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26.3.06

LA IZQUIERDA ABIERTA

Una de las características que primigeniamente diferencia a progresistas y conservadores es la capacidad de los primeros para modificar respuestas, articular políticas innovadoras y en definitiva adaptarse a una realidad cambiante ofreciendo modelos diferentes a escenarios diferentes. El conservador puede persistir década tras década con sus rudimentos ideológicos intactos, generalmente aquellos que cimientan un status quo beneficioso para sus intereses y por lo común injusto y discriminatorio. En el mejor de los casos, el conservador opta por un inmovilismo intelectual y se autocensura a la hora de atisbar nuevos límites.
Se dice que la izquierda lleva a?os buscando nuevos caminos tras la pérdida de referencias ideológicas en los últimos a?os del siglo XX. Posiblemente sea verdad y no sólo el modelo del llamado socialismo real –evidentemente y felizmente fracasado- sino la socialdemocracia clásica se hayan convertido en standards caducos, pensados para un panorama social, económico y político internacional que ya no es tal. Asistimos a nuevas formulaciones de los objetivos históricos de la izquierda, y se trazan nuevos caminos diferentes a los ordinarios en la pugna por una sociedad adecuada a la aspiración de justicia que domina comúnmente el pensamiento de la izquierda.
Estamos, por lo tanto, en un proceso de cambio del paradigma de la izquierda, un momento convulso y confuso en el debate ideológico y en la práctica política. Es el tiempo para decidir si la izquierda puede aportar realmente pautas estructuradas para avanzar en un modelo social o si prefiere permanecer a la defensiva, en una ética de la resistencia que, si bien tiene connotaciones en ocasiones heroicas y estimulantes, está condenada al fracaso de quien cede, palmo tras palmo, sus conquistas históricas.
Por eso, la izquierda tiene que reinventar muchos de sus elementos. Por un lado, a la tradición comunitarista (que subraya el aspecto colectivo) que late en el origen de la izquierda es preciso incorporar definitivamente el inmenso caudal del mejor liberalismo, el que apuesta por el hombre como constructor de su propio destino, el que reafirma la libertad del individuo como sujeto responsable y capaz para la toma de decisiones. Se trata de romper ataduras intelectuales, de no situarse de espaldas a las teorías liberales que alimentan la concepción de los derechos humanos, la necesidad de que el poder público esté sometido a limitaciones, la articulación de controles y mecanismos de participación que aseguren que la formación de la voluntad colectiva no se hace contra el individuo sino en su defensa. Existe un liberalismo llamado a reforzar a la izquierda, que apuesta por la democracia radical, por el Estado de derecho, por el republicanismo, por el autogobierno de los pueblos, y que combate todo intento de violentar abierta o subrepticiamente las reglas del juego y de anteponer intereses corporativos al interés general. Los aperos ideológicos de la izquierda, en definitiva, no pueden ser únicamente los provistos la tradición del marxismo o el socialismo democrático; es recomendable que la izquierda se atreva a incorporar en sus planteamientos a un liberalismo indudablemente comprometido con el progreso social.
Por otro lado, la izquierda debe revisar concienzudamente, bajo el influjo del cambio se?alado, muchas de sus recetas, permeabilizando un armazón ideológico que sólo será robusto y eficaz si es abierto a nuevas exigencias, derechos y realidades, sin convertirse en un caparazón que llega a ser asfixiante e impide todo movimiento.
En este sentido, es imprescindible una apuesta por una nueva forma de entender el poder y la representación pública, más apegada a la democracia directa, a la participación cotidiana de la ciudadanía en la toma de decisiones, a una revitalización democrática que indudablemente afecte también a la estructura y funcionamiento interno de los partidos políticos. Más apegada también al reconocimiento de la capacidad de autogobierno de los ámbitos administrativos más cercanos al ciudadano. El Estado tiene que ser una maquinaria de carne y hueso, transparente, libre, plenamente democrática, cuya configuración se haga desde el respeto a los derechos de los ciudadanos que, en contrapartida, asumen deberes cívicos de compromiso con la colectividad.
Además, es imprescindible que el campo de juego de la izquierda no quede sólo delimitado por el vector clásico de la igualdad (que ya no debe ser sólo igualdad de clases, sino también igualdad independientemente de toda condición social), sino que también, en la mejor definición de la izquierda moderada realizada por Bobbio, el vector de la apuesta por la libertad del individuo ha de entrar también en liza. Sin descartar, así mismo, nuevas orientaciones propias del siglo XXI: encontrar mecanismos para combinar ambos criterios, sin merma de su contenido esencial, con el respeto a la diversidad de un mundo mestizo e intercultural. En esta clave, se hace preciso que la izquierda redefina el concepto de ciudadanía, cuya ligazón a la nacionalidad es, además de impropia de una realidad global, salvajemente injusta.
El reconocimiento de nuevos derechos se ha de situar en la prioridad política de la izquierda. La tercera generación de derechos humanos (paz, desarrollo, disfrute del medio ambiente, etc.) debe alcanzar un rango y protección pública suficiente, siendo preciso incorporar o subrayar nuevos derechos, asociados a la investigación científica (ejemplo, todo lo relativo al código genético) y a las nuevas tecnologías, al acceso al conocimiento avanzado, y a la imprescindible necesidad de que para la sociedad en red que se avecina no se creen bolsas de marginación del proceso de comunicación global que afrontamos.
En este marco, la izquierda debe desembarazarse además de prejuicios elementales sobre el escenario económico. El incremento de los niveles de bienestar social, a?adiendo nuevos servicios sociales y prestaciones públicas, asegurando el derecho a la salud, a la educación, etc., es clave que se realice desde la provisión pública de estos bienes, que no es sinónimo de la producción pública de los mismos. El Estado ha de ser un actor que juegue un papel de control, de supervisión, alejado de la participación directa en el juego económico, situándose en posición de árbitro eficaz, velando por el bien colectivo, la seguridad jurídica, el cumplimiento de las leyes, la erradicación de ciertas tendencias que las fuerzas del mercado manifiestan y que precisamente atentan contra los criterios del mercado libre. Es compatible un nivel alto –mayor que el actual- de cohesión social y protección pública de los derechos ciudadanos, con la asunción de objetivos mediales –imprescindibles para la consecución del objetivo de justicia citado- como el reconocimiento de la iniciativa privada, el crecimiento económico, el aumento de la competitividad o el establecimiento de un modelo fiscal justo pero eficaz.
En definitiva, hoy la izquierda se debate entre el mantenimiento de una identidad pétrea y la búsqueda de nuevos objetivos. Se dirime, por lo tanto, la opción por un modelo de izquierda conservadora, cerrada, y limitada o por modelo de izquierda progresista, abierta, atrevida y que no se establece fronteras en la transformación social.
Publicado en Revista Fusión, febrero de 2004