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14.7.11

EN LA MUERTE DE UN HOMBRE LIBRE

La enorme figura moral y política de Jorge Semprún contiene para mí no sólo la evocación del hombre de acción, el joven antifascista enrolado en el maquis francés, el deportado superviviente de Buchenwald, el hábil clandestino Federico Sánchez, el agitador de las primeras movilizaciones universitarias antifranquistas, el librepensador desafiante, el inconformista Ministro de Cultura, el exitoso guionista de cine o, sobre todo, el sobresaliente escritor. Todo eso, nada más y nada menos, se encuentra en su riquísima trayectoria biográfica y por ello permanecerá largamente su memoria, engrandecida ahora que comienzan las lamentaciones en España por no haber reconocido suficientemente su aportación. Pero, para mí, Jorge Semprún, además de un hombre admirable, brillante y comprometido, fue -permítanme la confidencia- una de las personas cuyo testimonio personal, expresado con belleza, agudeza y claridad en sus obras, mayor impacto me ha causado y, si se quiere decir así, más preguntas y motivaciones me ha suscitado. Compréndase que, al caer en mis manos (en una Semana Negra, por cierto) la casi postrera Veinte años y un día (2003), para el joven lector que yo era, tremendamente emocionado por La Esperanza de Malraux, aquel primer acercamiento a la obra de Jorge Semprún (a quien Bernard-Henri Lévy equipara, precisamente, con Malraux) se producía con los brazos abiertos, ya al conocer que durante parte de su etapa de partisano en la Borgoña, en 1943, Semprún llevaba consigo, como libro de referencia, el variopinto retrato de los defensores de nuestra II República que Malraux escribió. Las horas provechosas, aunque no precisamente de sosiego, que he pasado leyendo a Semprún (y las que me quedan) y todo lo que me ha reportado tratar de extraer todo el jugo a su literatura, son impagables. Como acertadamente suele decirse en estos, el mejor homenaje que puede tributársele es animar a descubrirle como el perspicaz intelectual -en el mejor sentido del término- y el gigante literario que fue, capaz de edificar su obra con un pie en sus valiosas vivencias y el otro en el contexto que le tocó soportar y desentrañar.
Se ha dicho, y es indiscutible, que en la experiencia vital de Semprún confluyeron muchos de los acontecimientos históricos del terrible e intenso siglo XX. Pero no hablamos sólo de un testigo excepcional que relató lo que contempló y padeció en primera persona, como en las inolvidables y angustiosas El largo viaje (1963) o Viviré con su nombre, morirá con el mío (2001). Hablamos también del hombre lúcido capaz de interpretar los hechos y extraer consecuencias para su acción política y sus decisiones personales. Porque Semprún no fue sujeto pasivo de la historia, aunque sí sufridor de élla, empezando por su condición de víctima de la pesadilla nazi. Desde el momento en que, con apenas 20 años, el joven estudiante de Filosofía tomó partido por la resistencia contra la ocupación alemana, con riesgo para su vida, vinculó reflexión y activismo de forma inseparable para el resto de sus días. A esta actitud de coherencia sumó la capacidad de analizar permanentemente el sentido de su militancia, con una actitud profundamente consciente, autoexigente y crítica, alejada de la tendencia falsamente autosuficiente en la que en ocasiones se cae desde las estructuras de organización política. Fue, por ello, vehemente e incómodo, dispuesto a desenvolverse en el conflicto a veces necesario y preparado para asumir las consecuencias de sus posiciones. Obtendríamos una visión edulcorada y parcial de Semprún si no se destacase este aspecto controvertido, que le llevó a confrontaciones, a veces ásperas: con el PCE del que fue expulsado en 1964, pese a haber anticipado la necesidad de cambios como los que luego, asumidos por este partido, dieron paso al necesario distanciamiento del bloque soviético; con sectores significativos del PSOE, al alinearse en las tensiones internas en su etapa gubernamental (1988-1991), pese a su condición de independiente; o con personalidades destacadas de la actividad cultural en España, mientras estuvo al frente del Ministerio. Episodios magníficamente recogidos en Autobiografía de Federico Sánchez (1977) o Federico Sánchez se despide de ustedes (1993); obras que, por otra parte, van mucho más allá de un repaso literario a las inevitables contradicciones de la izquierda.
Aunque siempre quedará lo que ha dejado escrito, con Semprún se pierde –y la echaremos en falta- una voz autorizada, elocuente y veraz. La de un hombre radicalmente libre, ferozmente celoso de su independencia y grabado con las cicatrices más vivas de la historia.



Publicado en Oviedo Diario, 11 de junio de 2011.

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