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29.3.12

PEPA Y PP

Existe una perversa tendencia en nuestro país a simplificar acontecimientos cardinales de nuestra historia para distorsionarlos y hacer uso de ellos en beneficio de la propia táctica en el momento presente. Me temo que una necesaria celebración, como la del bicentenario de la Constitución Política de la Monarquía Española, nombre solemne de la de Cádiz de 1812, puede incluirse entre esa clase de abusos si persiste la tendencia, habitual en los últimos años, a dotar de carga sesgada a conceptos como el de reforma o el de liberalismo. Prueba fehaciente de esta torcida pretensión es la utilización de la voluntad transformadora de los constituyentes doceañistas como aducida fuente de inspiración de la oleada de decretos-ley con las que el actual Gobierno central ha puesto en marcha la cadena de desmontaje del Estado Social, que es, por cierto, el que consagra nuestra vigente Constitución, en este aspecto poco invocada. Todo un sarcasmo.

Otro ejemplo lo tenemos en la deliberada omisión, en los mensajes oficiales conmemorativos, de que la Constitución de Cádiz se aprobó a despecho de quienes recelaban –no precisamente una minoría- del espíritu renovador que la impregnaba, bien por entenderlo excesivamente avanzado para aquellos tiempos y para nuestras raíces históricas o bien por posicionarse directamente a favor de la continuidad del Antiguo Régimen. Cuando escuchamos en nuestros días que tal o cuál propuesta no se acompasa al ritmo de evolución social o que un Gobierno no debe ir más allá de un supuesto e inamovible lugar común, es fácil detectar el resabio de esa tradición reticente al cambio; por cierto, ¡cuántas veces habremos oído argumentos similares, traídos a nuestros días, respecto a las medidas que en materia de política social y derechos civiles se adoptaron en las anteriores legislaturas! Tampoco olvidemos que los propios artífices de la Constitución de 1812 la enmarcaron en un proceso que a posteriori no dudaron en calificar de revolucionario (término que en aquel momento no se utilizaba a la ligera, como sucede hoy en que se aplica hasta a la fórmula de los detergentes); y, efectivamente, convertir “la representación legal y conocida de la Monarquía en sus antiguas Cortes”, como enunciaba el Decreto de la Junta Suprema de convocatoria, en una asamblea dispuesta a abolir las instituciones del viejo Régimen y a certificar el alumbramiento la soberanía nacional lo fue; impronta revolucionaria que no casa en absoluto con la alergia a los procesos transformadores de progreso que anida en muchos que ahora invocan sentidamente la obra de 1812.

Por otra parte, reconocernos en nuestra historia significa también advertir que en momentos decisivos ciertas fuerzas reaccionarias fueron capaces de revertir rápidamente los avances conseguidos y convertirlos en poco más que un brillante recuerdo. Por pura coherencia y respeto a la memoria, no conviene edulcorar los acontecimientos ni silenciar los fracasos de los intentos de modernización. “El Deseado” y los que no estaban dispuestos a renunciar a privilegios largamente asentados enviaron al exilio (cuando no al cadalso) por dos veces -en 1814 y 1823- a los defensores del sistema constitucional, para hacer compañía a los afrancesados que tuvieron que partir en el primer gran destierro político de nuestra historia. Y durante décadas posteriores los intentos de superación del atraso secular y de implantación de sistemas políticos avanzados se dieron de bruces con la inexistente disposición a admitirlos de quienes finalmente frenaron tales intentos. La historia constitucional de España es también la de los sueños fugaces de constituciones como la de 1869 o la de 1931, vistas, al igual que en su momento la de 1812, como excesos inadaptados a lo que falaz y supuestamente se entendía que era nuestra naturaleza política, pero que, a la postre, fueron semilla de posteriores progresos civilizadores, aunque no se desee publicitar su legado.

Con el tiempo, a las corrientes dispuestas a perpetuar desigualdades no les queda más remedio que adaptarse al nuevo escenario, asumir algunas conquistas alcanzadas y aceptar ciertos cambios forzados por la dinámica social. Me parece perfecto, razonable y deseable. Pero más de una vez se guardan en la recámara otra agenda de prioridades por si las condiciones les son propicias, para, hoy de una forma aparentemente sutil, llevar a nuestros tiempos retrocesos que no evocan precisamente el libertario Viva la Pepa sino el recurrente Vivan las caenas.

Publicado en La Voz de Asturias, 27 de marzo de 2012.

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