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12.3.10

RESPUESTAS A LA CRISIS Y DIVERGENCIA DE INTERESES


A estas alturas de la crisis económica algunos consensos elementales existen en el diagnóstico de la situación y en la necesidad de algunas medidas entre la gran mayoría de las voces autorizadas y los responsables públicos que tratan esta cuestión (independientemente de su posible traslación a acuerdos políticos). Por ejemplo, parece razonable concluir que, como resultado de la menor actividad económica y en las actuales circunstancias de disminución de los ingresos de las administraciones públicas, no queda más remedio que asumir algunos recortes en el gasto (con la correspondiente priorización de objetivos) para corregir el déficit público y evitar la acumulación de deuda. Muchos convendrán también en la necesidad de atenuar algunas expectativas anteriores de extensión de programas sociales, tratando de hacer sostenible el modelo actual (lo que ya es de por sí dificultoso), aparcando mejoras de la protección para un futuro más propicio. Es igualmente sensato analizar si algunas características institucionales del mercado laboral y de su regulación actual pueden estar resultando contraproducentes cuando el crecimiento del desempleo es tan intenso como en la actualidad. Y pocos dudan ya de la necesidad de replantear a fondo el modelo de crecimiento y la estructura productiva, que precisa algo más que adaptaciones y requiere actuaciones de alcance. Estos debates, en consecuencia, parecen congruentes con el momento que vivimos.
Ahora bien, como resultado de las dificultades económicas, del contexto político actual y, sobre todo, de la capacidad de articular discursos sesgados frente a la crisis desde algunas posiciones, nos encontramos ante un escenario en el que, abonadas por las tribulaciones y la general preocupación, afloran propuestas cada vez más interesadas y desafiantes. Con tremenda insistencia, y en nombre de una pretendida eficiencia que, como por ensalmo, se atribuye automáticamente al sector privado, se cargan las tintas frente a toda intervención pública y se cuestiona duramente el papel de las administraciones (no digamos ya el propio concepto y régimen de la función pública). De forma machacona, y en ocasiones con evidentes objetivos no precisamente altruistas, se cuestionan algunos elementos nucleares del modelo de relaciones laborales, como la negociación colectiva, la necesidad de salarios de suficiente cuantía, el papel de las organizaciones sindicales o la pertinencia de ciertas reglas básicas –entre ellas las contractuales- que eviten abusos frente a los trabajadores. Especialmente llamativos son, entre estos movimientos oportunistas, los dirigidos a poner en solfa el sistema de ingresos públicos, con continuas y sistemáticas (muy parecidas a las que se reclamaban en tiempos de bonanza) peticiones de reducciones de tributos y cotizaciones sociales, precisamente cuando más necesario es un reparto justo de las cargas y cuando, reconocido el problema del déficit público, cualquier decisión en este ámbito debe ser especialmente prudente. Parece que algunos, aprovechando la coyuntura, servidos de potente cobertura mediática y ante los momentos de debilidad actuales, están dispuestos a esgrimir sus pretensiones hasta hace poco difícilmente confesables: minoración drástica de lo público, desregulación indiscriminada, aniquilación de la progresividad fiscal, precarización laboral, reducción de la protección social y del papel de los servicios públicos, etc. Como hemos visto con el ejemplo de la propuesta de contrato para jóvenes con despido gratuito y sin derecho a desempleo, los sueños de algunos sectores de la CEOE producen monstruos (si les dejamos, claro).
Aunque en algunas cuestiones (como el ejemplo citado) no les quede más remedio que atemperar sus fervores, la batalla de la opinión parece que la están ganando los que plantean que la salida a la crisis requerirá prescindir desproporcionadamente de derechos primordiales y renunciar en buena medida a la cohesión social que proviene de muchas políticas públicas. Hasta ahora han conseguido que, en este debate, mientras se someten a censura conquistas colectivas, poco se está tratando, pese a algunas esperanzas iniciales, sobre muchas de las causas de la crisis: la deficiente regulación de los mercados financieros internacionales, la falta de una gobernanza económica global, los estragos de la especulación, las propias paradojas de un sistema difícilmente sostenible, el origen y alimento de la burbuja inmobiliaria, etc. Lógicamente, para oponerse de forma solvente a esta inquietante tendencia, no sólo es necesario rescatar algunos debates de profundidad –como los citados- y plantar cara en la disputa de intereses que de fondo se libra, sino, también, atender con rigor a los problemas reales que merecen respuesta y a las reformas que sí resultan pertinentes, sin eludirlas ni rehuir decisiones que pueden ser difíciles, desde la convicción de que sólo así se podrá evitar que la marea se lleve por delante algunas reglas básicas y bienes comunes que debemos preservar.

Publicado en Oviedo Diario, 6 de marzo de 2010.