EUROPA
La mayor parte de los ciudadanos europeos, de sus gobiernos estatales y de los partidos políticos mayoritarios de los Estados del viejo continente, saben que si la construcción de la Unión Europea no recibe en los próximos años un impulso definitivo que supere la situación actual, el proyecto comunitario entrará en una profunda crisis que puede echar por tierra parte del camino recorrido, exitoso en términos generales. Pese a este convencimiento colectivo, parece latir una suerte de pulsión de muerte en el corazón de la identidad de Europa, tan propensa a dejar pasar oportunidades o a sufrir vértigo cuando analiza las enormes expectativas que ofrecería en el concierto internacional una UE con mayor vigor político. Seguramente los siglos de confrontaciones, y en particular la pasada centuria, marcada en Europa por las guerras mundiales y el telón de acero, no pueden superarse de la noche a la mañana, incluso aunque Francia y Alemania estén en el motor de la unificación europea. También habrá que preguntarse a quién beneficia el estancamiento de la construcción europea, y por qué algunos prefieren parapetarse en los resortes propios del poder nacional –cada vez más inservible- antes que salir al encuentro del vecino para pactar reglas comunes que beneficien al conjunto.
La preocupante tendencia a la indecisión de Europa a la hora de afrontar su futuro en momentos decisivos ha aflorado plenamente con la entrada en vía muerta de la Constitución Europea. Es cierto que el citado texto no tenía carácter constituyente en sentido estricto, empezando por el hecho de que no existía un poder constituyente emanado directamente del conjunto de los ciudadanos de la UE. También es cierto que la Constitución Europea era en buena medida poco más que una refundición y simplificación de tratados. Pero la Constitución Europea también permitía profundizar en la integración, perfeccionar los mecanismos de toma de decisiones para hacer a la UE gobernable, e incluía elementos propios de todo texto constitucional, como la incorporación de la Carta de los Derechos Fundamentales de los Ciudadanos de la UE, con pleno valor jurídico vinculante.
Al debatir la Constitución Europea, además, se presentaron con toda su crudeza algunos debates esenciales sobre el futuro de la UE en la globalización. ¿Qué papel habrán de jugar los ciudadanos y las regiones en una UE dominada por las relaciones interestatales? ¿Cuáles son los límites de la ampliación comunitaria? ¿Es sostenible el modelo social europeo? ¿Puede la UE tener peso en las relaciones internacionales sin una política de defensa? ¿Es admisible éticamente que la UE siga promocionando el libre cambio global y al mismo tiempo asfixie la agricultura de terceros países mediante las subvenciones de la Política Agraria Común a los campesinos y ganaderos europeos? El caso del referéndum francés es, como en muchas otras cosas, paradigmático, por cuanto todas estas preguntas estuvieron sobre la mesa, y por cuanto fue la segunda vez que su negativa ha frenado una mayor integración política en la UE; recordemos que fue el rechazo de la Asamblea Nacional francesa lo que dio al traste con la Comunidad Europea de Defensa en 1954. Una parte de los electores franceses votaron contra la Constitución Europea celosos de la pérdida de soberanía; otros con la intención de frenar nuevas ampliaciones (como la integración de Turquía); un grupo bien diferente oponiéndose a la pérdida de influencia del Estado en la economía y a la ruptura de los monopolios empresariales públicos que contradicen –en definitiva- los principios básicos del modelo económico comunitario; y, por qué no decirlo, otros muchos votaron en contra infundidos de una actitud caracterizada por el inmovilismo y la reticencia a los cambios. Confluyeron en la negativa lepenistas, conservadores herederos del nacionalismo neogaullista más puro, trotskistas –que en Francia sí pintan algo-, antiglobalizadores e incluso parte de la izquierda parlamentaria, con el ex primer ministro socialista Laurent Fabius a la cabeza. Ninguno de estos grupos o tendencias se tragan el uno al otro, y serían incapaces de articular una alternativa mínimamente viable, pero sí estuvieron de acuerdo en la negativa a la Constitución Europea, que siempre resulta una opción más sencilla.
El caso es que el rechazo a la Constitución Europea por el cuerpo electoral en Francia y Holanda, con porcentajes de participación aceptables (69 y 63%, respectivamente), ha dejado este texto como un ejercicio intelectual bienintencionado al que posiblemente haya que renunciar o que, cuanto menos, deberá ser sustancialmente modificado para tener algún futuro político. El problema es que desde entonces los dirigentes de los Estados miembro de la UE juegan al despiste, y buena parte de los eurócratas pretenden pasar de puntillas desoyendo el varapalo que la negativa francesa y holandesa ha supuesto. Actuar como si no pasase nada cuando la parálisis de la integración comunitaria es una realidad, se convierte en una conducta tan irresponsable como patética. Insistir en mantener el proyecto de Constitución Europea en la redacción inicialmente propuesta no conduce a nada.
El divorcio, o, en el mejor de los casos, la distancia entre las instituciones comunitarias y los ciudadanos parece insalvable con este estado de cosas, y la crisis de la Constitución Europea lo demuestra. A pesar de haber sido redactada mediante un proceso pretendidamente participativo, con innumerables campañas de recogida de opiniones y foros de discusión, y de haber sido aprobada por una Convención que incluía a representantes de gobiernos y parlamentos de los Estados y de la propia UE, a la hora de ofrecer el resultado a la ciudadanía sus artífices se toparon con indiferencia, desinterés o incluso rechazo. Si no se forja antes una conciencia comunitaria más sólida y se consolida una sociedad civil en red de ámbito europeo, se repetirá el fracaso de buenos intentos como la Constitución Europea. Si las regiones que tienen capacidad de autogobierno en el marco de los estados descentralizados siguen siendo comparsas sin posibilidad práctica de incidir en las políticas comunitarias, seguiremos dejando fuera de juego a una pieza fundamental del puzzle de la integración europea. Si el Parlamento Europeo sigue representando un papel secundario y la Comisión Europea no se convierte en un verdadero gobierno de la UE, sin tener que estar supeditada permanentemente a los Estados y al Consejo Europeo, el déficit democrático del entramado institucional comunitario seguirá generando desconfianza entre los ciudadanos. Si son los Estados –los gobiernos estatales, por lo tanto- quienes siguen cortando gran parte del bacalao, a la hora de la verdad, en las decisiones principales de la UE, se seguirán observando las cumbres comunitarias como reuniones burocráticas, vacías y cansinas por habituales. Si los gobernantes europeos prefieren repartirse cuotas de influencia antes que coliderar una nueva fase del desarrollo de la UE, seguiremos lejos de la afirmación –más bien deseo- que Jean Monnet, entusiasta del sueño federal europeo y primer presidente de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, expresó en 1952 al describir los primeros pasos de la integración europea: “no coaligamos Estados, sino que unimos hombres”. Urge, por lo tanto, relanzar un europeísmo militante que ponga el acento en la construcción democrática de la UE y en la participación activa de los ciudadanos en este apasionante y necesario proceso.
La preocupante tendencia a la indecisión de Europa a la hora de afrontar su futuro en momentos decisivos ha aflorado plenamente con la entrada en vía muerta de la Constitución Europea. Es cierto que el citado texto no tenía carácter constituyente en sentido estricto, empezando por el hecho de que no existía un poder constituyente emanado directamente del conjunto de los ciudadanos de la UE. También es cierto que la Constitución Europea era en buena medida poco más que una refundición y simplificación de tratados. Pero la Constitución Europea también permitía profundizar en la integración, perfeccionar los mecanismos de toma de decisiones para hacer a la UE gobernable, e incluía elementos propios de todo texto constitucional, como la incorporación de la Carta de los Derechos Fundamentales de los Ciudadanos de la UE, con pleno valor jurídico vinculante.
Al debatir la Constitución Europea, además, se presentaron con toda su crudeza algunos debates esenciales sobre el futuro de la UE en la globalización. ¿Qué papel habrán de jugar los ciudadanos y las regiones en una UE dominada por las relaciones interestatales? ¿Cuáles son los límites de la ampliación comunitaria? ¿Es sostenible el modelo social europeo? ¿Puede la UE tener peso en las relaciones internacionales sin una política de defensa? ¿Es admisible éticamente que la UE siga promocionando el libre cambio global y al mismo tiempo asfixie la agricultura de terceros países mediante las subvenciones de la Política Agraria Común a los campesinos y ganaderos europeos? El caso del referéndum francés es, como en muchas otras cosas, paradigmático, por cuanto todas estas preguntas estuvieron sobre la mesa, y por cuanto fue la segunda vez que su negativa ha frenado una mayor integración política en la UE; recordemos que fue el rechazo de la Asamblea Nacional francesa lo que dio al traste con la Comunidad Europea de Defensa en 1954. Una parte de los electores franceses votaron contra la Constitución Europea celosos de la pérdida de soberanía; otros con la intención de frenar nuevas ampliaciones (como la integración de Turquía); un grupo bien diferente oponiéndose a la pérdida de influencia del Estado en la economía y a la ruptura de los monopolios empresariales públicos que contradicen –en definitiva- los principios básicos del modelo económico comunitario; y, por qué no decirlo, otros muchos votaron en contra infundidos de una actitud caracterizada por el inmovilismo y la reticencia a los cambios. Confluyeron en la negativa lepenistas, conservadores herederos del nacionalismo neogaullista más puro, trotskistas –que en Francia sí pintan algo-, antiglobalizadores e incluso parte de la izquierda parlamentaria, con el ex primer ministro socialista Laurent Fabius a la cabeza. Ninguno de estos grupos o tendencias se tragan el uno al otro, y serían incapaces de articular una alternativa mínimamente viable, pero sí estuvieron de acuerdo en la negativa a la Constitución Europea, que siempre resulta una opción más sencilla.
El caso es que el rechazo a la Constitución Europea por el cuerpo electoral en Francia y Holanda, con porcentajes de participación aceptables (69 y 63%, respectivamente), ha dejado este texto como un ejercicio intelectual bienintencionado al que posiblemente haya que renunciar o que, cuanto menos, deberá ser sustancialmente modificado para tener algún futuro político. El problema es que desde entonces los dirigentes de los Estados miembro de la UE juegan al despiste, y buena parte de los eurócratas pretenden pasar de puntillas desoyendo el varapalo que la negativa francesa y holandesa ha supuesto. Actuar como si no pasase nada cuando la parálisis de la integración comunitaria es una realidad, se convierte en una conducta tan irresponsable como patética. Insistir en mantener el proyecto de Constitución Europea en la redacción inicialmente propuesta no conduce a nada.
El divorcio, o, en el mejor de los casos, la distancia entre las instituciones comunitarias y los ciudadanos parece insalvable con este estado de cosas, y la crisis de la Constitución Europea lo demuestra. A pesar de haber sido redactada mediante un proceso pretendidamente participativo, con innumerables campañas de recogida de opiniones y foros de discusión, y de haber sido aprobada por una Convención que incluía a representantes de gobiernos y parlamentos de los Estados y de la propia UE, a la hora de ofrecer el resultado a la ciudadanía sus artífices se toparon con indiferencia, desinterés o incluso rechazo. Si no se forja antes una conciencia comunitaria más sólida y se consolida una sociedad civil en red de ámbito europeo, se repetirá el fracaso de buenos intentos como la Constitución Europea. Si las regiones que tienen capacidad de autogobierno en el marco de los estados descentralizados siguen siendo comparsas sin posibilidad práctica de incidir en las políticas comunitarias, seguiremos dejando fuera de juego a una pieza fundamental del puzzle de la integración europea. Si el Parlamento Europeo sigue representando un papel secundario y la Comisión Europea no se convierte en un verdadero gobierno de la UE, sin tener que estar supeditada permanentemente a los Estados y al Consejo Europeo, el déficit democrático del entramado institucional comunitario seguirá generando desconfianza entre los ciudadanos. Si son los Estados –los gobiernos estatales, por lo tanto- quienes siguen cortando gran parte del bacalao, a la hora de la verdad, en las decisiones principales de la UE, se seguirán observando las cumbres comunitarias como reuniones burocráticas, vacías y cansinas por habituales. Si los gobernantes europeos prefieren repartirse cuotas de influencia antes que coliderar una nueva fase del desarrollo de la UE, seguiremos lejos de la afirmación –más bien deseo- que Jean Monnet, entusiasta del sueño federal europeo y primer presidente de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, expresó en 1952 al describir los primeros pasos de la integración europea: “no coaligamos Estados, sino que unimos hombres”. Urge, por lo tanto, relanzar un europeísmo militante que ponga el acento en la construcción democrática de la UE y en la participación activa de los ciudadanos en este apasionante y necesario proceso.
Versión en castellano. Publicado en Les Noticies el 9 de febrero de 2007.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home