NUEVOS ASTURIANOS, CON O SIN CONTRATO
Uno de los debates de la campaña electoral, introducido principalmente por el PP, ha sido la política de inmigración. Es cierto que el fenómeno inmigratorio ha resultado particularmente intenso en los últimos años, y que en un periodo de tiempo relativamente breve la composición social ha crecido en diversidad racial, nacional, lingüística, religiosa, etc. Evidentemente, la realidad de la inmigración ya incide en muchos aspectos de nuestra vida cotidiana e introduce cambios importantes en algunos esquemas sociales. De eso hay que hablar, claro que se debe hablar.
Ahora bien, mucho depende del enfoque de partida y los objetivos que manejen quienes plantean que se debata sobre la política de inmigración en España. Una cosa es analizar sosegadamente si los conceptos de nación y de ciudadanía deben revisarse a la luz de la intensidad de los flujos migratorios; si los derechos políticos más elementales (votar y ser votado) deben seguir vinculándose sólo a la nacionalidad; si existe un umbral de acogida y cuáles son las consecuencias de las restricciones a los movimientos transnacionales de las personas; etc. Otra bien diferente es tratar de antemano de establecer diferenciaciones entre “ellos” y “nosotros”, como si no existiesen interdependencias o nativos y extranjeros formasen comunidades diferenciadas y homogéneas, algo fuera de toda realidad y con una pretensión discriminatoria muy peligrosa; o cuestionar a priori la voluntad de convivencia del inmigrante, alimentando la semilla de la desconfianza. Detrás de la enunciación de estos planteamientos viene la pretensión de ofrecer medidas que, con mayor o menor agresividad, traten de preservar los derechos de los nativos frente a los de los extranjeros, presuponiendo la existencia de colisión o de riesgo para los primeros, iniciando una dinámica de defensa frente al otro de la que se nutre todo planteamiento xenófobo.
En este sentido, la propuesta de Mariano Rajoy de obligar a los inmigrantes extranjeros a comprometerse con un contrato de integración tiene precisamente el marchamo del segregacionismo más puro, y, aunque es cierto que otros líderes derechistas europeos la manejan, no deja de ser una tímida emulación de las leyes que en décadas pasadas establecieron un régimen diferente de trato por razón del origen racial o nacional, mucho más allá de la regulación de las situaciones administrativas de los extranjeros en el territorio. Un par de puntualizaciones merece dicha propuesta. Para empezar, huelga decir que toda persona tiene en España que observar las leyes y que el incumplimiento de las mismas debe llevar aparejada la correspondiente consecuencia jurídica; nadie ha planteado otra cosa diferente y no sucede lo contrario en la práctica. Para seguir, el estándar común de conductas exigibles viene delimitado precisamente por lo que marcan las leyes, que además son imperativas, por lo que no es necesario la exigencia de un plus de voluntad de integración, llamémoslo así, que el cumplimiento de tales obligaciones. Para finalizar, a ningún ciudadano español se le exige, so pena de recibir una sanción, unas pautas de conducta moral concretas más allá del respeto a esa legalidad básica, sin perjuicio de que se anime la participación activa e identificación con los valores inspiradores del ordenamiento jurídico; por el contrario, se plantea exigir al inmigrante extranjero que pase un examen cotidiano –al que nadie más se somete- para acreditar que cumple unos requisitos de vago contenido y máxima abstracción, vinculados a una idea de la españolidad que, cuando menos, debería ser objeto de debate. Obligaciones que se incluyen en un contrato, pero que, contrariamente a la noción elemental de todo contrato, tiene unas cláusulas que el inmigrante extranjero no puede negociar, ya que tiene que acatar leyes en cuya formación no puede participar; no puede rechazar y no son fruto de la autonomía de la voluntad, porque el contrato se le impone si desea seguir residiendo en España, aunque cumpla las condiciones fijadas legalmente; y no establece contrapartidas recíprocas, puesto que no hay ningún derecho adicional que se devengue por el cumplimiento del contrato. Llamar a esto contrato es un sarcasmo impropio de un registrador de la propiedad como Rajoy.
En Asturias viven no menos de 30.000 inmigrantes extranjeros. Trabajan con asturianos, para asturianos y también algunos son ya empleadores de asturianos. Estudian con asturianos. Comparten los servicios públicos y prestaciones –por los que pagan impuestos y cotizaciones- con asturianos. Simple y llanamente, porque son nuevos asturianos. La principal diferencia es que en estas elecciones se decide sin éllos, aunque se hable de éllos. Y, si se sale con la suya el PP, se decidirá contra éllos.
Ahora bien, mucho depende del enfoque de partida y los objetivos que manejen quienes plantean que se debata sobre la política de inmigración en España. Una cosa es analizar sosegadamente si los conceptos de nación y de ciudadanía deben revisarse a la luz de la intensidad de los flujos migratorios; si los derechos políticos más elementales (votar y ser votado) deben seguir vinculándose sólo a la nacionalidad; si existe un umbral de acogida y cuáles son las consecuencias de las restricciones a los movimientos transnacionales de las personas; etc. Otra bien diferente es tratar de antemano de establecer diferenciaciones entre “ellos” y “nosotros”, como si no existiesen interdependencias o nativos y extranjeros formasen comunidades diferenciadas y homogéneas, algo fuera de toda realidad y con una pretensión discriminatoria muy peligrosa; o cuestionar a priori la voluntad de convivencia del inmigrante, alimentando la semilla de la desconfianza. Detrás de la enunciación de estos planteamientos viene la pretensión de ofrecer medidas que, con mayor o menor agresividad, traten de preservar los derechos de los nativos frente a los de los extranjeros, presuponiendo la existencia de colisión o de riesgo para los primeros, iniciando una dinámica de defensa frente al otro de la que se nutre todo planteamiento xenófobo.
En este sentido, la propuesta de Mariano Rajoy de obligar a los inmigrantes extranjeros a comprometerse con un contrato de integración tiene precisamente el marchamo del segregacionismo más puro, y, aunque es cierto que otros líderes derechistas europeos la manejan, no deja de ser una tímida emulación de las leyes que en décadas pasadas establecieron un régimen diferente de trato por razón del origen racial o nacional, mucho más allá de la regulación de las situaciones administrativas de los extranjeros en el territorio. Un par de puntualizaciones merece dicha propuesta. Para empezar, huelga decir que toda persona tiene en España que observar las leyes y que el incumplimiento de las mismas debe llevar aparejada la correspondiente consecuencia jurídica; nadie ha planteado otra cosa diferente y no sucede lo contrario en la práctica. Para seguir, el estándar común de conductas exigibles viene delimitado precisamente por lo que marcan las leyes, que además son imperativas, por lo que no es necesario la exigencia de un plus de voluntad de integración, llamémoslo así, que el cumplimiento de tales obligaciones. Para finalizar, a ningún ciudadano español se le exige, so pena de recibir una sanción, unas pautas de conducta moral concretas más allá del respeto a esa legalidad básica, sin perjuicio de que se anime la participación activa e identificación con los valores inspiradores del ordenamiento jurídico; por el contrario, se plantea exigir al inmigrante extranjero que pase un examen cotidiano –al que nadie más se somete- para acreditar que cumple unos requisitos de vago contenido y máxima abstracción, vinculados a una idea de la españolidad que, cuando menos, debería ser objeto de debate. Obligaciones que se incluyen en un contrato, pero que, contrariamente a la noción elemental de todo contrato, tiene unas cláusulas que el inmigrante extranjero no puede negociar, ya que tiene que acatar leyes en cuya formación no puede participar; no puede rechazar y no son fruto de la autonomía de la voluntad, porque el contrato se le impone si desea seguir residiendo en España, aunque cumpla las condiciones fijadas legalmente; y no establece contrapartidas recíprocas, puesto que no hay ningún derecho adicional que se devengue por el cumplimiento del contrato. Llamar a esto contrato es un sarcasmo impropio de un registrador de la propiedad como Rajoy.
En Asturias viven no menos de 30.000 inmigrantes extranjeros. Trabajan con asturianos, para asturianos y también algunos son ya empleadores de asturianos. Estudian con asturianos. Comparten los servicios públicos y prestaciones –por los que pagan impuestos y cotizaciones- con asturianos. Simple y llanamente, porque son nuevos asturianos. La principal diferencia es que en estas elecciones se decide sin éllos, aunque se hable de éllos. Y, si se sale con la suya el PP, se decidirá contra éllos.
Publicado en Fusión Asturias, marzo de 2008.
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