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10.3.06

EL VOTO DE LOS EXTRANJEROS

No es ningún secreto para nadie que el fenómeno migratorio está produciendo importantes cambios en la realidad de nuestro país. Aunque el flujo inmigratorio es relativamente reciente (hasta hace pocos a?os había aún más espa?oles fuera de nuestras fronteras que extranjeros en Espa?a), la intensidad de recepción es elevada, de manera que en un periodo breve la población extranjera ha aumentado hasta alcanzar aproximadamente los 3,5 millones de personas, un 8% de la población, según datos del Instituto Nacional de Estadística. La economía espa?ola, cuyo crecimiento en estos últimos a?os se ha basado en el uso intensivo de la mano de obra como factor de producción, ha precisado que miles de extranjeros se incorporen a nuestro mercado laboral, en condiciones no precisamente equitativas en la mayoría de los casos. Dice Manuel Castells que las ciudades del siglo XXI se están construyendo desde la paradoja de contar con trabajadores que padecen condiciones más parecidas a las del siglo XIX, y esta difícil realidad viene avalada por la discriminación legal –que se proyecta social y políticamente- que preside el enfoque de las sucesivas leyes de extranjería.
Es cierto que muchos inmigrantes tienen en mente, en su proyecto migratorio, regresar a sus países de origen, como lo hicieron la inmensa mayoría de los 600.000 espa?oles emigrados a Europa en la década de los 60. Pero no es menos cierto que, por un lado, durante su estancia en Espa?a tienen legítimo derecho a reclamar su papel como actores civiles y políticos, y por lo tanto, como titulares derechos de participación en los asuntos públicos. Y por otro lado, muchos inmigrantes acaban echando raíces personales de toda clase en Espa?a, contribuyendo al mestizaje, que es uno de los motores de nuestra historia, e integrándose de manera estable y permanente en una sociedad que cambia y evoluciona con sus aportaciones.
La inmigración no es por lo tanto un fenómeno coyuntural que pueda ser tratado como aspecto secundario. Es una realidad evidente que debe formar parte de la agenda política con una perspectiva que trascienda de la visión puramente policial, de control o que pase estrictamente por mercantilizar al inmigrante entendiéndolo únicamente como mano de obra. Las consecuencias del fenómeno inmigratorio jalonarán en buena medida las transformaciones sociales de los próximos a?os y se requiere altura de miras por parte de los poderes públicos para construir una sociedad igualitaria, intercultural y democrática, superando el riesgo que comporta la discriminación legal, con su correlativa creación de guetos y erosión de la convivencia.
Una de las claves para este nuevo enfoque pasa por la superación de viejos esquemas que atribuyen derechos civiles y políticos en base exclusivamente a la nacionalidad. Principalmente, en lo relativo al derecho a la participación en los asuntos públicos, y por lo tanto el derecho al voto. La sujeción de una persona a unas reglas y a una autoridad se justifica únicamente si tiene derecho a participar democráticamente en la toma de decisiones, y si estas respetan unos derechos elementales consagrados legalmente. Las relaciones se establecen entre la persona y el poder público al que se vincula podrían tener como principal nexo la residencia, como realidad cotidiana y perceptible, más allá de la pertenencia a una u otra nacionalidad. Pongamos un ejemplo para verlo más claro. Un inmigrante que lleva cierto tiempo en Espa?a, tiene la residencia permanente, paga sus impuestos y se somete a las leyes, tiene legítimo interés a contribuir con su participación política, y con su voto, a definir, cuanto menos, los designios de la ciudad o municipio en que habita, sin que para ello deba renunciar a su nacionalidad; máxime cuando la adquisición de la nacionalidad espa?ola exige requisitos gravosos para muchos colectivos (de países africanos o asiáticos, por ejemplo) y finalmente depende de un acto de la administración sin que exista un derecho subjetivo absoluto a acceder a la nacionalidad espa?ola por residencia. Si queremos municipios abiertos e integradores, donde cada persona pueda identificarse con el proyecto de la colectividad en que se desenvuelve, u otorgamos unos mínimos derechos políticos a los nuevos ciudadanos que representan los inmigrantes que viven y trabajan con los nativos, o lo que hacemos es crear categorías de personas con más o menos derechos en base a una segregación legal que se traslada, de una u otra manera, a la vida cotidiana. La próxima reforma de la Constitución Espa?ola nos permite abrir este debate; o, cuanto menos, cabe explorar la vía que permite el artículo 13.2 de nuestra Carta Magna para el establecimiento de convenios de reciprocidad con otros Estados (más allá de los que integran la Unión Europea, supuesto en que este derecho de sufragio activo y pasivo ya es reconocido para las elecciones municipales), de modo que los inmigrantes puedan votar y ser elegidos en sus pueblos y ciudades, como reflejo de su derecho a tomar partido en la adopción de decisiones bajo la razón, tan elemental, que se condensa en el eslogan aquí vivo, aquí voto.

Publicado en Revista Fusión, abril 2005