PADRES FUNDADORES
De la política norteamericana sorprenden, con frecuencia, muchas cosas con inmediato impacto en la forma de entender la vida pública. Algunas demuestran el dinamismo del país que, junto al Reino Unido, a pesar de altibajos y contradicciones, tiene una tradición democrática más prolongada. Es precisamente en EEUU donde, pese a la caricaturización que a veces se hace de sus ciudadanos, éstos son capaces de engrandecer su propio sistema y exhibir altura de miras eligiendo en 2008 como Presidente a Barack Obama, contra todos los análisis y pronósticos hechos unos meses antes de las primarias del Partido Demócrata, y sin que su pertenencia a una minoría o su ascendencia paterna extranjera resultase un condicionante. También es en EEUU donde, contra la imagen esteriotipada de pasividad y alienación, resulta que la intervención ciudadana en la toma de decisiones es, en determinadas circunstancias, capaz de generar procesos políticos innovadores en los que la participación de la gente de a pie tiene verdadera incidencia, como sucede con las elecciones de candidatos de los partidos, la implicación de voluntarios y pequeños donantes en las campañas o el activismo de pequeños grupos de ciudadanos que proyectan su iniciativa desde el ámbito local a otros de mayor alcance; otra cosa es que nos guste o no el sentido de esa influencia, como sucede con el famoso Tea Party, al que hay que reconocer el impacto de su estrategia y organización, a la par que quepa –y sea necesario- combatir sus posicionamientos políticos, empezando por esa interesada falacia (con cada vez más seguidores a este lado del Atlántico), de que menos Estado y menos control al mercado significa automáticamente –como por ensalmo- más iniciativa y protagonismo de la sociedad.
Otra de las características de la actividad política norteamericana, como hemos podido ver en las recientes elecciones legislativas y antes en las presidenciales, es la continua apelación al espíritu de los llamados padres fundadores. La reverencia a los autores de la Declaración de Independencia aprobada en Filadelfia en 1776 (la misma que consagra el derecho a la rebelión, por cierto) y de la Constitución de 1787 es tal que, posiciones encontradas, para ganar prestigio ante la audiencia, dicen sostener sus planteamientos en la voluntad y discernimiento que guió a sus redactores. Se trata de un ejemplo de esa ambivalencia de la política norteamericana: digna de encomio cuando se pretende enlazar con la raíz histórica y el impulso libertador y civilizador originario (como recoge el propio Obama en La audacia de la esperanza); y al mismo tiempo muestra de los efectos simplificadores y tergiversadores de la mercadotecnia, cuando se elude la propia naturaleza conflictiva del proceso constitucional (como si no se hubiesen producido entre sus protagonistas visiones encontradas), se reduce a mero eslogan la invocación de los fundadores (de los que la inefable Sarah Palin parece que no fue capaz de citar más que a George Washington) sin importar demasiado el sentido que se quiera dar a dicha inspiración, o se pretende desconocer que el contexto actual es tan sustancialmente diferente del de finales del siglo XVIII que es imposible aferrarse sistemáticamente a las teorías de los fundadores para encontrar respuestas a las nuevas realidades, salvo si aquéllas se elevan a dogmas de fe, lo que los propios aludidos seguramente hubieran rechazado de plano, habida cuenta de la base racional de su pensamiento.
Ni Adams, Jefferson, Madison, Flanklin o Hamilton hubieran imaginado que la especulación financiera sería capaz de atenazar la capacidad de los Gobiernos para tomar decisiones; ni que las propias fuerzas del mercado pondrían bajo cuestión el principio sagrado de soberanía popular y la efectividad de las instituciones; ni que el desarrollo económico vendría acompañado de desigualdades tan feroces que amenazarían la estabilidad social; ni que los intereses económicos se entrelazarían de tal modo con la dinámica de la vida pública hasta el punto de condicionarla. Todo eso, sin embargo, sucede ahora, porque es fruto de un momento diferente al que toca, a la humanidad de hoy, dar respuesta.
Así que, cuando, como viene sucediendo últimamente, a los enormes problemas de esta era global se responda con meras apelaciones a principios decimonónicos (que el Estado se constriña a garantizar la propiedad privada y la seguridad en el sentido más limitado del término), pongámonos en guardia. O quien lanza la consigna es un peligroso incauto o defiende un interés muy concreto y alejado del de la mayoría social: véanse como ejemplos los discursos a los que acostumbran los lobbies empresariales y los partidos de la nueva derecha.
Publicado en Oviedo Diario, 6 de noviembre de 2010.
Otra de las características de la actividad política norteamericana, como hemos podido ver en las recientes elecciones legislativas y antes en las presidenciales, es la continua apelación al espíritu de los llamados padres fundadores. La reverencia a los autores de la Declaración de Independencia aprobada en Filadelfia en 1776 (la misma que consagra el derecho a la rebelión, por cierto) y de la Constitución de 1787 es tal que, posiciones encontradas, para ganar prestigio ante la audiencia, dicen sostener sus planteamientos en la voluntad y discernimiento que guió a sus redactores. Se trata de un ejemplo de esa ambivalencia de la política norteamericana: digna de encomio cuando se pretende enlazar con la raíz histórica y el impulso libertador y civilizador originario (como recoge el propio Obama en La audacia de la esperanza); y al mismo tiempo muestra de los efectos simplificadores y tergiversadores de la mercadotecnia, cuando se elude la propia naturaleza conflictiva del proceso constitucional (como si no se hubiesen producido entre sus protagonistas visiones encontradas), se reduce a mero eslogan la invocación de los fundadores (de los que la inefable Sarah Palin parece que no fue capaz de citar más que a George Washington) sin importar demasiado el sentido que se quiera dar a dicha inspiración, o se pretende desconocer que el contexto actual es tan sustancialmente diferente del de finales del siglo XVIII que es imposible aferrarse sistemáticamente a las teorías de los fundadores para encontrar respuestas a las nuevas realidades, salvo si aquéllas se elevan a dogmas de fe, lo que los propios aludidos seguramente hubieran rechazado de plano, habida cuenta de la base racional de su pensamiento.
Ni Adams, Jefferson, Madison, Flanklin o Hamilton hubieran imaginado que la especulación financiera sería capaz de atenazar la capacidad de los Gobiernos para tomar decisiones; ni que las propias fuerzas del mercado pondrían bajo cuestión el principio sagrado de soberanía popular y la efectividad de las instituciones; ni que el desarrollo económico vendría acompañado de desigualdades tan feroces que amenazarían la estabilidad social; ni que los intereses económicos se entrelazarían de tal modo con la dinámica de la vida pública hasta el punto de condicionarla. Todo eso, sin embargo, sucede ahora, porque es fruto de un momento diferente al que toca, a la humanidad de hoy, dar respuesta.
Así que, cuando, como viene sucediendo últimamente, a los enormes problemas de esta era global se responda con meras apelaciones a principios decimonónicos (que el Estado se constriña a garantizar la propiedad privada y la seguridad en el sentido más limitado del término), pongámonos en guardia. O quien lanza la consigna es un peligroso incauto o defiende un interés muy concreto y alejado del de la mayoría social: véanse como ejemplos los discursos a los que acostumbran los lobbies empresariales y los partidos de la nueva derecha.
Publicado en Oviedo Diario, 6 de noviembre de 2010.
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