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12.10.11

INDOLENCIA ANTE LA CRUELDAD REPETIDA

Las personas que nos dedicamos a cualquier profesión jurídica sabemos que, detrás de la inevitable terminología y la abundante profusión de trámites y procedimientos se esconde una realidad, en ocasiones dramática, en la que están en juego derechos que pueden ser vulnerados si no se obtiene la debida protección otorgada por juzgados y tribunales. Efectivamente, una de las características determinantes que definen el grado de desarrollo de una sociedad es la capacidad de articular un sistema de justicia avanzado que permita restaurar a los ciudadanos en sus derechos, que posibilite la impartición de justica sobre bases racionales y que preserve en su acción unos estándares y garantías elementales. En materia penal, probablemente el ámbito llamado a suscitar debates públicos más intensos, si observamos en perspectiva parece sencillo contrastar las características elementales de nuestro sistema actual –por muchas deficiencias que legítimamente se detecten- con un pasado relativamente reciente en el que la impiedad del tratamiento, la indefensión del justiciable y la desproporción de las penas eran norma común. Sin necesidad de acudir a sesudos estudios, se puede comprobar esta afirmación con una visita a los espacios conservados de la antigua cárcel modelo de Oviedo, en el edificio felizmente recuperado como Archivo Histórico de Asturias.

Esta evolución, al igual que otros aspectos del progreso, cuenta, no obstante, con fuertes detractores, episodios de regresión y obstáculos que no son sólo producto de atavismos, sino también fruto indeseado de nuestra propia condición. Así sucede, entre otras situaciones, cuando el afán de justicia se transmuta en deseo de venganza, cuando el encargado de impartir justicia o dirigir el proceso se erige en imprudente justiciero, o cuando ante la conmoción y el repudio que causa la violencia se responde desde el populismo punitivo y el aprovechamiento partidario del dolor ajeno. También se produce cuando no se reacciona con suficiente contundencia ante el recurso por algunos Estados a medidas brutales y degradantes en esencia, la más extrema de las cuales es la aplicación de la pena de muerte.

El pasado 21 de septiembre se produjo en la cárcel de Jackson, en el Estado de Georgia, un terrible ejemplo que atestigua las dificultades que encuentran concepciones humanitarias de la justicia para abrirse paso en países tan destacados como EEUU. La ejecución de Troy Davis, de 42 años, al que se le aplicó la inyección letal tras una última suspensión de la ejecución de la condena de apenas unas horas, y en cuyo proceso de nada ha servido evidenciar la endeblez de las pruebas en su contra (ninguna prueba física, ni el arma empleada y sólo testimonios de dudosa obtención, con numerosas retractaciones), tuvo lugar entre numerosos llamamientos a la clemencia, la continúa defensa de su inocencia por su parte (incluyendo sus últimas palabras) y –no sobra recordarlo- la encolerizada satisfacción de los familiares del agente por cuyo asesinato fue condenado. Nuevamente ha caído en saco roto la demostración de la inhumanidad del castigo y su fatídica irreversibilidad; tampoco ha servido subrayar que ya van 1.269 ejecuciones en EEUU desde el restablecimiento de la pena capital en 1976 o destacar que la utilización de este castigo deslegitima cualquier pretensión de liderazgo de EEUU y lo sitúa en consonancia con países en los que el respeto a los Derechos Humanos brilla por su ausencia, como China, Irán o Arabia Saudí. Apenas parece impactar en la opinión pública norteamericana la constatación de la aplicación discriminatoria de la pena frente a minorías y personas sin recursos; o la reiterada detección de casos de condenados cuya culpabilidad se pone en duda, como recuerda la ONG Testigos para la Inocencia –fundada por la monja Helen Prejean- al recordar que desde la restauración de la pena capital se ha acreditado que al menos 8 de los ejecutados eran inocentes. Pese a todo, y aún con algún esperanzador retroceso en los últimos años, la pena de muerte sigue vigente en 35 de 50 Estados, con un apoyo popular del 65% y con algunos de sus adalides políticos entre los aspirantes republicanos con mayores posibilidades de obtener la candidatura a la Presidencia de EEUU, como es el caso del gobernador tejano Rick Perry. Es igualmente significativo, cuando de analizar la confianza en el sistema judicial se trata, que en torno a un 10% de las ejecuciones llevadas a cabo desde la restauración del castigo se produjeron tras desistir los condenados a las vías de recurso disponibles, aunque el resultado de tal decisión fuese, con mayor o menor dilación, la ejecución.

Casi tan revelador como la persistencia de este atroz anacronismo en EEUU es, sin embargo, la tenue reacción del resto del mundo, gobiernos incluidos, acostumbrados a lo que aparentemente consideran meros excesos, cuando no dejan de ser asesinatos con cobertura legal. Aunque resulte incómodo en esta clase de circunstancias, el carácter y la energía de nuestras respuestas también nos define.

Publicado en La Voz de Asturias, 27 de septiembre de 2011.

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