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1.2.10

EL DISPUTADO VOTO DE MR. BROWN

El análisis de los diferentes sistemas políticos y electorales depara comparaciones interesantes, incluso entre aquéllos que pueden considerarse homologables a patrones democráticos y que guardan importantes similitudes. Inspirados en un mismo principio y un mismo criterio de materialización de la voluntad popular (la elección de representantes que la recojan y le den cauce), la heterogeneidad de procedimientos electorales, instrumentos de participación y tradiciones institucionales genera una gran diversidad en sistemas que proceden de un tronco común. Como resultado, en el cotejo de la realidad política de los Estados considerados –en un consenso general- democráticos en esencia, suele añadirse la calificación, mucho más discutible, acerca del grado de perfeccionamiento de dicho sistema y de las cotas de calidad que haya alcanzado la práctica de ese ideal democrático.
En España, como resultado de una trayectoria democrática menos prolongada que otros países de nuestro entorno, suelen contraponerse algunas deficiencias o inercias del sistema frente a ejemplos de terceros países, a veces de forma un tanto superficial y sin valorar convenientemente muchos de los logros –algunos pioneros en materia de derechos civiles- que hemos alcanzado en un periodo de tiempo relativamente breve desde la restauración del sistema democrático y su consolidación. No obstante, no cabe duda de que algunas actitudes, garantías y procedimientos ajenos son interesantes, dignos de estudio y permiten reflexionar sobre los posibles cambios a introducir en nuestro caso.
En particular, existe una repetida inclinación a venerar las ventajas de los sistemas anglosajones. El Reino Unido es la cuna del parlamentarismo, de la limitación del poder ejecutivo por los representantes del pueblo y de la primera declaración de derechos (el Bill of Rights de 1689). A su vez, fue en Estados Unidos donde se alumbró la primera gran revolución liberal y democrática, inspiradora del documento fundacional de la Declaración de Independencia de 1776 y asentada con la Constitución de 1787. Efectivamente, hay mucho que admirar de ambos sistemas, de su origen y trayectoria, y, en el caso de EEUU, el ejemplo más notorio de sus virtudes es que un miembro de la comunidad afroamericana y de padre keniata, pese a las desventajas que tuvo que afrontar de inicio, pudo labrarse su propio futuro y ha acabado mereciendo la confianza popular para ser investido Presidente.
No obstante, hay un cierto papanatismo en la contemplación del sistema norteamericano, que conviene evitar. Por ejemplo, cuando, como parece suceder, la capacidad renovadora del poder ejecutivo, decidido a superar un contexto de crisis económica y desconfianza a las instituciones, queda lastrada por un cierto inmovilismo del poder legislativo, atenazado por personalismos irritantes y plagado de legisladores que, en su individualidad, quedan sometidos –en no pocas ocasiones con su complicidad- a intereses empresariales, sectoriales y mediáticos muy definidos, lo que se ha venido en llamar el “lobby feroz”. El Congreso bicameral de los EEUU, en particular su poderoso Senado, parece dar muestras de éllo cuando, pese a lo que ha llovido y a la identificación de los orígenes de la crisis, se resiste a las medidas de rescate económico, de control del sistema financiero y de sostenimiento social. Precisamente, la reciente elección de Scott Brown como senador por el Estado de Massachussetts, y las repercusiones que sus decisiones pueden adquirir, pone sobre la mesa algunas de estas contradicciones, máxime cuando el interesado ya ha dejado claro que su prioridad es fortalecer una minoría de bloqueo en la Cámara.
La afirmación individual y la importancia de la trayectoria y empuje personal de los candidatos es uno de los rasgos más sugestivos del sistema político norteamericano. A veces la exacerbación de dichas singularidades acentúa las diferencias con el sistema continental europeo, caracterizado por contar con partidos políticos más fuertes, preferencia por las listas cerradas y bloqueadas, primacía del sistema electoral proporcional frente al mayoritario, y orientado a la conformación de mayorías más estables de apoyo a los gobiernos en parlamentos donde los grupos tienen más protagonismo que sus integrantes. Sin embargo, el atractivo y aparente dinamismo del sistema norteamericano a veces esconde un peligroso acompañante, cuando el legislador decisivo, en su individualidad, surgido de un proceso electoral desacompasado de los ritmos y periodos de elección de la Presidencia, y debiéndose a su propia carrera más que a otra cosa, es capaz de frenar un proceso de cambio necesario y demandado mayoritariamente.

Publicado en Oviedo Diario, 23 de enero de 2010.