POLÍTICA Y CRISIS
Las encuestas periódicas del Centro deInvestigaciones Sociológicas (CIS) vienen destacando, cada vez de forma más
pronunciada, una grave desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones y,
en particular, hacia todo lo que rodea a la actividad política. El barómetro
del mes de julio de 2012, eleva a un grado superior la desafección entre la ciudadanía
y su representación, y comienza por ello a despertar verdadera preocupación. El
recelo hacia lo que se ha venido a denominar “clase política” es amplio, los
partidos políticos son objeto de general reproche y a los líderes de éstos se
les otorgan valoraciones escandalosamente bajas. Incluso se sitúa a
instituciones, representantes públicos y fuerzas políticas como origen –casi
principal- de las actuales dificultades económicas y de las consecuencias que
padece la población: precariedad, incertidumbre, desempleo e incipiente
depauperación.
Está claro que no se trata de un
cabreo momentáneo de la ciudadanía en relación con su sistema de representación
y las personas que ejercen tal cometido. La corriente es de fondo, tiene raíces
remotas anteriores a la propia crisis y crece con fuerza con la frustración que
acarrean los mensajes de fatalismo y resignación –con vanas invocaciones al
sacrificio- que provienen de los poderes públicos frente a los aprietos
actuales. Cuando se insiste machaconamente en la inevitabilidad de las medidas
dolorosas y la falta de alternativas, la secuencia lógica lleva al receptor del
mensaje a pensar en la inutilidad de un sistema de toma de decisiones que
parece condenado a seguir dictados predeterminados, quedando vacío de sentido.
Parece evidente que el sistema de
representación política actual experimenta muestras de fatiga, los partidos a
través de los que se encauza la participación política tienen escasa capacidad
de reacción y hay motivos para inquietarse por la salud democrática de los
países en crisis, con algunos síntomas de reverdecer populista. En España,
además, hay un elemento predominante y de rasgos propios que se añade al
diagnóstico del problema, porque de las actitudes y expresiones de malestar de
la ciudadanía, de su forma de protesta y de su posición ante el poder público,
se desprende una singular conciencia de autosubordinación, aunque sea para desencadenar
una posterior muestra de descontento o un fogonazo de cólera. Se admite de este modo la predemocrática
dinámica en virtud de la cuál es el representante público (el “político” en la
terminología de la calle) al que se le imputan las responsabilidades exclusivas
–lo que libra de introspecciones molestas y evita buscar causas profundas a los
problemas-, situándolo como el que da o el que quita, con la respuesta, según
el caso, del agradecimiento expresado en el voto o la queja airada. El resquebrajamiento
de la soberanía y la falta de capacidad real de intervención de los poderes
públicos, de la que la ciudadanía no deja de percatarse, hace inviable este
proceder (sin saber a qué nos llevará la siguiente etapa), porque de la
posición del “político” hacedor se pasa a, como mucho, la de ejecutor de
instrucciones ajenas.
No obstante, la propia asunción del
concepto de “clase política” parece profundamente interiorizada, con la
mayoritaria aceptación, casi con naturalidad, de la separación entre el común
de la ciudadanía y la minoría a la que se atribuye en exclusiva la gestión de
los asuntos públicos, como si ésta no fuese parte de aquélla, y, lo peor, como
si fuese razonable para el ciudadano medio no ser partícipe -al menos en cierto
grado- de la actividad política. La consecuencia de esta disgregación es una
inadecuada noción del liderazgo público y que la relación entre población y
“clase política” sólo pueda ser de aprobación o desaprobación y, en el mejor y
menos usual de los casos, de control y fiscalización de los representados sobre
los representantes. El resultado es un penoso empobrecimiento, hasta quedar
prácticamente diluido, del concepto de ciudadanía en su más elevada acepción,
que comporta no sólo observación, opinión y criterio sobre los asuntos comunes,
sino también implicación activa y participación en el sistema.
Publicado en Fusión Asturias, septiembre de 2012.
Etiquetas: ciudadanía, crisis, democracia, economía, estado democrático, partidos políticos, política