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5.3.12

AL FONDO, LAS FOSAS

La reciente absolución de Baltasar Garzón por parte del Tribunal Supremo tras su enjuiciamiento bajo la acusación de haber cometido el delito de prevaricación por declararse competente para la investigación de los crímenes del Franquismo, pone punto final a un triste capítulo de nuestra última historia judicial. Por fortuna para todos, nos hemos evitado la deshonra que comportaría que una persona internacionalmente respetada y reconocida por sus aportaciones al progreso de la persecución de los crímenes más atroces, resultase condenada precisamente por intentar aportar soluciones jurídicas a asignaturas pendientes en el país que, hasta la desdichada reforma que cercenó el principio de justicia universal en nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial, se había destacado por la receptividad de sus órganos judiciales –y singularmente, la Audiencia Nacional- al impulso a procesos contra violaciones masivas de los Derechos Humanos.

En el campo del debate estrictamente jurídico, no son infrecuentes las tensiones entre la búsqueda de la justicia material y los aparentes obstáculos que, para la consecución de ésta, a veces se encuentran en otros principios igualmente básicos para un ordenamiento jurídico avanzado, como son la seguridad jurídica y las garantías necesarias de todo proceso. Sobre esta base y con las limitaciones de las normas vigentes, por supuesto que existe margen, en muchísimas ocasiones, para que los operadores jurídicos implicados, y principalmente el juzgador, tomen la iniciativa, opten por interpretaciones novedosas y promuevan, con sus decisiones, avances sustanciales en la conquista de la justicia. Sin una cierta dosis de valor y audacia, la función jurisdiccional se limitaría a poco menos que subsumir un supuesto de hecho en una norma jurídica, como si no hubiese que tomar en cuenta las circunstancias que rodean a cada situación e influyen decisivamente; como si la injusticia lacerante no requiriese buscar alternativas jurídicamente viables antes que permitir su persistencia; como si hubiese que quedarse de brazos cruzados ante la imposibilidad de ofrecer respuestas en un sistema de leyes que, por su propia naturaleza y afortunadamente (lo contrario sólo sería posible en una sociedad inactiva o robotizada), nunca podrá contemplar todas las situaciones posibles.

De no haber sido por la adopción de posiciones jurídicas valientes, no se habrían alumbrado interpretaciones e innovaciones jurídicas plenamente civilizadoras y, entre otros, al Juez Garzón se le debe, por ello, mucho. Se esté de acuerdo o no con las críticas que desliza el Tribunal Supremo en su Sentencia, podrá debatirse si la aplicación del Derecho que hizo Garzón era errónea o excesivamente antiformalista en su Auto de 16 de octubre de 2008, con el que pretendía comenzar una investigación por delitos permanentes de detención ilegal de los desaparecidos a causa de las atrocidades cometidas por los alzados contra la II República. Pero de ahí a reputarle la comisión un delito de prevaricación dista un mundo, como corrobora el propio Supremo. Máxime cuando lo que pretendía Garzón no era sentar a nadie en el banquillo, al extinguirse la responsabilidad por tales crímenes con la muerte de los autores. Su intención era, como dice la hermosa canción de Pedro Guerra, “contar, desenterrar, emparejar, sacar el hueso al aire puro de vivir”, es decir, promover la identificación y exhumación de las fosas y zanjar de una vez por todas la herida abierta para nuestra dignidad democrática que continúa siendo la existencia de decenas de miles de víctimas (en torno a 114.000, cifraba el Auto mencionado) pendientes de localización, así como la dignificación de los espacios en los que, pretendiendo enterrar con ellos sus ideas, se les arrojó impunemente.

Publicado en Oviedo Diario, 3 de marzo de 2012.

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