Blog de artículos publicados en medios de comunicación.

10.2.07

COMUNIONES POR LO CIVIL

Me cuentan que hace no muchos años, en una parroquia de Oviedo más de un niño celebró su comunión por lo civil, según la expresión acuñada por los padres. Se trataba de convertir la celebración de este sacramento católico en una necesaria representación para satisfacer piadosamente a familiares (generalmente abuelos) deseosos de que el niño querido protagonizara ese rito de paso ante sus ojos. En estos casos los padres no tenían mayor intención de educar al crío en los dogmas católicos, ni obligar al hijo a las correspondientes sesiones de catequesis en las que aprendería a recitar el credo, el padrenuestro o la salve. De modo que la solución era tirar por la calle del medio y acudir a una suerte de redención por metálico: previo pago de la correspondiente aportación extraordinaria a la parroquia, el niño, –sujeto pasivo de la comedia- se incorporaba a la lista de elegidos para el sacramento. En ocasiones, seguramente para remediar la mala conciencia del párroco o por pura apariencia, mediaba un singular examen que venía a ser algo así como un control de memoria en materia sagrada, y que consistía en que el aspirante a comulgante repitiese una o dos oraciones elementales. En un caso de estos cuyos detalles han llegado a mis oídos el pago consistió en 5.000 ptas. de las de mediados de los 80 y una sábana para cubrir los bancos de iglesia. Cosas de la apostólica y romana.
Al igual que en aquella “comunión por lo civil”, no pocos sacramentos de la fe católica han pasado a ser ceremoniales de encuentro familiar vacíos de contenido religioso, con la evidente connivencia de los oficiantes. No me digan ustedes que no conocen, por ejemplo, a decenas de novios y novias que se han casado por la Iglesia porque queda más bonito –dicen ellos- o para dar gusto a la familia, con escasa o nula motivación religiosa. No es una denuncia moral –poco me importan esas decisiones estrictamente personales-; es una evidencia constatable: la celebración de bautizos, comuniones y matrimonios ha convertido a la Iglesia Católica, en buena medida, en una agencia de eventos sociales que, además, pierde clientela a marchas forzadas. La democracia les ha traído una competencia irresistible, de la mano de la acofensionalidad del Estado y del laicismo creciente. Las bodas civiles tienen larga tradición –en la noche de los tiempos estaban antes que el enlace católico- y ganan terreno; existen incipientes experiencias de ceremonias de bienvenida a la comunidad sustitutivas del bautizo; y el día menos pensado se inventará algún rito institucionalizado de abandono de la infancia que comerá espacio a la primera comunión. En definitiva, la gente se hace, por fortuna, menos hipócrita; algunos, además, dan la espalda a las consignas morales más anticuadas de la Iglesia o rechazan el alineamiento de su jerarquía con los sectores políticos más conservadores. Con el ceremonial sustitutivo civil, además, se ahorran en muchos casos el impuesto revolucionario del párroco de turno.
Hace unas semanas, concretamente el domingo 24 de diciembre del año pasado, el arzobispo de Oviedo, en un gesto loable, quiso sustituir al cura de varias parroquias de Onís que había fallecido recientemente. De las diferentes parroquias que visitó sólo en una (San Antonio de Robellada) pudo oficiar misa, para una sola feligresa. Se manifestaron dos realidades en un solo acto: el despoblamiento del mundo rural asturiano –en riesgo de convertirse en un desierto verde-, y la desafección creciente de la ciudadanía hacia la Iglesia Católica. De esta segunda conclusión la Iglesia Católica ya es consciente, pero su propia inercia, y el ritmo de los tiempos, hace casi imposible una reacción; su feligresía mengua en progresión geométrica al tiempo que, paradójicamente, crece su pretensión de influir en la toma de decisiones y en el texto de las leyes del Estado.
Quizás la Iglesia Católica deba empezar a cuestionarse algunas de sus pretensiones, empezando por su fracasado intento de monopolizar el enjuiciamiento y orientación de la moralidad individual y colectiva. Las verdades de la Iglesia Católica hace mucho que ya no son verdades absolutas e irrebatibles para la mayoría de la población, ni siquiera para una gran parte de los que continúan autodefiniéndose como católicos al ser encuestados. Y, por supuesto, contrariamente a la consigna de todos los ministros de las diferentes confesiones religiosas –la católica y cualquiera de las otras- no todo lo que está al margen de la fe religiosa es relativismo, ausencia de valores y vacuidad espiritual.

Publicado en Fusión Asturias, febrero de 2007.

EUROPA

La mayor parte de los ciudadanos europeos, de sus gobiernos estatales y de los partidos políticos mayoritarios de los Estados del viejo continente, saben que si la construcción de la Unión Europea no recibe en los próximos años un impulso definitivo que supere la situación actual, el proyecto comunitario entrará en una profunda crisis que puede echar por tierra parte del camino recorrido, exitoso en términos generales. Pese a este convencimiento colectivo, parece latir una suerte de pulsión de muerte en el corazón de la identidad de Europa, tan propensa a dejar pasar oportunidades o a sufrir vértigo cuando analiza las enormes expectativas que ofrecería en el concierto internacional una UE con mayor vigor político. Seguramente los siglos de confrontaciones, y en particular la pasada centuria, marcada en Europa por las guerras mundiales y el telón de acero, no pueden superarse de la noche a la mañana, incluso aunque Francia y Alemania estén en el motor de la unificación europea. También habrá que preguntarse a quién beneficia el estancamiento de la construcción europea, y por qué algunos prefieren parapetarse en los resortes propios del poder nacional –cada vez más inservible- antes que salir al encuentro del vecino para pactar reglas comunes que beneficien al conjunto.
La preocupante tendencia a la indecisión de Europa a la hora de afrontar su futuro en momentos decisivos ha aflorado plenamente con la entrada en vía muerta de la Constitución Europea. Es cierto que el citado texto no tenía carácter constituyente en sentido estricto, empezando por el hecho de que no existía un poder constituyente emanado directamente del conjunto de los ciudadanos de la UE. También es cierto que la Constitución Europea era en buena medida poco más que una refundición y simplificación de tratados. Pero la Constitución Europea también permitía profundizar en la integración, perfeccionar los mecanismos de toma de decisiones para hacer a la UE gobernable, e incluía elementos propios de todo texto constitucional, como la incorporación de la Carta de los Derechos Fundamentales de los Ciudadanos de la UE, con pleno valor jurídico vinculante.
Al debatir la Constitución Europea, además, se presentaron con toda su crudeza algunos debates esenciales sobre el futuro de la UE en la globalización. ¿Qué papel habrán de jugar los ciudadanos y las regiones en una UE dominada por las relaciones interestatales? ¿Cuáles son los límites de la ampliación comunitaria? ¿Es sostenible el modelo social europeo? ¿Puede la UE tener peso en las relaciones internacionales sin una política de defensa? ¿Es admisible éticamente que la UE siga promocionando el libre cambio global y al mismo tiempo asfixie la agricultura de terceros países mediante las subvenciones de la Política Agraria Común a los campesinos y ganaderos europeos? El caso del referéndum francés es, como en muchas otras cosas, paradigmático, por cuanto todas estas preguntas estuvieron sobre la mesa, y por cuanto fue la segunda vez que su negativa ha frenado una mayor integración política en la UE; recordemos que fue el rechazo de la Asamblea Nacional francesa lo que dio al traste con la Comunidad Europea de Defensa en 1954. Una parte de los electores franceses votaron contra la Constitución Europea celosos de la pérdida de soberanía; otros con la intención de frenar nuevas ampliaciones (como la integración de Turquía); un grupo bien diferente oponiéndose a la pérdida de influencia del Estado en la economía y a la ruptura de los monopolios empresariales públicos que contradicen –en definitiva- los principios básicos del modelo económico comunitario; y, por qué no decirlo, otros muchos votaron en contra infundidos de una actitud caracterizada por el inmovilismo y la reticencia a los cambios. Confluyeron en la negativa lepenistas, conservadores herederos del nacionalismo neogaullista más puro, trotskistas –que en Francia sí pintan algo-, antiglobalizadores e incluso parte de la izquierda parlamentaria, con el ex primer ministro socialista Laurent Fabius a la cabeza. Ninguno de estos grupos o tendencias se tragan el uno al otro, y serían incapaces de articular una alternativa mínimamente viable, pero sí estuvieron de acuerdo en la negativa a la Constitución Europea, que siempre resulta una opción más sencilla.
El caso es que el rechazo a la Constitución Europea por el cuerpo electoral en Francia y Holanda, con porcentajes de participación aceptables (69 y 63%, respectivamente), ha dejado este texto como un ejercicio intelectual bienintencionado al que posiblemente haya que renunciar o que, cuanto menos, deberá ser sustancialmente modificado para tener algún futuro político. El problema es que desde entonces los dirigentes de los Estados miembro de la UE juegan al despiste, y buena parte de los eurócratas pretenden pasar de puntillas desoyendo el varapalo que la negativa francesa y holandesa ha supuesto. Actuar como si no pasase nada cuando la parálisis de la integración comunitaria es una realidad, se convierte en una conducta tan irresponsable como patética. Insistir en mantener el proyecto de Constitución Europea en la redacción inicialmente propuesta no conduce a nada.
El divorcio, o, en el mejor de los casos, la distancia entre las instituciones comunitarias y los ciudadanos parece insalvable con este estado de cosas, y la crisis de la Constitución Europea lo demuestra. A pesar de haber sido redactada mediante un proceso pretendidamente participativo, con innumerables campañas de recogida de opiniones y foros de discusión, y de haber sido aprobada por una Convención que incluía a representantes de gobiernos y parlamentos de los Estados y de la propia UE, a la hora de ofrecer el resultado a la ciudadanía sus artífices se toparon con indiferencia, desinterés o incluso rechazo. Si no se forja antes una conciencia comunitaria más sólida y se consolida una sociedad civil en red de ámbito europeo, se repetirá el fracaso de buenos intentos como la Constitución Europea. Si las regiones que tienen capacidad de autogobierno en el marco de los estados descentralizados siguen siendo comparsas sin posibilidad práctica de incidir en las políticas comunitarias, seguiremos dejando fuera de juego a una pieza fundamental del puzzle de la integración europea. Si el Parlamento Europeo sigue representando un papel secundario y la Comisión Europea no se convierte en un verdadero gobierno de la UE, sin tener que estar supeditada permanentemente a los Estados y al Consejo Europeo, el déficit democrático del entramado institucional comunitario seguirá generando desconfianza entre los ciudadanos. Si son los Estados –los gobiernos estatales, por lo tanto- quienes siguen cortando gran parte del bacalao, a la hora de la verdad, en las decisiones principales de la UE, se seguirán observando las cumbres comunitarias como reuniones burocráticas, vacías y cansinas por habituales. Si los gobernantes europeos prefieren repartirse cuotas de influencia antes que coliderar una nueva fase del desarrollo de la UE, seguiremos lejos de la afirmación –más bien deseo- que Jean Monnet, entusiasta del sueño federal europeo y primer presidente de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, expresó en 1952 al describir los primeros pasos de la integración europea: “no coaligamos Estados, sino que unimos hombres”. Urge, por lo tanto, relanzar un europeísmo militante que ponga el acento en la construcción democrática de la UE y en la participación activa de los ciudadanos en este apasionante y necesario proceso.

Versión en castellano. Publicado en Les Noticies el 9 de febrero de 2007.

EUROPA

La mayor parte de los ciudadanos europeos, de los sos gobiernos estatales y de los partíos políticos mayoritarios de los Estaos del vieyu continente, saben que si la construcción de la Unión Europea nun recibe nos próximos años un emburrión definitivu que supere la situación actual, el proyectu comunitariu va entrar nuna fonda crisis que puede facer esbarrumbar parte del camín andáu, exitosu en términos xenerales. Pesie a esti convencimientu colectivu, parez llatir una triba de pulsión de muerte nel corazón de la identidá d’Europa, tan propensa a dexar pasar oportunidaes o a sufrir vértigu en cuantes analiza les enormes expectatives que diba ufiertar nel conciertu internacional una UE con mayor vigor políticu. De xuru que los sieglos de confrontaciones, y en particular la centuria pasada, marcada n’Europa poles guerres mundiales y el telón d’aceru, nun pueden superase de la nueche a la mañana, incluso anque Francia y Alemaña tean nel motor de la unificación europea. Tamién va haber que preguntase a quién beneficia l’allancamientu de la construcción europea, y por qué dalgunos prefieren agospiar nos resortes propios del poder nacional –cada vez más insirvible– primero de salir al alcuentru del vecín pa pactar regles comunes que beneficien al conxuntu.
La preocupante tendencia a la indecisión d’Europa a la hora d’encariar el so futuru en momentos decisivos españó a les clares cola entrada en vía muerta de la Constitución europea. Ye verdá que’l mentáu textu nun tenía carácter constituyente nel sentíu estrictu, principiando pol fechu de que nun existía un poder constituyente que surdiera directamente del conxuntu de los ciudadanos de la UE. Tamién ye verdá que la Constitución europea yera en bona midida poco más qu’una refundición y simplificación de trataos. Pero la Constitución europea tamién permitía afondar na integración, perfeccionar los preseos de toma de decisiones pa facer a la UE gobernable, y incluía elementos propios de tou textu constitucional, como la incorporación de la Carta de los Derechos Fundamentales de los Ciudadanos de la UE, con plenu valor xurídicu vinculante.
Al debatir la Constitución Europea, amás, presentáronse con tola so crudeza dalgunos debates esenciales sobre’l futuru de la UE na globalización. ¿Qué papel van xugar los ciudadanos y les rexones nuna UE dominada poles relaciones interestatales? ¿Cuálos son los límites de l’ampliación comunitaria? ¿Ye sostenible’l modelu social européu? ¿Puede la UE tener pesu nes relaciones internacionales sin una política de defensa? ¿Ye almisible éticamente que la UE siga promocionando’l llibre cambiu global y al tiempu asfixe l’agricultura de terceros países pente les subvenciones de la Política Agraria Común a los campesinos y ganaderos europeos? El casu del referéndum francés ye, como en munches otres coses, paradigmáticu por cuanto toes estes preguntes tuvieron sobre la mesa, y por cuanto foi la segunda vez que la so negativa frenó una mayor integración política na UE; hai que recordar que foi’l refugu de l’Asamblea Nacional francesa lo que torgó la Comunidá Europea de Defensa en 1954. Una parte de los electores franceses votaron contra la Constitución Europea celosos de la perda de soberanía; otros cola intención de frenar ampliaciones nueves (como la integración de Turquía); un grupu bien diferente oponiéndose a la perda d’influencia del Estáu na economía y a la ruptura de los monopolios empresariales públicos que contradicen –a la fin– los principios básicos del modelu económicu comunitariu; y, por qué non dicilo, otros munchos votaron a la contra infundíos d’una actitú caracterizada pol inmovilismu y la rocea a los cambios. Axuntáronse na negativa lepenistes, conservadores heriedes del nacionalismu neogaullista más puru, trotskistes –qu’en Francia sí pinten daqué–, antiglobalizadores y incluso parte de la esquierda parlamentaria, col ex primer ministru socialista Laurent Fabius a la cabeza. Nengún d’estos grupos o tendencies se pueden ver l’ún al otru, y nun diben ser quien a articular una alternativa mínimamente viable, pero sí tuvieron d’alcuerdu na negativa a la Constitución europea, que siempre resulta una opción muncho más cenciella.
El casu ye que’l refugu a la Constitución Europea pol cuerpu electoral en Francia y Holanda, con porcentaxes de participación aceptables (69 y 63%, respectivamente) dexó esti textu como un exerciciu intelectual bienintencionáu al que posiblemente haya qu’arrenunciar o que, polo menos, habrá ser sustancialmente modificáu pa tener dalgún futuru políticu. El problema ye que dende aquella los dirixentes de los Estaos miembros de la UE xueguen al despiste, y bona parte de los eurócrates pretenden pasar de puntilles ensin escuchar el sapiazu que la negativa francesa y holandesa supunxo. Actuar como si nun pasare nada cuando la parálisis de la integración comunitaria ye una realidá, conviértese nuna conducta tan irresponsable como patética. Aneciar en mantener el proyectu de Constitución Europea na redacción propuesta de mano nun lleva a nengún sitiu. El divorciu, o nel meyor de los casos, la distancia ente les instituciones comunitaries y los ciudadanos parez insalvable con esti estáu de coses, y la crisis de la Constitución Europea demuéstralo. Pese a que foi redactada pente un procesu pretendidamente participativu, con milenta campañes de recoyida d’opiniones y foros de discusión, y de que foi aprobada por una Convención qu’incluía representantes de gobiernos y parlamentos de los Estaos y de la propia UE, a la hora d’ufiertar el resultáu a la ciudadanía los sos artífices topáronse con indiferencia, desinterés o incluso refugu. Si nun se consolida primero una concencia comunitaria más sólida y se consolida una sociedá civil en rede d’ámbitu européu, va repetise’l fracasu de bonos intentos como la Constitución Europea. Si les rexones que tienen capacidá d’autogobiernu nel marcu de los estaos descentralizaos siguen siendo comparses ensin posibilidá práctica d’incidir nes polítiques comunitaries, vamos sigur dexando fuera de xuegu a una pieza fundamental del puzle de la integración europea. Si el Parlamentu Européu sigue representando un papel secundariu y la Comisión Europea nun se convierte nun verdaderu gobiernu de la UE, ensin tener que tar supeditada de contino a los Estaos y al Conseyu Européu, el déficit democráticu del entramáu institucional comunitariu va siguir xenerando desconfianza ente los ciudadanos. Si son los Estaos –los gobiernos estatales polo tanto– quien sigue cortando bona parte del bacalao, a la hora de la verdá, nes decisiones principales de la UE, van siguir calteniéndose les cimeres comunitaries como conceyos burocráticos, vacios y cansinos por habituales. Si los gobiernantes europeos quieren más repartise cuotes d’influencia enantes que coliderar una fase nueva del desarrollu de la UE, vamos siguir lloñe de l’afirmación –más bien deséu– de Jean Monnet, entusiasta del suañu federal européu y primer presidente de la Comunidá Europea del Carbón y del Aceru, expresó en 1952 al describir los primeros pasos de la integración europea: «Nun coalligamos Estaos, sinón que xuntamos homes». Urxe entóncenes rellanzar un europeísmu militante que ponga l’acentu na construcción democrática de la UE y na participación activa de los ciudadanos nesti apasionante y necesariu procesu.
Espublizao en Les Noticies el 9 de febreru de 2007.

4.2.07

ESPA?A

Munchos ciudadanos quéxense –y nun-yos falta parte de razón– del recurrente debate públicu alredol de l’articulación territorial del Estáu y el so correlatu trescendente, que vien a ser la concepción d’Espa?a, la so trayectoria y les sos perspectives como Estáu. Ciertamente en non poques ocasiones resulta cansina la controversia repetida sobre la cohesión territorial, la convivencia de visiones contrapuestes sobre la condición uninacional o plurinacional d’Espa?a, y la compatibilidá de tendencies centrípetes y centrífuges que tensionen la nuestra realidá política. El debate tien un aquel de bizantín y un coste d’oportunidá abondo altu: cuanto más falamos del «ser d’Espa?a» menos analizamos asuntos d’a diario de l’axenda política, como la xusticia social, les desigualdaes que tovía llastren en bona mdida a la nuestra sociedá, el fenómenu inmigratoriu, el creciente riesgu d’atascu mediomabiental, etc. Amás, la discusión que protagonicen davezu los líderes políticos o d’opinión en bona midida afítase en planteamientos inflexibles y patrones abondo arcaicos, nuna dómina na que conceptos como nación y soberanía merecen una revisión y na que, amás, cualquier colectivu que s’afirme como tala nación va alcontrar poques soluciones en tal determinación –por sí sola– pa responder a les esmoliciones que trai’l procesu de globalización.
Con too y con eso, fecha l’anterior previsión, sí convién reflexonar con procuru sobre’l debate territorial espa?ol, lo que dalgunos clásicos llamaríen «la cuestión nacional», yá que, a la fin, Asturies xuégase muncho nun conciertu autonómicu qu’últimamente parez tar dalgo revueltu.
A lo llargo de décades –sieglos diría más d’ún– la noción d’Espa?a que se manexó y s’impunxo pela parte de los poderes públicos tuvo rasgos de difícil asimilación o almisión, o incluso inaceptable, pa munches de les persones comprendíes na sociedá espa?ola. Sacante honroses excepciones agospiaes pola experiencia republicana de 1931-1936 y, en menor midida, por otros nicios descentralizadores d’impactu perleve, con carácter previu al surdimientu de les Comunidaes Autónomes a raíz de la Constitución de 1978 la configuración del Estáu nel sieglu pasáu definióse pol so carácter unitariu, centralista y monolíticu. A esti modelu territorial xuntóse-y l’asunción pol franquismu d’un nacionalismu espa?ol esprecetáu como distintivu, cuasi únicu, del so ideariu. L’asfixante extremismu espa?olista de la dictadura, con táctiques asemeyaes a les de tantos otros sistemes autoritarios que nel mundu foron, supunxo la patrimonialización de símbolos pretendidamente comunes polos sostenedores del réxime y la distorsión de conceptos elementales como’l patriotismu. D’esi planteamientu sigue siendo tributaria bona parte de la derecha espa?ola, que se llevanta como guardiana de les esencies patries y a la primera de cambiu amuésase incapaz d’asumir que ye imprescindible dar el reconocimientu suficiente a la diversidá d’Espa?a y, en consecuencia, conxugar col interés común les aspiraciones d’autogobiernu de los territorios y colectividaes que la integren. Mentes una parte del Partíu Popular tenga verdaderes dificultaes pa dexar de mirar con se?aldá’l pasáu centralista y les enso?aciones imperiales del espa?olismu, les tensiones polítiques derivaes d’esta fase nueva del procesu autonómicu van danos más d’un quebraderu de cabeza. El problema políticu de la derecha espa?ola reside en que’l so fundamentu ideolóxicu sofítase cuasi exclusivamente nel nacionalismu espa?ol y los postulaos morales más anticuaos del catolicismu y por eso-yos resulta tan difícil flexibilizar el so discursu, anque la sociedá mire pa otru llau al consideralos cada vez más antilliberales y más allo?aos d’una mínima moderación. Por si fuera poco, l’aparición o radicalización de movimientos sociales que coqueteen col ultraderechismu puru y duru, afalaos por dellos medios de comunicación abonaos a la crispación, fain tovía más difícil que’l PP se convierta nun partíu políticu homologable al centru-derecha européu. Si nun se-y echa la galga a esta trayectoria, el PP nun va tardar muncho n’escomencipiar a cuestionar abiertamente l’Estáu Autonómicu, planteando una marcha atrás nel procesu de descentralización política y alministrativa en cursu.
Por suerte, la mayor parte de la sociedá manexa un conceptu diferente d’Espa?a y observa con optimismu munchos de los llogros del Estáu Autonómicu. Na mayor parte de los casos, l’asunción pela parte de les Comunidaes Autónomes de les competencies sobre los asuntos qu’afecten a la vida diaria de los ciudadanos, tuvo como consecuencia una meyora notable de los servicios públicos, una tresperencia mayor na xestión y un mayor control democráticu a los responsables de la toma de decisiones. L’autogobiernu xustifícase, dende’l puntu de vista prácticu, pola mayor eficacia que comporta na actuación de les alministraciones públiques. Y, dende’l puntu de vista políticu, l’autogobiernu lexitímase porque permite una mayor cercanía ente representantes y representaos, incentiva a la participación ciudadana nos asuntos públicos y contribúi a que toa colectividá que se defina por unos rasgos comunes pueda atopar un calce p’articular y expresar los sos proyectos conxuntos. La trayetoria del Estáu de les Autonomíes, el reforzamientu de la capacidá de decisión de los diferentes pueblos, y los preseos de gobiernu que foron perfeccionando les Comunidaes Autónomes tienen muncho que ver, amás, col enorme progresu económicu y social experimentáu por Espa?a dende 1978, cola incorporación de territorios históricamente marxinaos a meyores niveles de desarrollu (por exemplu Extremadura, Galicia, Castiella-La Mancha o Andalucía) y cola superación d’etapes de crisis d’otros territorios (por exemplu Asturies o Euskadi).
L’éxitu del modelu autonómicu tuvo nel so dinamismu y carácter abiertu una de les sos claves. La Constitución de 1978 parte d’un criteriu elemental, el llamáu principiu dispositivu, que permitió –y impulsó– que sía cada Comunidá Autónoma la que vaya marcando aspiraciones nueves nes sos cotes d’autogobiernu y desarrollu institucional, dientro del marcu y los límites establecíos pola Carta Magna. Una vez asentáu’l mapa autonómicu, y cola madurez algamada pol sistema, el principiu dispositivu cobró mayor vixencia que nunca, produciéndose nos últimos a?os un procesu de reformes estatutaries nel que cada Comunidá decide o non si plantea la modificación del so Estatutu y en qué términos, respetando en tou casu les disposiciones de la Constitución. Descartada la posibilidá de reeditar pactos estatales que signifiquen reformes simultánees y asemeyaes de los sos estatutos d’autonomía, agora ye cada Comunidá quien ha tomar les sos propies decisiones, reflexonando sobre les sos pretensiones como tal.
Por eso garra plenu sentíu’l procesu de reformes estatutaries abiertu nos últimos a?os, que va a dar nun modelu teritorial nuevu con signos federales más remarcaos. Ello nun quita recordar que l’Estáu central ha siguir xugando un papel importante pa evitar desequilibrios y desigualdaes territoriales, y pa que’l sistema mantenga una cierta coherencia qu’igüe toa complicación derivada de la multiplicidá d’ordenamientos xurídicos autonómicos y de l’actuación dispar de los diferentes gobiernos de les Comunidaes Autónomes col Estáu –y una confianza básica del conxuntu na acción de caún de los sos componentes– del Estáu coles Comunidaes Autónomes.
La etapa nueva del Estáu de les Autonomíes, netamente federalizante, esixe, polo tanto, adecuar y actualizar la noción d’Espa?a y de la organización estatal que manexamos. O entendemos que la pluralidá d’Espa?a —que como tal s’acepta comúnmente– ha tener un reflexu claru nel so entramáu institucional y nos procedimintos pa la toma de decisiones, o vamos xenerar la frustración que produz la inadecuación de los discursos a la realidá. Nesti llabor y nesti contextu, resulta inaplazable la reforma del Estatutu d’Autonomía d’Asturies, l’afondamientu nel nuestru autogobiernu, y el desarrollu y perfeccionamietu democráticu de les nuestres instituciones.
Espublizao en Les Noticies el 2 de febreru de 2007.

ESPA?A

Muchos ciudadanos se quejan –y no les falta parte de razón- del recurrente debate público en torno a la articulación territorial del Estado y su correlato trascendente, que viene a ser la concepción de Espa?a, su trayectoria y sus perspectivas como Estado. Ciertamente, en no pocas ocasiones resulta cansina la repetida controversia sobre la cohesión territorial, la convivencia de visiones contrapuestas sobre la condición uninacional o plurinacional de Espa?a, y la compatibilidad de tendencias centrípetas y centrífugas que tensionan nuestra realidad política. El debate tiene algo de bizantino y un coste de oportunidad bastante elevado: cuanto más hablamos del “ser de Espa?a” menos analizamos asuntos cotidianos de la agenda política, como la justicia social, las desigualdades que aún lastran en buena medida a nuestra sociedad, el fenómeno inmigratorio, el creciente riesgo de colapso medioambiental, etc. Además la discusión que habitualmente protagonizan los líderes políticos o de opinión en buena medida se basa en planteamientos inflexibles y patrones bastante arcaicos, en una era en la que conceptos como nación y soberanía merecen una revisión y en la que, además, cualquier colectivo que se afirme como tal nación encontrará pocas soluciones en tal determinación –por sí sola- para responder a las inquietudes que trae el proceso de globalización.
No obstante, hecha la anterior previsión, si conviene reflexionar con cierto detenimiento sobre el debate territorial espa?ol, lo que algunos clásicos denominarían “la cuestión nacional”, ya que, a fin de cuentas, Asturias se juega mucho en un concierto autonómico que últimamente parece estar algo agitado.
Durante décadas –siglos diría más de uno- la noción de Espa?a que se ha manejado e impuesto por parte de los poderes públicos ha tenido rasgos cuya asimilación o admisión se hace particularmente difícil o incluso inaceptable para muchas de las personas comprendidas en la sociedad espa?ola. Salvo las honrosas excepciones auspiciadas por la experiencia republicana de 1931-1936, y, en menor medida por otros conatos descentralizadores de levísimo impacto, con carácter previo al surgimiento de las Comunidades Autónomas a raíz de la Constitución de 1978 la configuración del Estado durante el siglo pasado se definió por su carácter unitario, centralista y monolítico. A este modelo territorial se unió la asunción por el franquismo de un exacerbado nacionalismo espa?ol como distintivo, casi único, de su ideario. El asfixiante extremismo espa?olista de la dictadura, con tácticas similares a las de tantos otros sistemas autoritarios que en el mundo han sido, supuso la patrimonialización de símbolos pretendidamente comunes por los sostenedores del régimen y la distorsión de conceptos elementales como el patriotismo. De ese planteamiento sigue siendo tributaria buena parte de la derecha espa?ola, que se erige en guardiana de las esencias patrias y a la mínima de cambio se muestra incapaz de asumir que es imprescindible prestar el reconocimiento suficiente a la diversidad de Espa?a y, en consecuencia, conjugar con el interés común las aspiraciones de autogobierno de los territorios y colectividades que la integran. Mientras una parte del Partido Popular tenga verdaderas dificultades para dejar de a?orar el pasado centralista y las enso?aciones imperiales del espa?olismo, las tensiones políticas derivadas de esta nueva fase del proceso autonómico nos darán más de un quebradero de cabeza. El problema político de la derecha espa?ola reside en que su fundamento ideológico se basa casi exclusivamente en el nacionalismo espa?ol y los postulados morales más anticuados del catolicismo, por eso les resulta tan difícil flexibilizar su discurso aunque la sociedad les de la espalda al considerarlos cada vez más antiliberales y más alejados de una mínima moderación. Por si fuera poco, la aparición o radicalización de movimientos sociales que flirtean con el ultraderechismo puro y duro, alentados por algunos medios de comunicación abonados a la crispación, hacen todavía más difícil que el PP se convierta en un partido político homologable al centro-derecha europeo. Si no se pone freno a esta trayectoria, el PP no tardará mucho en comenzar a cuestionar abiertamente el Estado Autonómico, planteando una marcha atrás en el proceso de descentralización política y administrativa en curso.
Por fortuna, la mayor parte de la sociedad maneja un concepto diferente de Espa?a y observa con optimismo muchos de los logros del Estado Autonómico. En la mayor parte de los casos, la asunción por parte de las Comunidades Autónomas de las competencias sobre aquellos asuntos que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos, ha tenido como consecuencia una mejora notable de los servicios públicos, una mayor transparencia en la gestión y un mayor control democrático a los responsables de la toma de decisiones. El autogobierno se justifica, desde el punto de vista práctico, por la mayor eficacia que comporta en la actuación de las administraciones públicas. Y, desde el punto de vista político, el autogobierno se legitima porque permite una mayor cercanía entre representantes y representados, incentiva la participación ciudadana en los asuntos públicos y contribuye a que toda colectividad que se defina por unos rasgos comunes pueda encontrar un cauce para articular y expresar sus proyectos conjuntos. La trayectoria del Estado de las Autonomías, el reforzamiento de la capacidad de decisión de los diferentes pueblos, y los instrumentos de gobierno que han ido perfeccionando las Comunidades Autónomas tienen mucho que ver, además, con el enorme progreso económico y social experimentado por Espa?a desde 1978, con la incorporación de territorios históricamente marginados a mejores niveles de desarrollo (por ejemplo Extremadura, Galicia, Castilla-La Mancha o Andalucía), y con la superación de etapas de crisis de otros territorios (por ejemplo Asturias o Euskadi).
El éxito del modelo autonómico ha tenido en su dinamismo y carácter abierto una de sus claves. La Constitución de 1978 parte de un criterio elemental, el llamado principio dispositivo, que ha permitido –e impulsado- que sea cada Comunidad Autónoma la que vaya marcándose nuevas aspiraciones en sus cotas de autogobierno y desarrollo institucional, dentro del marco y los límites establecidos por la Carta Magna. Una vez asentado el mapa autonómico, y con la madurez alcanzada por el sistema, el principio dispositivo ha cobrado mayor vigencia que nunca, produciéndose en los últimos a?os un proceso de reformas estatutarias en el que cada Comunidad decide o no si plantea la modificación de su Estatuto y en qué términos, respetando en todo caso las disposiciones de la Constitución. Descartada la posibilidad de reeditar pactos estatales que signifiquen reformas simultáneas y similares de los estatutos de autonomía, ahora es cada Comunidad quien debe tomar sus propias decisiones, reflexionando sobre sus pretensiones como tal.
Por eso cobra pleno sentido el proceso de reformas estatutarias abierto en los últimos a?os, que culminará en nuevo modelo territorial con signos federales más remarcados. Ello no obsta para recordar que el Estado central debe seguir jugando un papel importante para evitar desequilibrios y desigualdades territoriales, y para que el sistema mantenga una cierta coherencia que solvente toda complicación derivada de la multiplicidad de ordenamientos jurídicos autonómicos y de la actuación dispar de los diferentes gobiernos de las Comunidades Autónomas. Descentralizar y apostar por el federalismo exige mayor atención a la complejidad que comporta un modelo de Estado compuesto, y, en términos políticos, requiere una cultura del diálogo, la cooperación institucional y la corrección de los desajustes del desarrollo autonómico para la que no todos los responsables públicos están suficientemente preparados. Así mismo, exige un compromiso de las partes con el todo –las Comunidades Autónomas con el Estado- y una confianza básica del conjunto en la acción de cada uno de sus componentes –del Estado con las Comunidades Autónomas-.
La nueva etapa del Estado de las Autonomías, netamente federalizante, exige, por lo tanto, adecuar y actualizar la noción de Espa?a y de la organización estatal que manejamos. O entendemos que la pluralidad de Espa?a –que como tal se acepta comúnmente- debe tener un reflejo fehaciente en su entramado institucional y en los procedimientos para la toma de decisiones, o generaremos la frustración que produce la inadecuación de los discursos a la realidad. En esta tarea y en este contexto, resulta inaplazable la reforma del Estatuto de Autonomía de Asturias, la profundización en nuestro autogobierno, y el desarrollo y perfeccionamiento democrático de nuestras instituciones.
Versión en castellano. Publicado en Les Noticies el 2 de febrero de 2007.

ASTURIAS

Persiste entre muchos asturianos una visión de la realidad de nuestra Comunidad cargada de escepticismo, heredera de la arraigada desazón que en los a?os 80 y 90 impregnó el ánimo de la ciudadanía, como consecuencia inevitable del embate de la reconversión económica y sus secuelas sociales. Contrasta dicha percepción con el discurso optimista y esperanzado que habitualmente maneja el Gobierno asturiano, criticado –en ocasiones muy duramente- por transmitir un mensaje de superación de la crisis y de apertura de nuevos caminos de progreso para Asturias.
?Qué dicen las cifras? Indican que el bagaje de estos últimos a?os es netamente positivo y que, ciertamente, estamos ya muy lejos de los peores momentos del ajuste económico. El nivel de empleo ha recuperado y sobrepasado los 400.000 ocupados; el ciclo de crecimiento económico continuado supera la década; el incipiente impulso de la iniciativa privada ha suplido el descenso de la actividad de las empresas públicas –otrora dominantes-; y, sobre todo, nuestra estructura económica se ha ajustado a los patrones habituales de nuestro entorno, con un notable desarrollo del sector servicios al tiempo que la actividad industrial sigue manteniendo un papel muy destacado. Sin caer en la autocomplacencia, sí hay espacio para cierta satisfacción. Pocas regiones del mundo padecieron simultáneamente y en tan corto espacio de tiempo una crisis multisectorial tan grave como la asturiana: minería, siderurgia, sector naval, medio rural, sector pesquero, etc. Tras un esfuerzo colectivo ímprobo –sobre todo en el encaje y aguante de las etapas de recesión-, y con el imprescindible apoyo económico del Estado y de los fondos de la Unión Europea, cabe afirmar que la etapa de crisis puede darse por concluida y que, además, Asturias no se ha dejado por el camino sus aspiraciones de cohesión social o defensa de los servicios públicos, sobre todo si en ambas materias nos comparamos con otras Comunidades Autónomas.
Ahora bien, algunas repercusiones de la profunda crisis vivida aún se dejan notar, en lo económico, en lo social y, sobre todo en lo político.
Si todavía predomina un cierto hastío entre una parte importante de la sociedad asturiana, habrá que plantearse, con el detenimiento que ello requiere, las causas que lo motivan. Quizá los asturianos nos hemos acostumbrado a torcer el gesto cuando hablamos de la situación de nuestra tierra. Puede ser que la inercia de los a?os difíciles sólo desaparezca definitivamente cuando nos percatemos de que el trago más amargo, sin duda, ya ha pasado. El ánimo colectivo tendrá otros bríos cuando toda desafección o disconformidad se transforme no en el manido lamento en el que atesoramos una larga experiencia, ni en la permanente imputación de responsabilidades a terceros –incluyendo nuestras propias instituciones de autogobierno-, sino en el compromiso con la colectividad y el convencimiento de que cada uno está llamado a arrimar el hombro.
Hoy por hoy, muchos asturianos siguen sin ser conscientes de que la propia sociedad asturiana, es capaz, en buena medida, de tomar decisiones por sí misma, a través de sus instituciones de autogobierno, que influirán de forma decisiva en nuestro futuro. La sensación de dependencia de otros factores externos sigue siendo muy elevada, y si bien en la era de la globalización nada de lo que ocurra fuera de nuestras fronteras nos es ajeno, a la hora de la verdad de nuestra reafirmación y determinación dependerá si somos sujetos activos o pasivos de los cambios de nuestro tiempo.
En ese proceso juega un papel fundamental la interiorización y plena asunción de lo que representa el autogobierno actual –y futuro- por parte de la sociedad asturiana. El nivel de conocimiento y seguimiento que la sociedad asturiana tiene o realiza respecto al devenir de sus propias instituciones de autogobierno es claramente inferior a lo deseable. Incluso voces muy autorizadas -como por ejemplo el politólogo Óscar Rodríguez Buznego- apuntan que existe en la sociedad asturiana una cierta insuficiencia de capital social o masa crítica capaz de promover una mayor implicación en los asuntos públicos a través de sus expresiones asociativas y de la generación de nuevas corrientes de opinión. En apariencia, resulta más cómoda una posición un tanto victimista anclada en una realidad que ya no es tal, en comparación con el esfuerzo que exige comprometerse en aportar, en positivo, a la construcción de lo que, los más entusiastas de la transformación en curso, denominan nueva Asturias.
Tampoco se puede obviar que muchos protagonistas de la vida política autonómica son en buena medida corresponsables de la insuficiente imbricación entre la sociedad asturiana y sus instituciones de autogobierno. Por un lado, no han contribuido a ello las importantes limitaciones para innovar discursos, el sostenimiento durante a?os de planteamientos un tanto cortoplacistas aferrados a la gestión de la crisis, así como cierta rigidez de la estructura y dirigencia en las élites políticas, sindicales y empresariales de Asturias. Por otro lado, la falta de entusiasmo autonomista –una vez que echó a andar y se consolidó nuestra Comunidad Autónoma como tal-, sólo corregido en parte tras la última reforma del Estatuto, tampoco ha inyectado especiales ánimos a la ciudadanía para acercarse a conocer y participar activamente en el debate público. Finalmente, las repetidas crisis institucionales de Asturias durante la década de los 90 ofrecieron una imagen nada edificante de la actualidad política autonómica: dimisiones de gobiernos, presidentes reprobados o desautorizados por la mayoría parlamentaria que en su momento lo aupó, etapas de paralización legislativa, etc.
Por fortuna, en el momento actual la normalidad institucional se ha recobrado desde hace unos a?os, en paralelo a la profundización del autogobierno de Asturias, pero, tengámoslo en cuenta, esta situación no debería ser la excepción sino la regla. Y la serenidad que permite el desarrollo de la gestión pública y los proyectos del gobierno correspondiente tampoco será suficiente si, como indicaba hace unas semanas el Rector de la Universidad de Oviedo, Juan Vázquez, los buenos resultados de dicha gestión no vienen acompa?ados de la transmisión de confianza a la sociedad en su propias posibilidades, ejerciendo un liderazgo político que en ocasiones se echa en falta.
Asturias, por lo tanto, sigue necesitando un refuerzo en su autoestima, recobrando plena conciencia de sus propias capacidades. Este proceso –que los latinoamericanos llamarían descriptivamente “de empoderamiento”- sólo es plenamente posible, en el ámbito político, con un paralelo acercamiento de representantes y representados. Es hora de plantear seriamente tanto a nivel municipal, como, sobre todo, a nivel autonómico, la necesidad de articular mecanismos más eficientes de participación ciudadana en los debates previos a la toma de decisiones públicas. Es preciso potenciar la transparencia y la dación de cuentas –más allá de lo exigido hasta ahora- como pautas habituales de los diferentes gobiernos locales y autonómicos. Y, sobre todo, resulta oportuno asentar y culminar plenamente el desarrollo de nuestro marco competencial e institucional, al tiempo que se abre –sin nuevos aplazamientos- la reforma del Estatuto. En este proceso, habrá que crecer en competencias cuya gestión está llamada a ser ejercida por la Comunidad Autónoma, y, en especial, habrá que perfeccionar nuestro entramado institucional para hacerlo más eficaz y representativo. Será inaplazable, además, una vez abierto el debate estatutario, alcanzar una regulación consensuada del régimen de la realidad plurilingüística de Asturias, de forma que, sea cuál sea la denominación elegida para designar el estatus de la llingua asturiana y la fala del Navia-Eo o gallego - asturiano, y sean cuales sean los límites, plazos y cautelas que se establezcan al respecto, se asegure como principio básico el pleno respeto a los derechos lingüísticos de todos los asturianos y a la voluntad individual de cada uno de utilizar la lengua que estime oportuno tanto en la esfera privada como en la pública.
La trayectoria recorrida en el periplo autonómico de Asturias, pese a notables altibajos, ha resultado en términos generales muy positiva. Pero las carencias detectadas y la relativa languidez social y política que se aprecia deben llamarnos a la reflexión y, consiguientemente, a la acción. Sólo de esta forma podremos seguir avanzando como Comunidad en un marco de importantes cambios institucionales, económicos y políticos, que no esperarán a que nosotros nos decidamos para desplegar, desde ya mismo, sus efectos.
Versión en castellano. Publicado en Les Noticies el 26 de enero de 2007.