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13.5.12

LENGUAJE CIFRADO



Entre las muchas cosas que jamás volverán a ser iguales tras la crisis económica, si es que alguna vez se supera este estado de permanente desasosiego, la primera y difícilmente reversible será la percepción que la ciudadanía tiene de los mensajes oficiales y los provenientes de los centros de poder. Durante estos años nos hemos acostumbrado a digerir con aparente naturalidad un registro lingüístico que no es precisamente neutro, empeñado en fijar a martillazos en la conciencia colectiva e individual una serie de eslóganes que, por repetidos y penetrantes, se han convertido en parte de nuestro vocabulario sin pararnos a pensar dos veces en la carga que llevan en la recámara. Esta práctica era común en regímenes de corte autoritario con vocación de perpetuidad, pero con el viento favorable de la crisis parece haberse instalado también en las democracias occidentales en plena reconversión. La tendencia, lejos de amainar o ser sometida al escrutinio de una sociedad escéptica pero un tanto resignada, continúa intensificándose a medida que la hegemonía del discurso mayoritario va rompiendo barreras, ampliando su alcance y reduciendo a los disidentes –por moderados que sean- a la condición de personas ajenas a la realidad o incluso “antisistema” a los que perseguir.
Es significativo, por ejemplo, que hayamos admitido e incluso veamos comprensible la permanente invocación al sacrificio emitida por personas que están a enorme distancia de comprender el terrible impacto en la vida cotidiana de las medidas que planifican; porque una cosa es que se hagan una razonada composición de lugar o analicen con estadísticas en la mano los efectos de sus decisiones, y otra bien diferente que las perciban de forma directa, lo que, por mucha capacidad de empatía que tengan, está completamente fuera de su esfera personal. Si a esto se suma el desigual reparto de esfuerzos, parece sarcástico que determinados dirigentes de las instituciones del éter financiero aludan a la necesidad de tener ambición en las políticas de ajustes –que así llaman a la retirada del sector público de cualquier ámbito-, cuando de lo que se trata es de empobrecer  a la mayoría social que tiene en el trabajo su fuente de sustento. Sin embargo, recibimos el recado, lo interiorizamos e incluso aceptamos el reproche que se nos efectúa: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, los derechos sociales y laborales y los servicios públicos eran insostenibles, poco menos que un espejismo al que debemos renunciar, o incluso una reliquia propia de políticas antiguas, etc. Somos receptivos a la autoculpabilización colectiva –menos a la individual- o a las invitaciones a considerar inmerecidos para nuestra sociedad determinados estándares de seguridad o protección, pensando ingenuamente que el retroceso de décadas que se nos impone no nos afectará tanto personalmente.
La apelación a las reformas estructurales es otro de los lemas de éxito, siempre y cuándo no se discuta qué tipo de reformas son éstas, como si no hubiese otras posibles que no fuesen la desaparición de los controles a las fuerzas del mercado o el debilitamiento de la capacidad de intervención de los poderes públicos. Como resultado, asumimos de la inexistencia de alternativas, aceptando como si fuesen inocuos términos que, en este contexto, vienen de la mano de un modelo no precisamente moderno sino decimonónico, porque es el previo al nacimiento de las políticas inclusivas y el Estado Social. Nos conformamos con el sesgo otorgado a términos que, pese a su apariencia positiva, van dirigidos en un sentido en buena medida contrario al que su propio significado esencial apuntaría: dicen racionalizar cuando se refieren a disminuir; austeridad cuando se trata de penuria; competitividad cuando sólo tienen en mente la reducción de salarios; productividad cuando el objetivo es sustraer al trabajador de la toma de decisiones y la organización de la actividad, etc. Tampoco producen ningún empacho en el relato oficial otras contradicciones, como blandir el cambio de modelo económico mientras se deteriora el acceso a la educación, la igualdad de oportunidades se esfuma o las políticas de investigación e innovación se van por el desagüe de los recortes.
El siguiente estadio de esta involución semántica será, más allá de la jerga económica y entrando de lleno en el corazón del sistema político, hablar de responsabilidad cuando inviten a la docilidad, de autoridad cuando lo que proponen es silencio, o de orden cuando de lo que se trata es de miedo. Al tiempo.

Publicado en Oviedo Diario, 5 de mayo de 2012.

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