LENGUAJE CIFRADO
Entre las muchas cosas que jamás volverán a ser
iguales tras la crisis económica, si es que alguna vez se supera este estado de
permanente desasosiego, la primera y difícilmente reversible será la percepción
que la ciudadanía tiene de los mensajes oficiales y los provenientes de los
centros de poder. Durante estos años nos hemos acostumbrado a digerir con
aparente naturalidad un registro lingüístico que no es precisamente neutro,
empeñado en fijar a martillazos en la conciencia colectiva e individual una
serie de eslóganes que, por repetidos y penetrantes, se han convertido en parte
de nuestro vocabulario sin pararnos a pensar dos veces en la carga que llevan
en la recámara. Esta práctica era común en regímenes de corte autoritario con
vocación de perpetuidad, pero con el viento favorable de la crisis parece
haberse instalado también en las democracias occidentales en plena reconversión.
La tendencia, lejos de amainar o ser sometida al escrutinio de una sociedad
escéptica pero un tanto resignada, continúa intensificándose a medida que la
hegemonía del discurso mayoritario va rompiendo barreras, ampliando su alcance
y reduciendo a los disidentes –por moderados que sean- a la condición de
personas ajenas a la realidad o incluso “antisistema” a los que perseguir.
Es
significativo, por ejemplo, que hayamos admitido e incluso veamos comprensible
la permanente invocación al sacrificio emitida por personas que están a enorme
distancia de comprender el terrible impacto en la vida cotidiana de las medidas
que planifican; porque una cosa es que se hagan una razonada composición de
lugar o analicen con estadísticas en la mano los efectos de sus decisiones, y
otra bien diferente que las perciban de forma directa, lo que, por mucha
capacidad de empatía que tengan, está completamente fuera de su esfera
personal. Si a esto se suma el desigual reparto de esfuerzos, parece sarcástico
que determinados dirigentes de las instituciones del éter financiero aludan a
la necesidad de tener ambición en las políticas de ajustes –que así llaman a la
retirada del sector público de cualquier ámbito-, cuando de lo que se trata es
de empobrecer a la mayoría social que
tiene en el trabajo su fuente de sustento. Sin embargo, recibimos el recado, lo
interiorizamos e incluso aceptamos el reproche que se nos efectúa: hemos vivido
por encima de nuestras posibilidades, los derechos sociales y laborales y los
servicios públicos eran insostenibles, poco menos que un espejismo al que
debemos renunciar, o incluso una reliquia propia de políticas antiguas, etc. Somos
receptivos a la autoculpabilización colectiva –menos a la individual- o a las
invitaciones a considerar inmerecidos para nuestra sociedad determinados
estándares de seguridad o protección, pensando ingenuamente que el retroceso de
décadas que se nos impone no nos afectará tanto personalmente.
La
apelación a las reformas estructurales es otro de los lemas de éxito, siempre y
cuándo no se discuta qué tipo de reformas son éstas, como si no hubiese otras
posibles que no fuesen la desaparición de los controles a las fuerzas del
mercado o el debilitamiento de la capacidad de intervención de los poderes
públicos. Como resultado, asumimos de la inexistencia de alternativas,
aceptando como si fuesen inocuos términos que, en este contexto, vienen de la
mano de un modelo no precisamente moderno sino decimonónico, porque es el
previo al nacimiento de las políticas inclusivas y el Estado Social. Nos
conformamos con el sesgo otorgado a términos que, pese a su apariencia
positiva, van dirigidos en un sentido en buena medida contrario al que su
propio significado esencial apuntaría: dicen racionalizar cuando se refieren a
disminuir; austeridad cuando se trata de penuria; competitividad cuando sólo
tienen en mente la reducción de salarios; productividad cuando el objetivo es
sustraer al trabajador de la toma de decisiones y la organización de la
actividad, etc. Tampoco producen ningún empacho en el relato oficial otras
contradicciones, como blandir el cambio de modelo económico mientras se deteriora
el acceso a la educación, la igualdad de oportunidades se esfuma o las
políticas de investigación e innovación se van por el desagüe de los recortes.
El siguiente estadio de esta involución semántica
será, más allá de la jerga económica y entrando de lleno en el corazón del
sistema político, hablar de responsabilidad cuando inviten a la docilidad, de
autoridad cuando lo que proponen es silencio, o de orden cuando de lo que se
trata es de miedo. Al tiempo.
Publicado en Oviedo Diario, 5 de mayo de 2012.
Etiquetas: crisis, democracia, economía, estado social, lenguaje, manipulación, pensamiento único
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