ODIO DE CLASE
Salidas de tono como la de la Sra. Mónica de Oriol e Icaza, Presidenta del Círculo de Empresarios, nos revelan la verdadera condición y el pensamiento último de una
parte -pequeña pero tremendamente influyente- de quienes atesoran el poder económico
en España. Cuando, llevada por la confortabilidad del auditorio y el deseo de
ser particularmente audaz, desgrana su agenda de propuestas más extremas,
recurre a los tópicos, las medias verdades o al puro maniqueísmo sobre los ninis, los excesos de las políticas
sociales y sus supuestos aprovechados (un remedo del icono de las welfare queen tan querido a los
conservadores norteamericanos) y se solaza descalificando gratuitamente a
cientos de miles de desempleados, no ejerce su función de lobbista, ni siquiera de lanzadora de globos sonda para que un
Gobierno posiblemente proclive a sus tesis encuentre terreno favorable para su
próximas medidas. Sencillamente agrede verbalmente porque quiere y porque tiene la convicción que puede, porque siente la irrefrenable pulsión de confesar
públicamente lo que lleva años compartiendo en privado, en sobremesas o en las
pausas-café de encuentros de trabajo; y, sobre todo, porque, aunque deslice
después una tímida disculpa, cree profundamente en lo que dice, reflejo de una
forma de entender la organización social, la distribución del poder y las
relaciones económicas.
En
las últimas décadas, la consecución de ciertos estándares de calidad de vida y
derechos para la mayoría de los ciudadanos, la relativa avenencia de intereses contrapuestos
en las relaciones laborales, el radical fracaso de las alternativas a la
economía de mercado y la fuerte desideologización entre la mayoría de la
población atemperaron las invocaciones a la conciencia de clase entre los
trabajadores. Aunque en el análisis teórico son, a mi entender, categorías
vigentes, es un signo de progreso colectivo que las fuerzas de producción
históricamente en liza -capital y trabajo- aparentemente se desdibujen, siempre
que sea en un marco de avances para los derechos económicos y sociales de la
población. Todo esto se encuentra en serio riesgo, pero, evidentemente, aun así
no tiene ningún sentido considerar enemigo de nadie al autónomo que lucha por sacar
adelante su negocio; al empresario de la economía real que persigue
razonablemente el crecimiento y competitividad de su negocio; y por
descontando, al nuevo paradigma al que se apela –con bastante superficialidad y
algo interesadamente- del emprendedor que trata de sobreponerse a la crisis
echando el resto en un proyecto empresarial propio. En definitiva, aquellos que
tenemos como fuerza productiva exclusiva o principalmente el trabajo –no las
rentas ni los bienes o activos que otros mueven por nosotros- sabemos
mayoritariamente que no va a ninguna parte un discurso incendiario que
desconozca que la iniciativa privada empresarial es irreemplazable y que, en un
marco de regulación ponderado y eficaz, se traduce en beneficios para la
comunidad.
El problema
es que una parte de quienes históricamente han pertenecido, ellos y sus
antecesores, a las capas más privilegiadas, no tienen esa misma moderación de
la mayoría, al referirse a sí mismos como víctimas de un lastre –los derechos
sociales y laborales y quienes se benefician de ellos- que desean sacarse de
encima o reducir a la mínima expresión cuanto antes. Cuando alguien como la Presidenta del Círculo de Empresarios, que, por sus antecedentes familiares y
las circunstancias favorables en las que le ha tocado vivir ha tenido menos
dificultades para formarse, acceder a un círculo de relaciones ventajoso, salir
adelante y llevar a cabo sus proyectos personales, es incapaz de sentir la más
mínima consideración, empatía o al menos respeto por millones de parados,
muchos de ellos sin ingresos de origen público o con prestaciones y subsidios que
apenas dan para atender los gastos ordinarios de cualquier familia, y se atreve
a minusvalorar el potencial de los trabajadores que desean fervientemente tener
una oportunidad que merezca la pena en su propio país, lo que demuestra es que
ella sí sabe a qué clase pertenece y los ultrajes para los que, en un entorno
que entiende propicio, se siente legitimada. La consideración de que el
misérrimo salario mínimo no es digno de los trabajadores poco cualificados o de
que muchos de ellos no tienen intención real de trabajar lo que nos enseña es
que los prejuicios de clase todavía anidan, pero no en una masa de trabajadores
dispuesta a destruir las máquinas, tomar el Palacio de Invierno o quemar iglesias
–tópicos del imaginario de los reaccionarios- sino en el de ciertas personas del
estrato superior que se sienten vencedoras, autorizadas para desplegar su
programa de máximos y no tomarnos ni como prisioneros.
Publicado en Asturias24, 29 de abril de 2014
Etiquetas: clases sociales, crisis, derechos laborales, derechos sociales, economía, relaciones laborales
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home