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15.7.08

LA DERIVA


¿Cuándo un país de trayectoria democrática deja de serlo, ya no se merece ser calificado como tal o cuando menos pasa a tener una democracia de saldo? A lo largo de la historia son múltiples los ejemplos de sociedades que en algún momento abrieron camino y dieron ejemplo con los hitos alcanzados en materia de libertades, organización, progreso económico, cohesión o solidaridad, y que luego, merced a causas muy diversas, experimentaron una notable involución renunciando a los avances logrados. Posiblemente en estas situaciones los mecanismos y formas de gobierno, los controles a las inercias del poder y, sobre todo, el grado de concienciación ciudadana sobre los asuntos públicos, tenga mucho que ver con el declive o fortalecimiento democrático y con la defensa o renuncia colectiva a las conquistas conseguidas. Este proceso sin duda no siempre es rápido, y puede manifestarse en una paulatina degradación que, no obstante, acaba convirtiendo en irreconocible la imagen inicial. Pero en otras ocasiones, el cambio es tan rápido que en sólo unos meses tras la inversión de la tendencia se perciben nítidamente los frutos malsanos de la funesta siembra, con una mezcla de espanto y sorpresa (la que le hace a uno preguntarse aquello tan socorrido de “cómo se ha llegado a esto”).
Uno de estos acelerados descensos por la pendiente del deterioro público es el que vive en la actualidad Italia, un país admirable, que se hace querer, que te deja huella nada más que empiezas a conocerlo, pero cuya dignidad política no parece importarle demasiado a los propios italianos. La Italia que se pudre es la que ha elegido hace unos meses por tercera vez a Silvio Berlusconi, dándole una amplia mayoría en ambas cámaras legislativas, otorgándole su confianza pese a los fiascos anteriores, y, sobre todo, pese a que es conocida su trayectoria empresarial oscura, su más que dudosa conducta personal, su populismo exacerbado, su desprecio por las normas y los procedimientos democráticos, y su arrogancia y combate al discrepante. Le eligen Primer Ministro dando el poder político a quien ya tiene una importante influencia económica y una desaforada vocación de control sobre buena parte de los medios de comunicación. Saben muy bien los electores italianos que han apostado por un Berlusconi a quien el propio equipo de prensa de la Casa Blanca –que en un desliz no filtró convenientemente un perfil biográfico del aludido- ha descrito como un “diletante político”, que tiene “pasión por el dinero” y que ha aparecido implicado en numerosos casos de corrupción.
La consecuencia de tal decisión ya la sufren los propios italianos, pues la agenda prioritaria del Primer Ministro, como viene demostrando con sus iniciativas legislativas, pasa por proveerse de inmunidad, frenar los procesos judiciales en su contra y limitar las actuaciones de investigación que puedan afectarle. Pero, más aún de su tendencia a cercenar cualquier posible impedimento en el ejercicio del poder, en esta ocasión sus veleidades autoritarias traspasan límites ante no franqueados, como ha sucedido con su iniciativa para fichar a la población gitana (pese a las advertencias de la propia Unión Europea), poniéndolos de antemano en el punto de mira, considerándolos poco menos que portadores de inclinaciones predelictuales (a modo de nuestra terrible y ominosa Ley de Peligrosidad Social de 1970, superada por estos lares y parece que imitada en otros), y alimentando la desconfianza hacia todo un grupo étnico. No olvidemos que Italia tuvo un pasado fascista de 21 largos años (1922-1943), que la erradicación del fascismo no se completó en aquel país con la intensidad con que Alemania abjuró del nazismo, y que una parte considerable del Gobierno italiano proviene del neofascista Movimiento Social Italiano, hoy renovado como Alianza Nacional y subsumido en el conglomerado político berlusconiano pomposamente llamado “Pueblo de la Libertad”.
Seguro que muchos italianos a los que no les queda más remedio que soportar a Berlusconi nuevamente se encuentran ahora como Sísifo empujando la piedra una y otra vez. El problema no es sólo que éllos se avergüencen de su gobierno, una vez más. El problema es que esta vez los excesos de Berlusconi son tan clamorosos que cuestionan el sistema de libertades básicas y de organización democrática del que hacemos gala en Europa. Y lo peor es que esa deriva no es necesariamente patrimonio exclusivo de la Italia berlusconiana, aunque ésta sea pionera, porque el populismo conservador tiene fuerza en muchos otros países e inquieta permanentemente a los que creemos en la construcción de una Europa basada en los valores democráticos, la justicia social y los derechos humanos.


Publicado en Oviedo Diario, 12 de julio de 2008.