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4.9.08

LOS ÚLTIMOS DEL CAMPO


Una de nuestras señas de identidad como asturianos, si es que tales rasgos comunes pueden llegar a concretarse, es nuestro apego al paisaje rural que nos ha visto crecer, en buena parte de los casos (sobre todo de 40 ó 50 años para acá) no tanto como territorio que un día fue cotidiano sino, sobre todo, como refugio ocasional y enlace con un pasado del que ahora nos sabemos deudores. La Asturias del siglo XX comenzó siendo eminentemente agraria y acabó siendo urbana e industrial, en una profunda transformación que, juzgada en tiempo histórico, ha resultado muy rápida. Fruto de este cambio es un territorio complejo y con fuertes desequilibrios, con una zona central marcadamente urbana que concentra, en una superficie relativamente reducida, la mayor parte de la población y la actividad económica. En una calle de Oviedo –al menos en muchas de ellas- viven más personas que en algunos de los concejos asturianos menos poblados como Pesoz, Ponga, Illano o Yernes y Tameza, por citar algunos. El peso de la población indudablemente guarda relación con el volumen de recursos asignados o la capacidad de influir en la toma de decisiones, aunque no sin ciertas resistencias se haya asumido en Asturias la necesidad de discriminar positivamente a las zonas rurales sin considerar únicamente el criterio del número de habitantes.

La paulatina pérdida de población en el medio rural asturiano es, sin embargo, un hecho incuestionable y será difícil, si no imposible, revertir la tendencia, aunque las políticas desarrolladas principalmente desde que Asturias se constituyó en Comunidad Autónoma –con la ayuda estatal y comunitaria, desde luego- hayan atenuado el despoblamiento modernizando las estructuras productivas, potenciando alternativas económicas a los sectores tradicionales, mejorando las comunicaciones y dignificando las condiciones materiales y de servicios de sus habitantes. Pero lo cierto es que, año tras año, se va despidiendo una generación entera que se educó –el que tuvo fortuna- con maestros rurales, vio emigrar a parte de los suyos, trabajó desde sus primeros años en la explotación ganadera familiar, pasó hambre en los malos tiempos, se dejó la piel en el trabajo, y, a pesar de los pesares, prosperó y dio nuevas oportunidades a los que les han sucedido con las que ellos no pudieron soñar. La capacidad de sufrimiento y entrega de esta generación que se va difícilmente tendrá reemplazo. Y aún más complicado será encontrar quién les suceda como escultores del paisaje que son. Fíjense en los pueblos asturianos prendidos en las laderas junto a los valles y los pequeños prados que los rodean, mimados por unas manos que ya son casi ancianas pero que sacan fuerzas de flaqueza para proseguir la tarea.

Seguramente este proceso de cambio sea un inevitable desenlace que, pese a los bienintencionados esfuerzos de las administraciones públicas, dejará quintanas cerradas, aldeas devoradas por la maleza y memorias perdidas. Entre tanto, nos asaltan algunas dudas sobre qué más se pudo hacer o qué se dejó pasar erróneamente. Quizá no hemos sabido reconocer a tiempo el valor de nuestro medio rural, o no hemos sabido agradecer su esfuerzo a quienes lo forjaron. Nuestro deseo de superar un estado material humilde –el que padecieron nuestros cercanos antecesores- nos hizo minusvalorar por un momento el entorno y la cultura rural, ensalzando lo urbano acríticamente como mecánico sinónimo de modernidad para descubrir, ya demasiado tarde, los inmensos valores de nuestro territorio y de una forma de vida que guarda armonía con la tierra.

Lo que podamos salvar de este naufragio, más allá de lo que quede recluido en museos etnográficos (de enorme interés pero museos al fin y al cabo), será testimonio de lo que fuimos como pueblo y honorable excepción viva de un mundo que irremediablemente se pierde.
Publicado en Fusión Asturias. Septiembre de 2008.