ALGUNAS IMPRESIONES SOBRE LOS SUCESOS DE FRANCIA Y LAS POLÍTICAS LOCALES
La muerte de Bouna Traoré y y Zyed Benna, de 15 y 17 a?os respectivamente, electrocutados accidentalmente mientras escapaban de la policía en Clichy-sous-Bois, ha generado una cascada de disturbios que han puesto en jaque al Estado francés durante tres semanas. No es la primera vez que un país europeo padece una convulsión social y una ola de violencia detrás de la que late la segregación social de la comunidad inmigrante o de minorías étnicas o religiosas, pero en esta ocasión estamos asistiendo a sucesos cuya magnitud alerta del severo riesgo de quiebra de la convivencia en el corazón de Europa. El resultado de estas jornadas de desórdenes se concreta en más de 7.000 vehículos calcinados, un centenar de edificios públicos asaltados, miles de detenidos, una persona muerta (además de Bouna y Zyed), la declaración del estado de emergencia que se prolongará hasta comienzos del próximo a?o, la implantación del toque de queda en algunos barrios, y sobre todo, la sensación de inseguridad colectiva, la impotencia de los poderes públicos, y la crispación social exacerbada.
?Son Bouna y Zyed, salvando las distancias, los Sacco y Vanzetti de una nueva revuelta contra la feroz injusticia de un sistema? Es muy discutible la motivación de los jóvenes que han alimentado las llamas de la discordia estas semanas. Indudablemente son reprobables los métodos empleados para expresar su frustración, que da?an más que a nadie a ellos mismos y su entorno directo. Seguramente la rabia manifestada estas noches de disturbios no es otra cosa que una violencia nihilista que se agota en sí misma. Pero posiblemente haya numerosas razones para cuestionar las equivocadas orientaciones de una política que ha llevado al naufragio de las esperanzas de las segundas y terceras generaciones de inmigrantes, algunos de cuyos integrantes han protagonizado las actividades violentas en los barrios de numerosas ciudades de Francia.
Precisamente es el ámbito local el especialmente concernido cuando se trata de activar respuestas ante los problemas que se pueden entrever tras los sucesos de Francia. La políticas de proximidad, que son capaces de atender a los problemas de forma singularizada y en su propio entorno (el barrio, la calle, el bloque de viviendas), cobran protagonismo cuando se desatan las convulsiones sociales. La concepción centralista de la que Francia ha hecho gala históricamente, muestra ahora su peligroso envés. La administración estatal muchas veces está separada de la cruda realidad por distancias burocráticas y frías actitudes que difícilmente permiten comprender en todos sus aspectos las microrrealidades que componen el más amplio tejido del panorama social. El aparato del estado central responde en muchas ocasiones con reflejos paquidérmicos ante los conflictos que tienen su epicentro en el ámbito local, porque padece importantes limitaciones en su propia estructura y naturaleza para conocer los problemas que aquejan a espacios urbanos muy se?alados, y no puede recibir sin entropía la información y las impresiones que emanan de los entornos más peque?os. La horma del zapato de los problemas de exclusión social focalizados en los suburbios no es tanto la planificación de grandes iniciativas del Estado, como la agilidad y cintura que pueden aportar administraciones regionales y –sobre todo- locales que dispongan de recursos suficientes, autonomía y organización para ello. El autogobierno de las regiones (comunidades autónomas en nuestro caso), y la autonomía municipal se fundamentan antes que nada en su privilegiada línea de salida frente a la administración estatal para atender las cuestiones más cercanas y cotidianas a los ciudadanos. Explotar al máximo las oportunidades que ofrece esa ventaja comparativa de la administración más cercana es por lo tanto el reto ineludible.
Por otra parte, el modelo de desarrollo urbano, que se debe definir principalmente desde el propio ámbito local, influye de manera notable en la generación o la solución de los conflictos sociales de los que hablamos. Las viviendas sociales a modo de colmena de los banlieues franceses acaban tejiendo entornos con vocación de bucle, que atrapan a sus habitantes en su propia realidad no siempre fácil. No debemos olvidar que el urbanismo no es una disciplina únicamente técnica o terreno exclusivo de los actores económicos que inciden en él, sino que es una materia en la que las decisiones tienen repercusiones cotidianas para las personas. El dise?o de las ciudades, y sobre todo de su expansión actual, se ajusta por lo tanto a modelos de crecimiento urbano que pueden estar marcados por una u otra escala de valores. La apuesta de futuro jamás podrá residir en ciudades dispuestas como círculos concéntricos herméticos o escasamente comunicados entre sí, en los cuáles la diferencia de renta o los rasgos identitarios sitúen a los ciudadanos más cercanos o lejanos del centro o en bolsas socialmente homogéneas. La reaparición de la estratificación social en segmentos cada vez más diferenciados (y ahora no sólo por la renta, también por el origen nacional o la identidad religiosa y cultural) tiene también mucho que ver con la resignación o complicidad de los responsables públicos en la creación de ciudades de varias velocidades, con zonas que no son especialmente porosas y abiertas al resto, sino realidades diferenciadas, generalmente marcadas por las dificultades, de otras situadas a no mucha distancia. Parece que inexorablemente nos vamos acostumbrando a dirigentes locales que hacen orgullosa promoción de la ciudad de primera velocidad, limpia, participativa, segura, democrática, razonablemente bien comunicada, cohesionada y que patrimonializa la representación y denominación del conjunto; mientras a escasos minutos de trayecto la ciudad de tercera velocidad, que sigue siendo la misma al fin y al cabo, cada vez se impermeabiliza más y se aleja de los patrones exigibles en lo que a calidad de vida de sus habitantes se refiere. No en vano, estas situaciones son llamadas cuarto mundo en sus versiones más extremas, propias de algunas grandes ciudades. La ciudad es por lo tanto un laboratorio para la cohesión social del conjunto social; todas las segregaciones nacen primero en sus límites y entre sus ciudadanos, y es en ese entorno en el que deben ser atajadas.
El abandono de las políticas sociales de proximidad, protagonistas en el ámbito local, tiene mucho que ver también con la incapacidad para detener la explosión de descontento y cauterizar sus causas. Las puertas se cierran para muchos cuando el instituto del barrio está lastrado por las dificultades económicas para responder a los retos de la interculturalidad, no existen centros juveniles, ni tejido asociativo, ni iniciativas de inserción sociolaboral con presencia en el entorno inmediato. A ello se a?ade que en ocasiones los problemas familiares derivados de la precariedad social impiden que esa última y primordial red de contención aguante la presión del fracaso. A menudo el grupo de iguales se convierte entonces en el único punto de apoyo o el exclusivo eje en el que gira la sociabilidad de los jóvenes. Cuando los puntos de referencia vitales se reducen de manera tan considerable, y a esto se une el desempleo, la desestructuración familiar, la exaltación de la violencia como forma de resolver conflictos propia de nuestro tiempo, el resultado lo tenemos en las hileras interminables de coches quemados en las calles francesas.
Detrás de los sucesos de Francia late en definitiva una paradoja propia del sistema de asimilación de flujos migratorios que ha predominado en la República. Mientras la realidad que viven y perciben estos jóvenes hijos y nietos de inmigrantes se define en buena medida por la segregación y la falta de expectativas, escuchan repetidamente que tienen derechos de ciudadanía consustanciales a la identidad republicana francesa. Aunque suenen bien al oído y tengan pleno sentido, estos planteamientos resultan pura ficción a ojos de estos jóvenes cuando cotejan esas declaraciones con la cruda realidad cotidiana. Esa terrible contradicción es la que enfrenta las identidades y pertenencias plurales que atesoran estos jóvenes, azuzando en ellos la búsqueda del rasgo diferenciador que les aleje de la inaplicada aunque bienintencionada y justa idea de la plena igualdad de los ciudadanos franceses, procedan de donde procedan. En otras palabras: cualquier derecho de ciudadanía es un logro a conservar y reforzar, y aquí la tradición francesa es en buena medida admirable. Pero no olvidemos que los derechos civiles son condición necesaria pero no suficiente para la cohesión social y el progreso colectivo. Cualquier catálogo de derechos civiles se convierte en filfa si no viene acompa?ado de unos mínimos estándares sociales dignos que permitan que el ciudadano sea sujeto activo y titular de facultades también en el plano económico, social y cultural.
La principal pregunta que se suscita ahora es si la sociedad francesa y sus poderes públicos, y por extensión el conjunto de la Europa Occidental que siente este conflicto también como suyo, serán capaces de hallar respuestas a las cuestiones que los sucesos de los suburbios del país vecino han puesto encima de la mesa. Mal irán las cosas si la alternativa pasa por la arenga simplona y la lamentable demagogia de quien ofrece a esta compleja encrucijada soluciones sencillas, basadas casi exclusivamente en el uso de la fuerza coactiva del Estado y la restricción al flujo inmigratoria. Si triunfa el estilo y prácticas que representa el Ministro del Interior y presidente de la UMP Nicolas Sarkozy, la espiral de tensión proseguirá abierta o soterradamente, y la erosión de la convivencia tendrá futuros e inciertos capítulos. Lo inquietante es que, por el momento, las encuestas apuntan a una retirada de la mayoría de la sociedad francesa a la empalizada de la diferencia y al refugio en una autosuficiencia que más temprano que tarde se desvelará ingenua y limitada para afrontar los nuevos problemas. Aprendamos de los errores y actuemos en consecuencia.
Publicado en el diario La Nueva Espa?a, 26 de noviembre de 2005.
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