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1.7.14

RAZONES PARA LA REPÚBLICA

No debería asustar a nadie que en España se abra con franqueza el debate sobre la Jefatura del Estado y la validez del sistema monárquico. Plantearlo no es oportunista aunque se suscite con toda su intensidad cuando se procede a la sucesión en la Corona, porque precisamente ahora es cuando se manifiesta abiertamente la irracionalidad de los privilegios de sangre indisociablemente unidos al sistema monárquico. Tampoco es irresponsable porque, aun siendo la estabilidad un valor a considerar, la invocación de la continuidad no puede sepultar debates irreprimibles, minusvalorando equivocadamente los signos de crisis de las instituciones, ignorando la dimensión del creciente deseo de cambio, o, en el peor de los casos, estigmatizando como inconscientes a quienes lo plantean.
Proponer que la primera magistratura del Estado sea elegida democráticamente no significa desdeñar el progreso que comportó la Constitución de 1978 y la construcción de un sistema de libertades, sin duda perfectible e insuficiente pero en todo caso un avance incuestionable. Tampoco supone una enmienda a la totalidad a la Transición como proceso histórico, en el que se alcanzaron los puntos de equilibrio que las circunstancias, la correlación de fuerzas y los avatares políticos del momento permitieron. Simplemente supone una apuesta por no fosilizar el marco constitucional ni conformarse a perpetuidad con un estado de cosas en el que se asuma como inexorable la permanencia de una tradición antidemocrática en esencia, como es que el hijo varón del monarca (en preferencia además sobre sus hermanas por el hecho de ser varón) vaya a sucederle en esa responsabilidad por tal circunstancia, como inevitable vestigio del pasado.
Es perfectamente posible aspirar a un Estado republicano que, en secuencia lógica en la democratización de España retomada a partir de las elecciones generales de 1977, recoja la trayectoria de estas décadas, perfeccione la división de poderes, regenere el sistema representativo y parlamentario, atienda las crecientes demandas de participación ciudadana directa, corrija los defectos apreciados en la arquitectura del poder público –fuertemente cuestionado- y, como corolario de ese afán, articule una Presidencia de raíz y ejercicio democrático, compatible con el sistema de gobierno parlamentario (no presidencialista, por lo tanto), verdaderamente legitimada para actuar como poder modulador del funcionamiento de las instituciones.
Procede poner énfasis no sólo en la superioridad democrática y equitativa del sistema republicando (que pocos cuestionan, ya que los argumentos contrarios son sobre todo de oportunidad o basados en la tradición), sino también en la mayor funcionalidad que alberga. Contra lo que podría parecer si uno se atiene a los mensajes propagandísticos abiertamente favorables a la monarquía (RTVE de forma tenaz y los medios conservadores de forma entre grosera y entusiasta), el futuro Felipe VI no está ni debe estar llamado a buscar soluciones a los problemas que aquejan a España, ya que, según la expresión al uso, reinará pero no gobernará. Aunque sus funciones se desarrollen en ese contexto, al que no podrá ser ajeno, en modo alguno se admitiría, y además sería contrario a la propia Constitución de 1978, que pretendiese influir decisivamente mientras el resto de los poderes del Estado se encuentren en activo. Donde sí reserva la Carta Magna al Jefe del Estado atribuciones para arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, es donde una Presidencia republicana (elegida por ejemplo por una mayoría de 2/3 de las Cortes Generales y con una limitación de dos mandatos) sí podría resultar más eficaz porque estaría fuertemente legitimada para intervenir en conflictos institucionales de forma más directa, en particular en situaciones de bloqueo. Por ejemplo, otorgándole facultades decisorias cuando las Cortes son incapaces de designar en plazo al Defensor del Pueblo o incumplen su obligación renovar el ConsejoGeneral del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional (y esto ha pasado de forma grave y repetida); confiriéndole facultades para convocar órganos propios del federalismo cooperativo entre Estado y Comunidades Autónomas como la Conferencia de Presidentes, hoy en vía muerta; o permitiéndole intervenir dinámicamente con facultades de mediación en situaciones que se enquistan y envenenan, como ha sucedido en etapas de crispación política o en las tensiones territoriales que tanto abundan. Evidentemente para estas funciones no se entendería que un Rey, que es más símbolo y representante que poder efectivo, pudiese actuar; a la Presidencia de la República, sin embargo, nada podría objetársele para que cumpliese su cometido en estos ámbitos espinosos.
Proclamarse republicano de sentimiento o raíces pero no de pensamiento ni ejercicio es equívoco y frustrante. Desde luego entiendo que, en un contexto de polarización política y convulsiones sociales, pueda debatirse sobre los riesgos de abrir un proceso constituyente, en el que la Jefatura del Estado no sería el único elemento de debate. Y también comprendo que el sistema constitucional actual contempla –y debe respetarse mientras no se cambie- el relevo que va a tener lugar por medio de la Ley Orgánica por la que se hace efectiva la abdicación el Rey, en acelerado trámite parlamentario. Pero no puede sofocarse el anhelo, creciente, justo y que es lícito que se exprese ahora pidiendo una reforma constitucional (que bien podría ser impulsada por un referéndum consultivo), de un sistema político republicano, más democrático, eficaz y a la altura de la condición plena de ciudadanos que muchos reclamamos.

Publicado en Asturias24, 10 de junio de 2014.

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