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26.1.12

DIFERENTES, PERO ¿TAN DISTINTOS?

Un espectáculo asombroso como pocos ha sido contemplar a las masas de norcoreanos en los interminables funerales de Kim-Jong-il, bien en rigurosa y solemne formación o en mareas de cuerpos retorcidos por los lamentos. Ni la fecunda imaginación orwelliana hubiera ideado una escenificación más terrorífica y alucinante para mostrar la degradación de un sistema que dice inspirarse en los nobles ideales de la justicia y la igualdad. Para cualquier persona interesada en nuestra especie por razones políticas, sociológicas o antropológicas, resulta inevitable rebuscar en todas las fuentes posibles más imágenes del acontecimiento -aunque todas provengan de la televisión oficial del régimen- a las que pegar fascinados nuestra nariz para ver aparentemente convertido a todo un pueblo en una colonia de obedientes hormigas, supuestamente desgarradas por el dolor de la pérdida de un padre cuando deberían estar bailando sobre su tumba (ojo, quién sabe si algunos se atreven a brindar en la intimidad con soju de estraperlo para celebrar el fin del tirano).
Parece comprensible que nuestra mirada hacia las exequias teatralizadas sea la de la extrañeza, al creer tan distante nuestra escala de valores, nuestras aspiraciones y nuestra forma de organización política y social. Es evidente que, por imperfecto que resulte, cualquier sistema que siga las pautas básicas de la división de poderes, respeto a los derechos elementales del individuo y elección democrática de los representantes de la ciudadanía -por poner algunos de los principios primarios- permitirá ser calificado de forma más benévola que la dictadura paleocomunista de Pyongyang. Pero eso no nos otorga la facultad de regodearnos en nuestros avances al compararnos con otros lugares del mundo más desafortunados, precisamente porque la fragilidad de las conquistas alcanzadas es enorme y porque su mantenimiento depende de que se refuercen, generación tras generación, principios e ideales que no pasan por su mejor momento.
Cabe recordar que multitud de países que hoy creemos democracias consolidadas y respetables abrigaron en décadas no tan lejanas la semilla de la barbarie y el totalitarismo. En algunos casos, no fueron levantamientos populares ni repentinas tomas de conciencia las que hicieron voltear el estado de cosas, en un arrebato de dignidad de quienes comenzaron a reclamarse como ciudadanos. Multitud de tiranías simplemente fenecieron por devenir inservibles para los intereses predominantes, incluso con los autócratas felizmente retirados o enterrados en mausoleos a la altura de su megalomanía. A su vez, a la distopía de 1984 y otras tantas que han sido también clarividentes no sólo hay que volver los ojos para contrastarlas con regímenes como el norcoreano -u otros igual de abyectos con los que Occidente hace buenas migas- sino para comprobar su actualidad cuando observamos la persistencia de múltiples formas de alienación, control y dominación, más o menos encubiertas y propias de nuestras sociedades avanzadas.
En este tiempo en el que el miedo es el motor de muchos de nuestros actos, en el que el estado de guerra permanente (contra el terror, contra la delincuencia, contra lo que nos resulta ajeno y amenazador, etc.) ha trastocado profundamente nuestra noción de la libertad, en el que las pautas de nuestra conducta vienen rígidamente predeterminadas ante la docilidad de las respuestas, en el que los poderes económicos sojuzgan con relativa facilidad a gobiernos democráticos, en el que el pensamiento único y el autoritarismo gana enteros en todos los ámbitos, claro que aún podemos contemplar la pantomima norcoreana con estupor y distanciamiento, pero sepamos que nuestro amor a la libertad -y nuestra coherencia con dicho principio- no es siempre mucho más grande que el de las plañideras de luto por el “amado líder”.

Publicado en La Voz de Asturias, 3 de enero de 2011.

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