ESPA?A
Muchos ciudadanos se quejan –y no les falta parte de razón- del recurrente debate público en torno a la articulación territorial del Estado y su correlato trascendente, que viene a ser la concepción de Espa?a, su trayectoria y sus perspectivas como Estado. Ciertamente, en no pocas ocasiones resulta cansina la repetida controversia sobre la cohesión territorial, la convivencia de visiones contrapuestas sobre la condición uninacional o plurinacional de Espa?a, y la compatibilidad de tendencias centrípetas y centrífugas que tensionan nuestra realidad política. El debate tiene algo de bizantino y un coste de oportunidad bastante elevado: cuanto más hablamos del “ser de Espa?a” menos analizamos asuntos cotidianos de la agenda política, como la justicia social, las desigualdades que aún lastran en buena medida a nuestra sociedad, el fenómeno inmigratorio, el creciente riesgo de colapso medioambiental, etc. Además la discusión que habitualmente protagonizan los líderes políticos o de opinión en buena medida se basa en planteamientos inflexibles y patrones bastante arcaicos, en una era en la que conceptos como nación y soberanía merecen una revisión y en la que, además, cualquier colectivo que se afirme como tal nación encontrará pocas soluciones en tal determinación –por sí sola- para responder a las inquietudes que trae el proceso de globalización.
No obstante, hecha la anterior previsión, si conviene reflexionar con cierto detenimiento sobre el debate territorial espa?ol, lo que algunos clásicos denominarían “la cuestión nacional”, ya que, a fin de cuentas, Asturias se juega mucho en un concierto autonómico que últimamente parece estar algo agitado.
Durante décadas –siglos diría más de uno- la noción de Espa?a que se ha manejado e impuesto por parte de los poderes públicos ha tenido rasgos cuya asimilación o admisión se hace particularmente difícil o incluso inaceptable para muchas de las personas comprendidas en la sociedad espa?ola. Salvo las honrosas excepciones auspiciadas por la experiencia republicana de 1931-1936, y, en menor medida por otros conatos descentralizadores de levísimo impacto, con carácter previo al surgimiento de las Comunidades Autónomas a raíz de la Constitución de 1978 la configuración del Estado durante el siglo pasado se definió por su carácter unitario, centralista y monolítico. A este modelo territorial se unió la asunción por el franquismo de un exacerbado nacionalismo espa?ol como distintivo, casi único, de su ideario. El asfixiante extremismo espa?olista de la dictadura, con tácticas similares a las de tantos otros sistemas autoritarios que en el mundo han sido, supuso la patrimonialización de símbolos pretendidamente comunes por los sostenedores del régimen y la distorsión de conceptos elementales como el patriotismo. De ese planteamiento sigue siendo tributaria buena parte de la derecha espa?ola, que se erige en guardiana de las esencias patrias y a la mínima de cambio se muestra incapaz de asumir que es imprescindible prestar el reconocimiento suficiente a la diversidad de Espa?a y, en consecuencia, conjugar con el interés común las aspiraciones de autogobierno de los territorios y colectividades que la integran. Mientras una parte del Partido Popular tenga verdaderas dificultades para dejar de a?orar el pasado centralista y las enso?aciones imperiales del espa?olismo, las tensiones políticas derivadas de esta nueva fase del proceso autonómico nos darán más de un quebradero de cabeza. El problema político de la derecha espa?ola reside en que su fundamento ideológico se basa casi exclusivamente en el nacionalismo espa?ol y los postulados morales más anticuados del catolicismo, por eso les resulta tan difícil flexibilizar su discurso aunque la sociedad les de la espalda al considerarlos cada vez más antiliberales y más alejados de una mínima moderación. Por si fuera poco, la aparición o radicalización de movimientos sociales que flirtean con el ultraderechismo puro y duro, alentados por algunos medios de comunicación abonados a la crispación, hacen todavía más difícil que el PP se convierta en un partido político homologable al centro-derecha europeo. Si no se pone freno a esta trayectoria, el PP no tardará mucho en comenzar a cuestionar abiertamente el Estado Autonómico, planteando una marcha atrás en el proceso de descentralización política y administrativa en curso.
Por fortuna, la mayor parte de la sociedad maneja un concepto diferente de Espa?a y observa con optimismo muchos de los logros del Estado Autonómico. En la mayor parte de los casos, la asunción por parte de las Comunidades Autónomas de las competencias sobre aquellos asuntos que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos, ha tenido como consecuencia una mejora notable de los servicios públicos, una mayor transparencia en la gestión y un mayor control democrático a los responsables de la toma de decisiones. El autogobierno se justifica, desde el punto de vista práctico, por la mayor eficacia que comporta en la actuación de las administraciones públicas. Y, desde el punto de vista político, el autogobierno se legitima porque permite una mayor cercanía entre representantes y representados, incentiva la participación ciudadana en los asuntos públicos y contribuye a que toda colectividad que se defina por unos rasgos comunes pueda encontrar un cauce para articular y expresar sus proyectos conjuntos. La trayectoria del Estado de las Autonomías, el reforzamiento de la capacidad de decisión de los diferentes pueblos, y los instrumentos de gobierno que han ido perfeccionando las Comunidades Autónomas tienen mucho que ver, además, con el enorme progreso económico y social experimentado por Espa?a desde 1978, con la incorporación de territorios históricamente marginados a mejores niveles de desarrollo (por ejemplo Extremadura, Galicia, Castilla-La Mancha o Andalucía), y con la superación de etapas de crisis de otros territorios (por ejemplo Asturias o Euskadi).
El éxito del modelo autonómico ha tenido en su dinamismo y carácter abierto una de sus claves. La Constitución de 1978 parte de un criterio elemental, el llamado principio dispositivo, que ha permitido –e impulsado- que sea cada Comunidad Autónoma la que vaya marcándose nuevas aspiraciones en sus cotas de autogobierno y desarrollo institucional, dentro del marco y los límites establecidos por la Carta Magna. Una vez asentado el mapa autonómico, y con la madurez alcanzada por el sistema, el principio dispositivo ha cobrado mayor vigencia que nunca, produciéndose en los últimos a?os un proceso de reformas estatutarias en el que cada Comunidad decide o no si plantea la modificación de su Estatuto y en qué términos, respetando en todo caso las disposiciones de la Constitución. Descartada la posibilidad de reeditar pactos estatales que signifiquen reformas simultáneas y similares de los estatutos de autonomía, ahora es cada Comunidad quien debe tomar sus propias decisiones, reflexionando sobre sus pretensiones como tal.
Por eso cobra pleno sentido el proceso de reformas estatutarias abierto en los últimos a?os, que culminará en nuevo modelo territorial con signos federales más remarcados. Ello no obsta para recordar que el Estado central debe seguir jugando un papel importante para evitar desequilibrios y desigualdades territoriales, y para que el sistema mantenga una cierta coherencia que solvente toda complicación derivada de la multiplicidad de ordenamientos jurídicos autonómicos y de la actuación dispar de los diferentes gobiernos de las Comunidades Autónomas. Descentralizar y apostar por el federalismo exige mayor atención a la complejidad que comporta un modelo de Estado compuesto, y, en términos políticos, requiere una cultura del diálogo, la cooperación institucional y la corrección de los desajustes del desarrollo autonómico para la que no todos los responsables públicos están suficientemente preparados. Así mismo, exige un compromiso de las partes con el todo –las Comunidades Autónomas con el Estado- y una confianza básica del conjunto en la acción de cada uno de sus componentes –del Estado con las Comunidades Autónomas-.
La nueva etapa del Estado de las Autonomías, netamente federalizante, exige, por lo tanto, adecuar y actualizar la noción de Espa?a y de la organización estatal que manejamos. O entendemos que la pluralidad de Espa?a –que como tal se acepta comúnmente- debe tener un reflejo fehaciente en su entramado institucional y en los procedimientos para la toma de decisiones, o generaremos la frustración que produce la inadecuación de los discursos a la realidad. En esta tarea y en este contexto, resulta inaplazable la reforma del Estatuto de Autonomía de Asturias, la profundización en nuestro autogobierno, y el desarrollo y perfeccionamiento democrático de nuestras instituciones.
No obstante, hecha la anterior previsión, si conviene reflexionar con cierto detenimiento sobre el debate territorial espa?ol, lo que algunos clásicos denominarían “la cuestión nacional”, ya que, a fin de cuentas, Asturias se juega mucho en un concierto autonómico que últimamente parece estar algo agitado.
Durante décadas –siglos diría más de uno- la noción de Espa?a que se ha manejado e impuesto por parte de los poderes públicos ha tenido rasgos cuya asimilación o admisión se hace particularmente difícil o incluso inaceptable para muchas de las personas comprendidas en la sociedad espa?ola. Salvo las honrosas excepciones auspiciadas por la experiencia republicana de 1931-1936, y, en menor medida por otros conatos descentralizadores de levísimo impacto, con carácter previo al surgimiento de las Comunidades Autónomas a raíz de la Constitución de 1978 la configuración del Estado durante el siglo pasado se definió por su carácter unitario, centralista y monolítico. A este modelo territorial se unió la asunción por el franquismo de un exacerbado nacionalismo espa?ol como distintivo, casi único, de su ideario. El asfixiante extremismo espa?olista de la dictadura, con tácticas similares a las de tantos otros sistemas autoritarios que en el mundo han sido, supuso la patrimonialización de símbolos pretendidamente comunes por los sostenedores del régimen y la distorsión de conceptos elementales como el patriotismo. De ese planteamiento sigue siendo tributaria buena parte de la derecha espa?ola, que se erige en guardiana de las esencias patrias y a la mínima de cambio se muestra incapaz de asumir que es imprescindible prestar el reconocimiento suficiente a la diversidad de Espa?a y, en consecuencia, conjugar con el interés común las aspiraciones de autogobierno de los territorios y colectividades que la integran. Mientras una parte del Partido Popular tenga verdaderas dificultades para dejar de a?orar el pasado centralista y las enso?aciones imperiales del espa?olismo, las tensiones políticas derivadas de esta nueva fase del proceso autonómico nos darán más de un quebradero de cabeza. El problema político de la derecha espa?ola reside en que su fundamento ideológico se basa casi exclusivamente en el nacionalismo espa?ol y los postulados morales más anticuados del catolicismo, por eso les resulta tan difícil flexibilizar su discurso aunque la sociedad les de la espalda al considerarlos cada vez más antiliberales y más alejados de una mínima moderación. Por si fuera poco, la aparición o radicalización de movimientos sociales que flirtean con el ultraderechismo puro y duro, alentados por algunos medios de comunicación abonados a la crispación, hacen todavía más difícil que el PP se convierta en un partido político homologable al centro-derecha europeo. Si no se pone freno a esta trayectoria, el PP no tardará mucho en comenzar a cuestionar abiertamente el Estado Autonómico, planteando una marcha atrás en el proceso de descentralización política y administrativa en curso.
Por fortuna, la mayor parte de la sociedad maneja un concepto diferente de Espa?a y observa con optimismo muchos de los logros del Estado Autonómico. En la mayor parte de los casos, la asunción por parte de las Comunidades Autónomas de las competencias sobre aquellos asuntos que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos, ha tenido como consecuencia una mejora notable de los servicios públicos, una mayor transparencia en la gestión y un mayor control democrático a los responsables de la toma de decisiones. El autogobierno se justifica, desde el punto de vista práctico, por la mayor eficacia que comporta en la actuación de las administraciones públicas. Y, desde el punto de vista político, el autogobierno se legitima porque permite una mayor cercanía entre representantes y representados, incentiva la participación ciudadana en los asuntos públicos y contribuye a que toda colectividad que se defina por unos rasgos comunes pueda encontrar un cauce para articular y expresar sus proyectos conjuntos. La trayectoria del Estado de las Autonomías, el reforzamiento de la capacidad de decisión de los diferentes pueblos, y los instrumentos de gobierno que han ido perfeccionando las Comunidades Autónomas tienen mucho que ver, además, con el enorme progreso económico y social experimentado por Espa?a desde 1978, con la incorporación de territorios históricamente marginados a mejores niveles de desarrollo (por ejemplo Extremadura, Galicia, Castilla-La Mancha o Andalucía), y con la superación de etapas de crisis de otros territorios (por ejemplo Asturias o Euskadi).
El éxito del modelo autonómico ha tenido en su dinamismo y carácter abierto una de sus claves. La Constitución de 1978 parte de un criterio elemental, el llamado principio dispositivo, que ha permitido –e impulsado- que sea cada Comunidad Autónoma la que vaya marcándose nuevas aspiraciones en sus cotas de autogobierno y desarrollo institucional, dentro del marco y los límites establecidos por la Carta Magna. Una vez asentado el mapa autonómico, y con la madurez alcanzada por el sistema, el principio dispositivo ha cobrado mayor vigencia que nunca, produciéndose en los últimos a?os un proceso de reformas estatutarias en el que cada Comunidad decide o no si plantea la modificación de su Estatuto y en qué términos, respetando en todo caso las disposiciones de la Constitución. Descartada la posibilidad de reeditar pactos estatales que signifiquen reformas simultáneas y similares de los estatutos de autonomía, ahora es cada Comunidad quien debe tomar sus propias decisiones, reflexionando sobre sus pretensiones como tal.
Por eso cobra pleno sentido el proceso de reformas estatutarias abierto en los últimos a?os, que culminará en nuevo modelo territorial con signos federales más remarcados. Ello no obsta para recordar que el Estado central debe seguir jugando un papel importante para evitar desequilibrios y desigualdades territoriales, y para que el sistema mantenga una cierta coherencia que solvente toda complicación derivada de la multiplicidad de ordenamientos jurídicos autonómicos y de la actuación dispar de los diferentes gobiernos de las Comunidades Autónomas. Descentralizar y apostar por el federalismo exige mayor atención a la complejidad que comporta un modelo de Estado compuesto, y, en términos políticos, requiere una cultura del diálogo, la cooperación institucional y la corrección de los desajustes del desarrollo autonómico para la que no todos los responsables públicos están suficientemente preparados. Así mismo, exige un compromiso de las partes con el todo –las Comunidades Autónomas con el Estado- y una confianza básica del conjunto en la acción de cada uno de sus componentes –del Estado con las Comunidades Autónomas-.
La nueva etapa del Estado de las Autonomías, netamente federalizante, exige, por lo tanto, adecuar y actualizar la noción de Espa?a y de la organización estatal que manejamos. O entendemos que la pluralidad de Espa?a –que como tal se acepta comúnmente- debe tener un reflejo fehaciente en su entramado institucional y en los procedimientos para la toma de decisiones, o generaremos la frustración que produce la inadecuación de los discursos a la realidad. En esta tarea y en este contexto, resulta inaplazable la reforma del Estatuto de Autonomía de Asturias, la profundización en nuestro autogobierno, y el desarrollo y perfeccionamiento democrático de nuestras instituciones.
Versión en castellano. Publicado en Les Noticies el 2 de febrero de 2007.
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