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23.4.10

ESTILOS Y PARADOJAS


Es curioso que, de forma paralela a la espiral de escándalos de corrupción que sacuden al Partido Popular, crece una cierta sensación de que la exigencia de responsabilidades políticas y la factura electoral de estos acontecimientos será menor o directamente irrelevante. Sobre el papel, una convulsión de esta intensidad, acompañada de la reacción tibia de la dirección del PP e irritante de sus gobiernos implicados, debería tener tales consecuencias en la credibilidad y respetabilidad de dicha formación que las repercusiones políticas fuesen prácticamente inmediatas y de cierta entidad. De hecho, hasta hace relativamente poco tiempo, tiempo, se suponía que los efectos del abuso de poder, la proliferación de casos de corrupción, las deficiencias en el control interno y, en particular, la falta de capacidad de reacción ante estos episodios, ponían a un partido político en una situación de debilidad ante la opinión pública que tenía su trascendencia no sólo en los resultados electorales sino, incluso antes del veredicto de los comicios, en la propia voluntad de la mayoría de la formación de revertir la tendencia e iniciar un proceso de regeneración y análisis de las causas que llevaron a dicha situación. Es decir, a los cambios provocados por los factores externos (principalmente los reveses electorales, pero no solo), se sumaba la inflexión derivada de una cierta tensión interna –un tanto soterrada pero influyente- que alentaba o al menos preparaba la respuesta política para recuperar una posición presentable ante la ciudadanía.
Ahora las cosas no parecen funcionar así en el PP y tampoco en algunos territorios marcados por la impronta de gobiernos de este partido. Ciertamente, sorprende la rápida difusión del estilo desafiante, marcado por la arrogancia que instalara Aznar cuando animó a los suyos a proceder “sin complejos” y que muestra escasa disposición para el escrúpulo. Pero asombra el éxito con que, por algunas latitudes, se ha retribuido a los que han llevado ese método a sus cotas más altas. Parece que en algunas ciudades y Comunidades el electorado está dispuesto a admitir candidatos de cuya honradez tiene más que dudas, e incluso a valorar como un activo personal la desfachatez, el menosprecio de los controles de toda índole y la desconsideración hacia los procedimientos democráticos. En aras de una pretendida eficacia –que luego muchas veces no es más que apariencia-, del híperliderazgo que nuestra sociedad del espectáculo parece demandar y del deseo de dirigentes con ideas claras (sin pararnos a escrutar cuántas y cuáles son esas ideas), se supeditan otras consideraciones más depuradas sobre qué se puede esperar y qué se debe requerir de los gobernantes y, sobre todo, qué papel corresponde a cada ciudadano y a los grupos sociales en que se integra en la consecución de un sistema político más avanzado en el que la relación entre representantes y representados sea más estrecha.
En definitiva, pese a todo lo que está cayendo, aumenta la percepción de que, a la postre, en el examen de las urnas, se tolerarán determinados comportamientos. Quizá tenga algo que ver la transmisión y repetición de esquemas y valores que, aún hoy, se consiguen proyectar hacia una mayoría de la sociedad, alimentando el círculo vicioso, desde gobiernos que han acumulado demasiados resortes de poder y desde algunos medios de comunicación cuya prioridad es sostenerlos (y aprovecharse de esa circunstancia). Es difícil comprenderlo, pero, sin tener que alejarnos hasta la Italia berlusconiana, podemos detectar ejemplos de autoritarismo político encumbrados con el beneplácito de una sociedad transigente -en su perjuicio- con prácticas y conductas que deberían haber sido desterradas con la consolidación del sistema democrático.

Publicado en Oviedo Diario, 10 de abril de 2010.