CIUDADES IRRECONOCIBLES
Cuando este artículo sea publicado es muy posible que ya hayan cerrado definitivamente los multicines Brooklyn de Oviedo, y, con ellos, desaparezcan las salas de proyecciones en el casco urbano, transmutadas en nuevos supermercados. Llámenme romántico, pero la caída, como piezas de dominó, de todas y cada una de las salas de cine que recuerdo de mi infancia (Real Cinema, Principado, Clarín, Minicines, Ayala) me produce una profunda tristeza, y me invita a pensar en los nuevos senderos que han tomado nuestras ciudades. A partir de ahora, para ir al cine tendremos que sortear, queramos o no, un bombardeo de escaparates y ofertas, carros de la compra y grupos de adolescentes que pasan la tarde en el centro comercial. Aprenderemos a soportar un hilo musical que se acelera cuando las tiendas están llenas para incitar a la rápida compra. Suspiraremos apiñados en las colas de las taquillas. Nos sentiremos, antes de llegar a la sala de cine, hormiguitas en un desfile de consumo rápido, despersonalizado e irreflexivo.
La reducción de las salas de cine a apéndices de los centros comerciales va con el ritmo de los tiempos. No se espera de nosotros que vayamos dando un paseo al cine, ni que veamos una película flotando entre el silencio de la concurrencia, ni siquiera que comentemos la jugada al finalizar la proyección; y por supuesto no se nos exige rumiar una reflexión motivada por la película. Lo que quieren es que vayamos en coche al centro comercial, consumamos perritos calientes y nachos mientras vemos “La pasión de Cristo” (esto lo he visto yo a un vecino de butaca con mis propios ojitos), chismorreemos siempre que podamos, y al finalizar la proyección nos vayamos de compras antes de que se nos ocurra preguntarnos cualquier cosa sugerida por la película. El sistema ya ha conseguido que el cine forme parte, en buena medida, de su engranaje, comprimiendo toda posibilidad transformadora del séptimo arte entre el huracán de los centros comerciales, quintaesencia del modo de vida que nos proponen. Más temprano o más tarde se les ocurrirá alguna estratagema similar (alguna más acertada que los horribles best-sellers que nos inundan) para reconducir la lectura a una actividad inocua para el poder establecido; quizá ni les haga falta mientras los niveles de lectura desciendan y el analfabetismo funcional crezca. Menos mal que todavía nos queda internet como ventana de libertad (acosada, eso sí).
La desaparición de las salas de cine urbano viene de la mano de una transformación de nuestra estructura comercial conectada con profundos cambios de la fisonomía urbana. Los ejes comerciales de barrio languidecen, particularmente en Oviedo, mientras las grandes cadenas de establecimientos y los centros comerciales de nuevo cuño crecen sin limitaciones más o menos efectivas. Un par de datos estadísticos para ilustrar la afirmación: mientras Asturias tiene el 2,6% de la población de España, tiene el 6,1% de la superficie de supermercados e hipermercados; y en los últimos 4 años se ha puesto en marcha el 30% de la actual superficie de supermercados e hipermercados en Asturias. Los barrios pierden tiendas y personalidad, y el punto de encuentro deja de ser la plaza, la calle o la terraza, pasando a ser la escalera mecánica del centro comercial. Se quiebran círculos colectivos –el grupo de vecinos- y se debilitan relaciones personales –el comprador con el comerciante del barrio-. Ningún centro comercial será jamás un ágora en el que se debate sobre el devenir de las cosas: al pasar su puerta sólo somos un número más en su lista de fieles consumidores-adeptos.
Con el cierre de los Brooklyn, en definitiva, damos un paso más para acercarnos al escenario distópico que fabula Saramago en “La caverna”: el macrocentro de comercial propone y dispone de nuestras pautas de consumo y de conducta, nos ofrece seguridad sin libertad, aburrimiento sin sobresaltos e ignorancia sin contratiempos.
La reducción de las salas de cine a apéndices de los centros comerciales va con el ritmo de los tiempos. No se espera de nosotros que vayamos dando un paseo al cine, ni que veamos una película flotando entre el silencio de la concurrencia, ni siquiera que comentemos la jugada al finalizar la proyección; y por supuesto no se nos exige rumiar una reflexión motivada por la película. Lo que quieren es que vayamos en coche al centro comercial, consumamos perritos calientes y nachos mientras vemos “La pasión de Cristo” (esto lo he visto yo a un vecino de butaca con mis propios ojitos), chismorreemos siempre que podamos, y al finalizar la proyección nos vayamos de compras antes de que se nos ocurra preguntarnos cualquier cosa sugerida por la película. El sistema ya ha conseguido que el cine forme parte, en buena medida, de su engranaje, comprimiendo toda posibilidad transformadora del séptimo arte entre el huracán de los centros comerciales, quintaesencia del modo de vida que nos proponen. Más temprano o más tarde se les ocurrirá alguna estratagema similar (alguna más acertada que los horribles best-sellers que nos inundan) para reconducir la lectura a una actividad inocua para el poder establecido; quizá ni les haga falta mientras los niveles de lectura desciendan y el analfabetismo funcional crezca. Menos mal que todavía nos queda internet como ventana de libertad (acosada, eso sí).
La desaparición de las salas de cine urbano viene de la mano de una transformación de nuestra estructura comercial conectada con profundos cambios de la fisonomía urbana. Los ejes comerciales de barrio languidecen, particularmente en Oviedo, mientras las grandes cadenas de establecimientos y los centros comerciales de nuevo cuño crecen sin limitaciones más o menos efectivas. Un par de datos estadísticos para ilustrar la afirmación: mientras Asturias tiene el 2,6% de la población de España, tiene el 6,1% de la superficie de supermercados e hipermercados; y en los últimos 4 años se ha puesto en marcha el 30% de la actual superficie de supermercados e hipermercados en Asturias. Los barrios pierden tiendas y personalidad, y el punto de encuentro deja de ser la plaza, la calle o la terraza, pasando a ser la escalera mecánica del centro comercial. Se quiebran círculos colectivos –el grupo de vecinos- y se debilitan relaciones personales –el comprador con el comerciante del barrio-. Ningún centro comercial será jamás un ágora en el que se debate sobre el devenir de las cosas: al pasar su puerta sólo somos un número más en su lista de fieles consumidores-adeptos.
Con el cierre de los Brooklyn, en definitiva, damos un paso más para acercarnos al escenario distópico que fabula Saramago en “La caverna”: el macrocentro de comercial propone y dispone de nuestras pautas de consumo y de conducta, nos ofrece seguridad sin libertad, aburrimiento sin sobresaltos e ignorancia sin contratiempos.
Publicado en la revista Fusión Asturias, marzo de 2007.
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