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18.3.09

CONTRA LA CADENA PERPETUA


El asesinato de la joven Marta del Castillo, y unos meses antes el de Mari Luz Cortés, ha despertado una profunda y sentida preocupación ciudadana, espoleada por el dolor de los familiares y las movilizaciones que, en ambos casos, éstos han emprendido reclamando el endurecimiento de las penas ante crímenes de estas características, incluyendo la propuesta de instaurar la cadena perpetua. En un primer momento lo que procede es una actitud de respeto y comprensión hacia los padres de las víctimas, cuya tragedia sólo ellos mismos padecen en toda su dimensión, y que, lógicamente, merecen el abrigo de toda la sociedad ante las circunstancias que atraviesan; recordemos, además, que en el caso de Marta del Castillo, en el momento de escribir estas líneas aún no ha aparecido su cuerpo, más de un mes después de la fecha en la que fue asesinada, situación que sin duda acrecienta la angustia de sus familiares hasta límites insoportables.
Ahora bien, a la hora de analizar algunas respuestas que se plantean ante crímenes como los citados, es legítimo –y necesario- cuestionar las propuestas que ambas familias vienen lanzando con insistencia, aunque hayan obtenido un nada despreciable respaldo ciudadano, azuzado por algunos tratamientos periodísticos de esta tragedia bastante irreflexivos. Debe preocuparnos, en este sentido, la ligereza con la que estos días se debate sobre la posibilidad de introducir las reformas legales y constitucionales precisas para instaurar la cadena perpetua, dando pábulo a propuestas que supondrían un retroceso notable en materia de política penal y penitenciaria.
No olvidemos que la cadena perpetua parte del principio de que determinadas personas merecen un apartamiento total y definitivo de la sociedad para ser confinados de por vida, negando de antemano toda posibilidad de arrepentimiento o reincorporación a la sociedad, sin considerar en modo alguno la posibilidad de que una persona pueda, sincera y profundamente, modificar su escala de valores y pautas de conducta. No olvidemos, aunque ahora resulte impopular decirlo, que la persona que comete un terrible delito en una etapa de inmadurez, amoralidad o (en algunos casos) dificultad, puede que no sea la misma en un periodo posterior, y que, entre medias, pagará rigurosamente por el crimen perpetrado. Quizá no resulte cómodo afirmarlo en este momento, pero creo ecuánime recordar que un criminal joven (aunque mayor de edad), que posiblemente pasará más de una década en prisión, tendrá margen temporal suficiente para el arrepentimiento, y, quizá no ahora, pero, con el paso de los años entre rejas, es probable que acabe maldiciendo todos los días el horror cometido, que causó tanto dolor ajeno y que ha provocado también un enorme mal propio. Por otra parte, si bien nuestro sistema penal se orienta, al menos en teoría, y como recoge la Constitución, a la reeducación y la reinserción social, no es menos cierto que en la práctica incluye también un fuerte componente retribucionista, con condenas de prisión prolongadas e importantes dificultades legales y requisitos que cumplir para alcanzar el tercer grado penitenciario o la libertad condicional. No es cierto, en suma, que el sistema sea permisivo, liviano o benevolente.
En este estado de cosas, admitir la cadena perpetua significaría, además, aceptar como norma la institucionalización de personas a las que se reducen drásticamente sus derechos con vocación indefinida y sin un fin futuro que lo justifique (al renunciarse a la reeducación como principio), disminuyendo severamente su capacidad de conocer y aprehender el valor de la libertad y la responsabilidad que comporta, deshumanizándoles en consecuencia. Por el contrario, los efectos para el conjunto social no resultan particularmente benéficos, puesto que no hay una repercusión inmediata o palpable entre la introducción de este tipo de castigos y la reducción de la delincuencia cuando de esta clase de crímenes hablamos, ya que otros muchos factores inciden en esta realidad.
Más allá de las distintas opiniones en liza, si no tratamos de aproximarnos con mayor serenidad a este debate alentaremos que la indignación se transforme en ira (sólo la protección policial impidió un linchamiento a los imputados por el crimen) y que la justicia racional y civilizada se deje llevar por pasiones humanas que conviene, cuando se trata de tomar decisiones de calado, atemperar.
Publicado en Oviedo Diario, 7 de marzo de 2009.