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11.6.10

PONER UN LÍMITE


Cuando se adoptan decisiones drásticas, como las recogidas en el Decreto-Ley de medidas extraordinarias para la reducción del déficit público, se abre inmediatamente un debate de envergadura, perfectamente legítimo, sobre su idoneidad, sus repercusiones y, especialmente, sobre las alternativas para hacer frente a la situación que se pretende abordar. A nadie debe extrañar que se sometan a un intenso escrutinio esas medidas porque, reconocido el problema –la magnitud del déficit público y los riesgos que comporta para todo el sistema- y planteadas opciones de recorte de duras consecuencias para tantas personas, surgen dudas razonables sobre el margen de decisión con el que se cuenta y la forma de reparto de las cargas. En esta disputa destaca por su zafiedad la posición de aquellos que venían reclamando –también en tiempos de superávit presupuestario- medidas de reducción del gasto público, que han sido, por lo general, reticentes a toda iniciativa de protección pública y que, ahora, se ciñen a alimentar la inquietud esperando recoger frutos electorales por mero descarte del adversario en una liza que es, principalmente, bipartidista. Pero, al margen de estas posturas mezquinas, no puede desdeñarse el interrogante sobre la inevitabilidad de estas medidas y, en particular, sobre si serán suficientes o habrá nuevas acciones en la misma dirección.
Hay que tener en cuenta que durante los últimos años se había alimentado la expectativa de que el crecimiento económico permitía ofrecer, en progresión continuada, nuevas oportunidades para los ciudadanos, incrementos en las políticas sociales y mejoras en la calidad de vida general de la sociedad. La construcción de las políticas de protección propias de un Estado Social, como el que propugna nuestra Constitución, había recuperado impulso a partir de 2004, con mejoras sustanciales como, entre otras, el sostenido incremento de las pensiones, la elevación del salario mínimo interprofesional o la puesta en marcha del sistema de promoción de la autonomía y atención a la dependencia; y, en el ámbito autonómico, sobre todo en las Comunidades con gobiernos progresistas, el fortalecimiento de los sistemas públicos educativos y sanitarios. Ahora, la tajante reducción del gasto público indudablemente tendrá efecto –habrá que ver hasta qué punto- sobre algunas de estas conquistas. En todo caso, la sostenibilidad financiera de muchas actuaciones de la Administración está en juego y parece sensato hacer ajustes para evitar que una imprudente gestión de la crisis acabe haciendo inviable todo el edificio de las políticas públicas. Habrá tiempo, tiene que haberlo en un futuro que esperemos sea próximo, para, en un escenario más propicio y sobre unos cimientos más firmes, recuperar una agenda de avances sociales impulsada desde los poderes públicos.
En este momento se trata, ante todo, de cortar la hemorragia, aunque a la par, y esta es una asignatura pendiente, debería situarse el replanteamiento de bastantes reglas de juego del funcionamiento del sistema económico que ha propiciado la crisis. Sin embargo, el contexto de urgente revisión de las políticas de gasto público ha desplazado del centro de la discusión esa segunda cuestión. Más aún, aprovechando este caldo de cultivo, desde determinados intereses se alienta una desconfianza general hacia lo público y se aprovecha la renovada fortaleza de viejos postulados para colocar algunos discursos que llevan una carga de profundidad nada desdeñable. Cuando se plantea reducir radicalmente la capacidad de intervención de la Administración, se pone en tela de juicio el papel de los sindicatos pero nada se objeta a la influencia de los intérpretes de los deseos del Dios mercado, se pretende desnaturalizar la negociación colectiva (otra cosa es que se necesite subsanar algunos defectos) como si empleador y trabajador tuviesen igual capacidad de presión en la relación individual, se responsabiliza siempre a los Estados pese a su evidente situación de indefensión ante las acometidas especulativas, y, en definitiva, se retoma la cantinela de la santísima trinidad neoliberal (privatizar, liberalizar y desregular, en todo caso y sin reparo), pongámonos en guardia porque lo que se pretende es la imposición de unas prioridades que poco tienen que ver con los intereses de la mayoría social.
Por eso es fundamental, en estas circunstancias, afrontar seria y responsablemente las dificultades, cerrar cuanto antes las vías de agua que se han abierto, y evitar que los males sean mayores, que pueden serlo. Y, al mismo tiempo, no perder el sentido de la orientación, haciendo frente a los importantes riesgos que se presentan para preservar un modelo de políticas públicas dirigidas a la justicia y el reequilibrio social.

Publicado en Oviedo Diario, 5 de junio de 2010.