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9.7.10

DRAMATIZACIÓN E IRRESPONSABILIDAD


Aunque aún no se conozca su contenido íntegro, sino sólo su fallo, en pocos días se han multiplicado las valoraciones en torno a la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso promovido por el PP frente a múltiples preceptos de la reforma del Estatuto de Cataluña, aprobada por Ley Orgánica 6/2006. Las conclusiones extraídas por muchos de los responsables políticos que han intervenido en este debate, salvo honrosas excepciones, parecen dominadas por una actitud estridente, parcial y empobrecedora. Prevalece la desmesura y el eslogan, desde aquél cuya respuesta se limita a poco más que sonrojantes –e innecesarios- vivas a España, a los que apelan a dignidades heridas y exploran la obtención de réditos en la deriva de la confrontación; desde los que oportunistamente, incitando un anticatalanismo rampante, recurrieron preceptos del Estatuto catalán al tiempo que aprobaban otros similares en otros estatutos, a los que viven envueltos en una espiral identitaria y convierten su discurso en una irracional carrera por demostrar fidelidades pretendidamente patrióticas.
Aunque la decisión del TC es, sin duda, muy relevante, no es ninguna quiebra de modelo que justifique “emergencias nacionales” como la que algunos pretenden, prácticamente, declarar en Cataluña. Efectivamente, ésta era la primera vez que se cuestionaba de manera frontal y con un alcance tan considerable un estatuto de autonomía, y es cierto que la Sentencia introduce una sustancial novedad en la práctica y desarrollo del sistema autonómico, porque la inconstitucionalidad de algunos preceptos o parte de éstos, y las prolijas pautas de interpretación establecidas para otros muchos, condicionarán necesariamente el ejercicio del autogobierno en los aspectos afectados. No obstante, aunque ahora tenga un alcance más amplio (como consecuencia de la necesidad de dirimir controversias de especial calado), no es novedosa la incidencia de la jurisprudencia constitucional en la evolución del modelo autonómico; antes al contrario, el TC, en una tarea hercúlea que viene desplegando desde su creación, ganándose el crédito que ahora pretende denegársele radicalmente, ha resuelto multitud de disputas que giraban en torno a la organización territorial de nuestro dinámico Estado autonómico, y, generalmente, lo ha hecho de forma francamente favorable al proceso descentralizador, respaldando las consecuencias efectivas que las decisiones adoptadas por el legislador al aprobar los estatutos conllevan a la hora de distribuir competencias o erigir la arquitectura institucional de las Comunidades Autónomas.
De este modo, la Sentencia de marras no es, objetivamente, ninguna agresión a las esencias y orgullos de nadie. Aunque esté extendida en ciertos sectores, es ridícula la caricatura del TC que algunos pintan como órgano maliciosamente orientado a cercenar la vocación de autogobierno de Cataluña. Lo que se ha limitado a hacer el TC, con enormes dificultades y sin ninguna ayuda del contexto político en el que le ha tocado trabajar, es cumplir su legítimo papel de máximo intérprete de la Constitución, y, si bien nada impide que sus decisiones se sometan a escrutinio público en una sociedad en la que legítimamente todo se puede debatir, lo que sobran son aspavientos y posiciones que, en el fondo, pretenden socavar el propio concepto de la justicia constitucional y su cometido principal, vital en un Estado de Derecho democrático: asegurar la plena eficacia jurídica de la Constitución vigente como norma suprema del ordenamiento jurídico. Y, mientras no se modifique el propio texto de la Constitución, que es la que ampara pero también establece los márgenes del autogobierno de las Comunidades, ningún estatuto, incluso los que estén ratificados en referéndum, puede superar esos límites que no dejan de ser producto de un acuerdo fundacional del Estado democrático. En consecuencia, plantear ahora movilizaciones ciudadanas en Cataluña dirigidas únicamente a expresar públicamente malestar, sin posibilidades reales –jurídicas- de modificar la Sentencia, sólo conducirá a incentivar frustraciones un tanto artificiales, a excitar los debates sostenidos en la simbología y las abstracciones nacionales y a alimentar dialécticas de agravios, confrontaciones y melancolías.
La práctica del autogobierno y el desarrollo de un modelo territorial muy rico y por lo general positivo, pero al mismo tiempo altamente complejo, exige, por el contrario, normalidad institucional, afán de perfeccionamiento y depuración de las dificultades propias del sistema y, en suma, una actitud de responsabilidad que, en más ocasiones de las deseadas, se echa en falta.

Publicado en Oviedo Diario, 3 de julio de 2010.