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12.5.14

ODIO DE CLASE

            
Salidas de tono como la de la Sra. Mónica de Oriol e Icaza, Presidenta del Círculo de Empresarios, nos revelan la verdadera condición y el pensamiento último de una parte -pequeña pero tremendamente influyente- de quienes atesoran el poder económico en España. Cuando, llevada por la confortabilidad del auditorio y el deseo de ser particularmente audaz, desgrana su agenda de propuestas más extremas, recurre a los tópicos, las medias verdades o al puro maniqueísmo sobre los ninis, los excesos de las políticas sociales y sus supuestos aprovechados (un remedo del icono de las welfare queen tan querido a los conservadores norteamericanos) y se solaza descalificando gratuitamente a cientos de miles de desempleados, no ejerce su función de lobbista, ni siquiera de lanzadora de globos sonda para que un Gobierno posiblemente proclive a sus tesis encuentre terreno favorable para su próximas medidas. Sencillamente agrede verbalmente porque quiere y porque tiene la convicción que puede, porque siente la irrefrenable pulsión de confesar públicamente lo que lleva años compartiendo en privado, en sobremesas o en las pausas-café de encuentros de trabajo; y, sobre todo, porque, aunque deslice después una tímida disculpa, cree profundamente en lo que dice, reflejo de una forma de entender la organización social, la distribución del poder y las relaciones económicas.
En las últimas décadas, la consecución de ciertos estándares de calidad de vida y derechos para la mayoría de los ciudadanos, la relativa avenencia de intereses contrapuestos en las relaciones laborales, el radical fracaso de las alternativas a la economía de mercado y la fuerte desideologización entre la mayoría de la población atemperaron las invocaciones a la conciencia de clase entre los trabajadores. Aunque en el análisis teórico son, a mi entender, categorías vigentes, es un signo de progreso colectivo que las fuerzas de producción históricamente en liza -capital y trabajo- aparentemente se desdibujen, siempre que sea en un marco de avances para los derechos económicos y sociales de la población. Todo esto se encuentra en serio riesgo, pero, evidentemente, aun así no tiene ningún sentido considerar enemigo de nadie al autónomo que lucha por sacar adelante su negocio; al empresario de la economía real que persigue razonablemente el crecimiento y competitividad de su negocio; y por descontando, al nuevo paradigma al que se apela –con bastante superficialidad y algo interesadamente- del emprendedor que trata de sobreponerse a la crisis echando el resto en un proyecto empresarial propio. En definitiva, aquellos que tenemos como fuerza productiva exclusiva o principalmente el trabajo –no las rentas ni los bienes o activos que otros mueven por nosotros- sabemos mayoritariamente que no va a ninguna parte un discurso incendiario que desconozca que la iniciativa privada empresarial es irreemplazable y que, en un marco de regulación ponderado y eficaz, se traduce en beneficios para la comunidad.
El problema es que una parte de quienes históricamente han pertenecido, ellos y sus antecesores, a las capas más privilegiadas, no tienen esa misma moderación de la mayoría, al referirse a sí mismos como víctimas de un lastre –los derechos sociales y laborales y quienes se benefician de ellos- que desean sacarse de encima o reducir a la mínima expresión cuanto antes. Cuando alguien como la Presidenta del Círculo de Empresarios, que, por sus antecedentes familiares y las circunstancias favorables en las que le ha tocado vivir ha tenido menos dificultades para formarse, acceder a un círculo de relaciones ventajoso, salir adelante y llevar a cabo sus proyectos personales, es incapaz de sentir la más mínima consideración, empatía o al menos respeto por millones de parados, muchos de ellos sin ingresos de origen público o con prestaciones y subsidios que apenas dan para atender los gastos ordinarios de cualquier familia, y se atreve a minusvalorar el potencial de los trabajadores que desean fervientemente tener una oportunidad que merezca la pena en su propio país, lo que demuestra es que ella sí sabe a qué clase pertenece y los ultrajes para los que, en un entorno que entiende propicio, se siente legitimada. La consideración de que el misérrimo salario mínimo no es digno de los trabajadores poco cualificados o de que muchos de ellos no tienen intención real de trabajar lo que nos enseña es que los prejuicios de clase todavía anidan, pero no en una masa de trabajadores dispuesta a destruir las máquinas, tomar el Palacio de Invierno o quemar iglesias –tópicos del imaginario de los reaccionarios- sino en el de ciertas personas del estrato superior que se sienten vencedoras, autorizadas para desplegar su programa de máximos y no tomarnos ni como prisioneros.

Publicado en Asturias24, 29 de abril de 2014

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