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6.5.11

UNA VERDAD INCÓMODA SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA

Hace unos días se reavivó la controversia sobre los límites que jurídicamente pueden establecerse a la profesión pública de convicciones ateas, un asunto que, como todo lo que tiene que ver con la proyección pública del hecho religioso, viene siendo objeto de una creciente y enconada disputa. La prohibición por la Delegación de Gobierno en Madrid –ratificada judicialmente- de lo que vino a calificarse como “procesión atea”, convocada por varias asociaciones coincidiendo con la Semana Santa, motivó diferentes reacciones, por lo general favorables a la proscripción del acto y acompañadas de muestras de repulsa, con desigual intensidad, a lo que consideraban una falta de respeto contra católicos, Iglesia y costumbres.
Independientemente de este hecho concreto, de la valoración que merezca la oportunidad del evento y del legítimo escrutinio sobre la proporcionalidad del veto gubernativo, cabe constatar que no es la primera vez que, deseando despojarse de la presión que en ocasiones diferentes corrientes religiosas –de distintas confesiones- aportan a la vida pública, se responde desde la sátira o la irreverencia, con la expresión creativa como soporte y con indudable pretensión polémica. Hay ejemplos muy sonados, desde el espectáculo Revelación de Leo Bassi a (salvando las enormes distancias) las caricaturas de Mahoma en el diario danés Jyllands-Posten, pasando por, en nuestra escala regional, las acciones del recientemente fallecido Nel Amaro o la celebrada parodia La Santa Visita de Ronco Barrila al Derrame Rock de la compañía teatral El Perro Flaco. En el terreno puramente ovetense y en la vertiente más de denuncia estética que de crítica moral, aún se recuerda el “Cristo merece respeto” de Paco Cao un Domingo de Ramos no tan lejano, performance que, por cierto, y sin entrar en otras disquisiciones sobre nuestras celebraciones locales, bien seguiría de actualidad ante la predominancia del kitsch en la nueva imaginería religiosa. En todos los casos, con todas las variantes, registros, deslices panfletarios o grados de ingenio, pervive con mayor o menor libertad una repuesta mordaz ante la voluntad expansiva de las confesiones religiosas, especialmente las tradicionalmente predominantes, porque las raíces de este recelo son tan antiguas como los excesos del poder religioso convertido en blanco de críticas, durante siglos clandestinas.
Más allá del acontecimiento puntual, la relativa novedad reside en que grupos declaradamente favorables al ateísmo sientan la necesidad de exponer abiertamente su posición, deseando ir más allá de una reacción puntual al empuje de lo confesional, abriendo una dimensión nueva en el debate sobre la incidencia de la religiosidad en el espacio común. Hasta ahora parecía innecesario –por obvio- reclamar que la libertad religiosa y de culto no sólo comprende el derecho a profesar creencias religiosas sino la posibilidad de vivir sin ellas, sin resultar perjudicado por esto e incluso manifestando libremente la ausencia de creencias, si así se quiere. En este momento, sin embargo, procede recordar que este aspecto de la libertad religiosa, aunque importune a algunos, goza –como no puede ser menos- de reconocimiento y protección legal en nuestro ordenamiento, exactamente al mismo nivel que el derecho de los creyentes y con los mismos límites al ponderarlo con otros derechos fundamentales y con el orden público.
Con la proliferación de discursos de religiosidad agresiva, que ponen en la picota la más ligera inclinación laicista, de un tiempo a esta parte se hace necesario pedir espacio para los que conscientemente optan por no seguir doctrinas religiosas y explicar que los que prefieren caminar sin despejar las incógnitas sobre la trascendencia aferrados a una concreta confesión, no son ajenos a la reflexión o a la asunción de valores morales conforme a los que conducirse. Ya sea por la fuerte competencia entre confesiones en el reparto del –si se me permite la expresión- mercado mundial de fieles, ya sea por la exaltación de los ánimos de estos tiempos convulsos o ya sea, bajando a la realidad española, por las tensiones que provoca el descarado alineamiento partidario de la jerarquía católica, lo cierto es que comienzan a saltar algunas costuras de un viejo debate que parecía superado, que nuestra historiografía vino en llamar la “cuestión religiosa”, y que reaparece con el aliciente de la complejidad que acarrea la confluencia de los elementos propios de esta época de globalización.


Publicado en Oviedo Diario, 30 de abril de 2011.