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10.11.09

AL FIN, LISBOA


La bella y destartalada capital portuguesa acogió el 13 de diciembre de 2007 la firma del Tratado al que ha prestado su nombre, mediante el cuál se reformó a su vez el Tratado de la Unión Europea, pretendiendo cerrar con dicho acuerdo la importante crisis abierta por el fracaso del proceso de ratificación de la llamada Constitución Europea. En aquel momento, la zozobra causada por el resultado de los referéndums celebrados en Francia y Holanda, en la primavera de 2005, y el insalvable naufragio del proceso dirigido a simplificar y refundir el derecho primario de la UE en el Tratado Constitucional, inauguraron un periodo de crisis institucional sin precedentes en el proyecto comunitario, acompañado de una creciente apatía popular hacia los objetivos y realizaciones de la construcción europea. Como forma de superar la incertidumbre e introducir las reformas necesarias –sobre todo las concernientes a la arquitectura institucional de la UE- el Tratado de Lisboa recogió las modificaciones prioritarias, con menos alcance y ambición, pero en la misma línea que la non nata Constitución Europea.
La ratificación del Tratado de Lisboa tampoco ha estado exenta de sobresaltos, empezando por el resultado del primer referéndum en Irlanda y pasando por los devaneos de los presidentes de Polonia y República Checa, amparado este último en argumentos peregrinos que no esconden su estrecha visión. La explicación del tortuoso camino a Lisboa no es, sin embargo, sencilla, ni sirve quedarse en imputar responsabilidades a unos pocos por los problemas que afectan, de raíz, al proceso de perfeccionamiento y profundización de la integración europea.
Por un lado, la cesión efectiva de competencias de los Estados hacia la Unión tiene indudables consecuencias de índole constitucional, con lo que el encaje de esta transferencia de poder no siempre es sencillo. La primacía del derecho comunitario en los ámbitos competenciales atribuidos a la Unión ha acabado teniendo un impacto notable, y la producción normativa comunitaria se ha hecho intensísima, predeterminando también buena parte de los programas legislativos de los parlamentos estatales e incluso los de las regiones con competencia legislativa. Cada vez más, en consecuencia, la interdependencia entre los países de la Unión, y la fortaleza y facultades de las instituciones comunitarias afectan en la práctica (supuestamente sin cuestionar su fundamento teórico) a los presupuestos constitucionales de los Estados miembros, con las consiguientes tensiones que este proceso comporta.
Por otro lado, los avatares políticos en algunos países de la Unión, en un contexto de deterioro de la situación económica, han creado un clima propicio al recelo hacia la actuación del poder comunitario, creando el caldo de cultivo favorable a posiciones oportunistas, euroescépticas –o contrarias directamente a la UE- y a un renacido populismo, con reflejo no sólo en el apoyo a algunos partidos políticos de tendencia extremista o disgregadora, sino también en una más extendida e inquietante desconfianza hacia el proyecto comunitario de quienes, a pesar de la necesidad de actores globales, miran nuevamente a las causas nacionales como referencia.
Finalmente, el indudable déficit democrático de las instituciones europeas, que subsiste pese a los intentos de corrección, también influye. Por pura inercia política, pese a los intentos de crear contrapesos de orientación federal, el centro de gravedad aún continúa principalmente en la esfera intergubernamental, como veremos en el proceso que ahora se abrirá para la designación del futuro Presidente del Consejo Europeo y del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Las facultades del Parlamento, aún incrementadas, siguen siendo insuficientes, por ejemplo en lo relativo a la iniciativa para la aprobación de actos legislativos. La sensación, extendida, de falta de control democrático a la actividad ordinaria de la Comisión, empezando por su enorme dinamismo regulador (muy superior al de los Gobiernos de los Estados) tiene bases objetivas, aunque se vayan mejorando mecanismos de responsabilidad política ante el Parlamento. Y, sobre todo, la falta de un demos europeo, que se pudiese estructurar suficientemente mediante la representación política, y que fuese el verdadero protagonista del proceso de integración, representa una dificultad de primer orden.
La previsible entrada en vigor del Tratado de Lisboa, su aplicación y desarrollo, ofrecerán, por lo tanto, una oportunidad para recuperar las expectativas de un nuevo impulso para el proyecto común de los europeos. No obstante, sólo desde una perspectiva ambiciosa y crítica –positiva, pero crítica- se podrá continuar avanzando en el proceso de integración, evitando que el fulgor de la esperanza europea se vuelva tenue y sombrío.

Publicado en Oviedo Diario, 31 de octubre de 2009.