Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

22.12.12

HARTOS DE VIOLENCIA POLICIAL

A la vista de los acontecimientos de los últimos meses cabe comenzar a cuestionarse si el proceder general de los cuerpos de seguridad, y en particular de los llamados antidisturbios, es el propio de un sistema en el que el ejercicio monopolista de la fuerza por el Estado se supone sometido a controles y limitaciones.
La intensificación de actuaciones desproporcionadas, estrictamente violentas y fuertemente desestabilizadoras por parte de agentes de estas fuerzas de intervención ya no es un desagradable episodio pasajero o un exceso puntual en un momento de tensión; se está convirtiendo en práctica habitual y parte del ritual asociado a las movilizaciones sociales. No se trata sólo de ejemplos que causan estupor y rabia, como la actuación policial el 25 de septiembre en la Estación ferroviaria de Atocha (imborrable el grito ¡vergüenza! de uno de los viajeros indignados mientras protegía a otro) o la agresión a un joven de 13 años –y a los que protestaron- por mossos d´esquadra en Tarragona el 14 de noviembre. El desafuero de agentes llamados a contener situaciones de riesgo, pero que en no pocas ocasion las agravan o directamente las desencadenan es casi cotidiano cuando se produce una manifestación de cierta envergadura. Correríamos el riesgo de acostumbrarnos si no fuese porque cada atropello que presenciamos enciende nuestra conciencia de ciudadanos reacios a transigir con abusos intolerables.
Nadie duda de la dificultad de las situaciones a las que se enfrentan estos agentes y pocos cuestionarán que el interés público puede exigir en determinados escenarios medidas de contención que comporten el uso proporcional de la fuerza. Pero estamos cada vez más lejos de un estándar razonable y, por ello, procede preguntarse por el tipo de formación, de órdenes y de estrategias de respuesta bajo las que se forma y se dirige a estas unidades especializadas. Porque junto a la proliferación de la brutalidad ha florecido su abierta justificación, incluso desde las propias instituciones. Unida a la ausencia de medidas disciplinarias frente a las malas prácticas, alimenta el cóctel perfecto en el que germina la impunidad y comienza una escalada de incierto final.
Si a esto se suma la pretensión del Gobierno de criminalizar la resistencia pasiva, impedir las grabaciones y fotografías a los agentes -que es lo que hasta ahora nos está permitiendo conocer la magnitud del problema- y tratar de situar en la esfera de la marginalidad a quien pretenda hablar con claridad de la creciente violencia policial a la que nos enfrentamos, se adivina que el camino que estamos recorriendo con rapidez lleva de regreso a épocas en las que el uso arbitrario de la fuerza, los tratos crueles, inhumanos y degradantes y el abuso de autoridad eran moneda corriente de cambio.
Amnistía Internacional o Human Rights Watch, entre otras organizaciones sociales prestigiosas, están dando la voz de alarma, tratando de que tanto la sociedad española que lo sufre como la propia comunidad internacional que lo contempla con preocupación ejerzan la presión necesaria para detener esta espiral. Lo que está en juego no es sólo (lo que ya sería bastante motivo para la advertencia) que a un manifestante lo dejen henchido de ira –por la humillación, sobre todo- y con un toletazo de regalo por cruzarse en medio. Estamos ya en otra dimensión, no precisamente halagüeña, donde la degradación de la convivencia y el pisoteo de la dignidad colectiva comienzan a ser parte de nuestra vida cotidiana. Un país en el que, si no lo evitamos, cada día será más difícil reconocerse.
 
Publicado en Fusión Asturias, diciembre de 2012.

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JUSTICIA A LA DERIVA

En apenas un año de gestión hemos podido constatar el modelo de sistema judicial que propugna el Partido Popular y comenzamos a padecer sus consecuencias. El mérito que le asiste es, a su vez, haber puesto de acuerdo prácticamente a todos los operadores jurídicos y a las diferentes asociaciones, colegios profesionales y corrientes en que se agrupan. Pero, como dice el verso de Borges, no une el amor sino el espanto; en este caso, la pesadilla de ver a la Administración de Justicia y al Poder Judicial sometidos a un marco regulador que devalúa su papel constitucional, que impide solucionar pacíficamente las controversias propias de una sociedad compleja y que erosiona su capacidad de control de las decisiones de los poderes públicos.
Tres son las características que, a la luz de las decisiones adoptadas, definen el modelo de justicia del PP. En primer lugar, es un modelo punitivo, sostenido casi exclusivamente en el endurecimiento de las obligaciones y sanciones impuestas a los particulares. En materia de política criminal, impulsando el populismo correctivo, primando la función retributiva del Derecho Penal, supeditando cualquier perspectiva de prevención del delito y de reinserción al deseo prioritario de castigar y trayendo al Código, con la reforma en curso, figuras ajenas a nuestra tradición jurídica democrática, como la cadena perpetua –aunque se le tilde de revisable, es lo que es- o la custodia de seguridad. En materia tributaria y administrativa, estableciendo nuevos gravámenes no precisamente equitativos, extendiendo las facultades sancionadoras a despecho de las necesarias garantías, situando al sujeto pasivo como sospechoso habitual a ojos del poder público y horadando las garantías en el procedimiento administrativo, a la par que, con el deterioro en el funcionamiento de la propia Administración –consecuencia inmediata de los recortes-, aumentan los supuestos de vulneración de derechos de los sometidos a su actuación.
En segundo lugar, es un modelo retrógrado, que pretende retornar a principios de democracia orgánica y corporativismo en la organización y gobierno del poder judicial, de forma ajena al resto de poderes del Estado; y que, además, no contenta ni siquiera a los propios jueces primeramente concernidos. Es significativo que, en lugar de analizar los seculares problemas que aquejan al Consejo General del Poder Judicial, lo que se propone es reducir significativamente el papel de este órgano de gobierno, restándole efectividad, con la demagogia por bandera –con la inestimable ayuda del asunto Dívar- al pretender que sus vocales se encarguen de sus funciones poco menos que en sus horas libres.
Y en tercer lugar el modelo de justicia hacia el que avanza el PP es el de una justicia elitista, alejada de cualquier criterio de servicio público. A los malos precedentes de restricciones en el acceso a los recursos adoptadas en las sucesivas reformas de las leyes procesales, se une ahora la Ley 10/2012, de tasas en el ámbito de la Administración de Justicia, que restringe la puerta de entrada al Palacio de Justicia en función del tamaño de la cartera del justiciable, que desincentivará la defensa de los derechos por los particulares ante cualquier conflicto, que animará la privatización de la resolución de controversias de una forma menos eficaz o menos ecuánime y que generará una amplia sensación de frustración y desamparo en quien, ante lo que considere un abuso o una vulneración de sus derechos encontrará fuertes dificultades económicas –las que más duelen en estos momentos- para obtener reparación. Si a esto se suma la precariedad generalizada de medios en el sistema, los recortes de personal al servicio de la Administración de Justicia o la menor tasa de jueces por habitante respecto al resto de países de la UE, el escenario de indefensión práctica es sencillamente aterrador.
El Estado de Derecho, en la definición clásica, es la suma del imperio de la ley –y no del poderoso o del gobernante- y de la revisión judicial, tanto de las decisiones del poder público como de las conductas de los particulares cuando afectan a un tercero. Si invocar el Derecho eficazmente será estricta cuestión de capacidad económica y el poder judicial encontrará dificultades notables para ejercer su función, ya sabemos cómo no podremos calificar a nuestro sistema de ahora en adelante.
 
Publicado en Fusión Asturias, enero de 2013.

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