es materia de relevancia histórica. El proselitismo, ya sea en nombre de la salvación del alma humana o ya sea para apuntalar la influencia del administrador religioso, es consustancial a la Iglesia católica y a la mayor parte de las instituciones religiosas, y, en el tablero de la estrategia global, la valiosa pieza a cobrar, en magnitud de creyentes y en potencial de crecimiento, es ahora el África subsahariana.
Ahora bien, difícil lo tiene el líder de la Iglesia romana al hacer de la moral sexual la bandera primera y principal de su discurso, supeditando otros criterios de salud pública al dogma católico. Al decir que la extensión del SIDA no sólo no se soluciona con la promoción del uso del preservativo en las relaciones sexuales sino que incluso tal estrategia contribuye a su difusión, pidiendo como regla la abstinencia más allá de la sexualidad reproductiva, el pontífice se sitúa en una posición extremista e inútil frente a realidades que desbordan la rigidez de las normas que pretende imponer. Por un lado, como ya han evidenciado muchas voces autorizadas, comete una terrible irresponsabilidad porque África es el continente más azotado por la pandemia del SIDA, que en algunos países está causando estragos y diezmando generaciones, y una de las principales formas de combatir la propagación de la enfermedad es la implantación de políticas preventivas como el uso de preservativos en las relaciones sexuales. Predicar la abstinencia frente al SIDA no es ninguna solución, como ya se ha demostrado en las dos últimas décadas, y, sobre todo, significa anteponer la obsesión del Vaticano por el sexto mandamiento –el que les preocupa más que ninguno, o eso parece- antes que valorar otras consideraciones, como la pura y simple constatación de que las enfermedades de transmisión sexual pueden evitarse con la utilización del preservativo. Por otro lado, la machacona insistencia del Papa en reprimir el uso del preservativo y en circunscribir la sexualidad a la reproducción tiene también otra consecuencia, porque, aunque sea una alerta que viene de lejos (de Malthus hasta hoy), la superpoblación global es un riesgo cierto, y precisamente la utilización del condón es la forma más sencilla de contracepción y planificación familiar.
Con este planteamiento, en definitiva, Ratzinger se sitúa en posiciones fundamentalistas, sumándose a la escalada intolerante y radicalizada que domina la escena religiosa global. De este modo, por muy construida y estructurada que esté la doctrina de la Iglesia católica, en poco acaban diferenciándose algunas de sus consignas de las paupérrimas e hipócritas admoniciones de un telepredicador cualquiera o de los consejos de vida de la ínclita Sarah Pallin, prueba viviente de que quien defiende públicamente con vehemencia la virginidad antes del matrimonio se convierte en abuela antes de lo esperado.
Así las cosas, encuentro cada vez menos cosas en común entre el mensaje de la jerarquía católica, de la cuál en España somos sufridores de primera categoría, y la actuación encomiable y ejemplar de muchos ministros de la fe cristiana (desde nuestro recientemente fallecido Ángel Cuervo –luchador por los derechos de los inmigrantes en Pumarín- a Pedro Casaldáliga, Díez-Alegría o Jon Sobrino). Que me disculpen los seguidores de los mandatos vaticanos, pero visto el derrotero de la Iglesia católica (con readmisión de obispos negacionistas del holocausto incluida), cobran vigencia los versos de Benedetti en su poemita “Papam habemus”: tutor de los perdones / distribuidor de penas / condona las condenas / condena los condones.

Publicado en Oviedo Diario, 21 de marzo de 2009.

18.3.09

CONTRA LA CADENA PERPETUA


El asesinato de la joven Marta del Castillo, y unos meses antes el de Mari Luz Cortés, ha despertado una profunda y sentida preocupación ciudadana, espoleada por el dolor de los familiares y las movilizaciones que, en ambos casos, éstos han emprendido reclamando el endurecimiento de las penas ante crímenes de estas características, incluyendo la propuesta de instaurar la cadena perpetua. En un primer momento lo que procede es una actitud de respeto y comprensión hacia los padres de las víctimas, cuya tragedia sólo ellos mismos padecen en toda su dimensión, y que, lógicamente, merecen el abrigo de toda la sociedad ante las circunstancias que atraviesan; recordemos, además, que en el caso de Marta del Castillo, en el momento de escribir estas líneas aún no ha aparecido su cuerpo, más de un mes después de la fecha en la que fue asesinada, situación que sin duda acrecienta la angustia de sus familiares hasta límites insoportables.
Ahora bien, a la hora de analizar algunas respuestas que se plantean ante crímenes como los citados, es legítimo –y necesario- cuestionar las propuestas que ambas familias vienen lanzando con insistencia, aunque hayan obtenido un nada despreciable respaldo ciudadano, azuzado por algunos tratamientos periodísticos de esta tragedia bastante irreflexivos. Debe preocuparnos, en este sentido, la ligereza con la que estos días se debate sobre la posibilidad de introducir las reformas legales y constitucionales precisas para instaurar la cadena perpetua, dando pábulo a propuestas que supondrían un retroceso notable en materia de política penal y penitenciaria.
No olvidemos que la cadena perpetua parte del principio de que determinadas personas merecen un apartamiento total y definitivo de la sociedad para ser confinados de por vida, negando de antemano toda posibilidad de arrepentimiento o reincorporación a la sociedad, sin considerar en modo alguno la posibilidad de que una persona pueda, sincera y profundamente, modificar su escala de valores y pautas de conducta. No olvidemos, aunque ahora resulte impopular decirlo, que la persona que comete un terrible delito en una etapa de inmadurez, amoralidad o (en algunos casos) dificultad, puede que no sea la misma en un periodo posterior, y que, entre medias, pagará rigurosamente por el crimen perpetrado. Quizá no resulte cómodo afirmarlo en este momento, pero creo ecuánime recordar que un criminal joven (aunque mayor de edad), que posiblemente pasará más de una década en prisión, tendrá margen temporal suficiente para el arrepentimiento, y, quizá no ahora, pero, con el paso de los años entre rejas, es probable que acabe maldiciendo todos los días el horror cometido, que causó tanto dolor ajeno y que ha provocado también un enorme mal propio. Por otra parte, si bien nuestro sistema penal se orienta, al menos en teoría, y como recoge la Constitución, a la reeducación y la reinserción social, no es menos cierto que en la práctica incluye también un fuerte componente retribucionista, con condenas de prisión prolongadas e importantes dificultades legales y requisitos que cumplir para alcanzar el tercer grado penitenciario o la libertad condicional. No es cierto, en suma, que el sistema sea permisivo, liviano o benevolente.
En este estado de cosas, admitir la cadena perpetua significaría, además, aceptar como norma la institucionalización de personas a las que se reducen drásticamente sus derechos con vocación indefinida y sin un fin futuro que lo justifique (al renunciarse a la reeducación como principio), disminuyendo severamente su capacidad de conocer y aprehender el valor de la libertad y la responsabilidad que comporta, deshumanizándoles en consecuencia. Por el contrario, los efectos para el conjunto social no resultan particularmente benéficos, puesto que no hay una repercusión inmediata o palpable entre la introducción de este tipo de castigos y la reducción de la delincuencia cuando de esta clase de crímenes hablamos, ya que otros muchos factores inciden en esta realidad.
Más allá de las distintas opiniones en liza, si no tratamos de aproximarnos con mayor serenidad a este debate alentaremos que la indignación se transforme en ira (sólo la protección policial impidió un linchamiento a los imputados por el crimen) y que la justicia racional y civilizada se deje llevar por pasiones humanas que conviene, cuando se trata de tomar decisiones de calado, atemperar.
Publicado en Oviedo Diario, 7 de marzo de 2009.

6.3.09

EL SÍNTOMA DE STAYTHORPE

En torno a 70 trabajadores -muchos de ellos asturianos- desplazados para la construcción de la central de ciclo combinado de Staythorpe (Nottinghamshire, Inglaterra) por las empresas “Montajes de Maquinaria y Precisión” y “Felguera Montajes y Mantenimiento”, ambas filiales de Duro Felguera, llevan semanas soportando la presión del sindicato inglés Unite y de grupos de piquetes que claman contra su contratación y exigen que sus puestos de trabajo sean ocupados por nacionales. La protesta no había trascendido hasta que proliferaron en el territorio británico otras reivindicaciones de similar carácter, algunas de ellas con importante intensidad e incluso marcadas por un carácter fuertemente intimidatorio contra los trabajadores foráneos, siendo más conocidos los acontecimientos sucedidos en Lindsey (Grimsby, North Lincolnshire) en los que operarios italianos y portugueses de las obras de construcción de una refinería fueron objeto de las iras de los trabajadores británicos. El hecho es que estos sucesos no han resultado anecdóticos, porque una ola de frustración y desesperanza, mezclada con cierta mezquindad y su punto de ignorancia, ha llevado a desempleados británicos a equivocarse de adversario y arremeter contra los trabajadores extranjeros, y a sindicatos y grupos políticos oportunistas a esparcir su demagogia xenófoba y antieuropeísta en terreno abonado por las dificultades económicas y laborales. El resultado, en este caso, afecta a empresas asturianas que encuentran inconvenientes para prestar sus servicios en territorio británico, y a empleados asturianos cualificados que se ven amenazados por tratar de ganarse el sustento desarrollando su trabajo para dichas empresas.
En esta controversia está en juego la pervivencia práctica de las libertades comunitarias elementales sobre las que se ha edificado –con éxito, pese a los reveses- la construcción europea, puesto que en su sustrato básico se encuentra la libre circulación de los factores de producción, la movilidad de los trabajadores en el espacio comunitario, y la posibilidad de que empresas radicadas en un Estado miembro puedan prestar sus servicios en otro, como es el caso. La creación de un mercado interior que abarque al conjunto de los 27 países que forman parte de la Unión Europea, acompañado de las políticas de cohesión y desarrollo regional, han sido avances irrenunciables, que no han alcanzado todavía su cumbre, pero que han tenido efectos netamente positivos para el desarrollo económico del conjunto, y que además han sentado unas bases políticas e institucionales imprescindibles para dar nuevos pasos –los más complejos- en la integración europea, en ámbitos no estrictamente económicos. Si cuando arrecian las dificultades se aplican a las primeras de cambio criterios cortoplacistas y populistas, y, en consecuencia, los Estados que forman parte de la Unión Europea y sus sociedades se repliegan en el nacionalismo económico, el cierre de fronteras, la fragmentación del mercado y el proteccionismo, se tirarán por la borda en un abrir y cerrar de ojos décadas de cultura de integración económica comunitaria, y los efectos serán negativos: economías nacionales menos competitivas, menos transacciones comerciales, menos posibilidades de intercambio económico y, de la mano, sociedades más cerradas y ensimismadas.
Posiblemente desde esta tierra tengamos plena legitimidad para indignarnos cuando insultan y amedrentan a un trabajador asturiano en Staythorpe, al mismo tiempo que somos capaces de entender la furia que proviene de la falta de expectativas de los trabajadores británicos golpeados por la crisis y el desempleo, porque también Asturias conoce y ha conocido momentos de dificultad severa. Pero la comprensión de estas inquietudes no debe suponer falta de firmeza en el respaldo a los trabajadores asturianos desplazados, ya que de lo contrario, tanto en esta como en otras circunstancias –y también en nuestro propio territorio- una vez más los trabajadores extranjeros pueden convertirse en injusto blanco de críticas y recelos, abriéndose paso una peligrosa escalada, tristemente conocida en la historia europea, que conduce siempre hacia la caverna.
Publicado en Fusión Asturias, marzo de 2009