TERROR ESPECTÁCULO
Hasta ahora sabíamos
en abstracto que, en la sociedad del espectáculo, hasta el asunto más
insospechado se convertía en objeto de atracción audiovisual y en materia de
consumo para el receptor. Intuíamos que también lo más grave y solemne, lo más
trascendente y nuclear puede ser transformado en producto de entretenimiento y,
consiguientemente, pueden modificarse de raíz todos los códigos de relación
social y política. Que estamos en el viaje de conversión desde el concepto de
ciudadanía al estatus de consumidor despersonalizado, de pie ante un escaparate
político, social, religioso o material, ya era parte de nuestra resignación
sobre los tiempos que nos está tocando vivir.
Pero aún así era
difícil imaginar que algunas formas de reacción colectiva a situaciones
dramáticas iban a parecer propias del espectador común, entre ligeramente
emocionado y tediosamente acostumbrado al crimen, como el que lo contempla en
una de las series televisivas en boga de forenses e investigaciones policiacas.
Que un hecho dramático y chocante como presenciar un ataque sangriento o
contemplar el resultado de éste provoque más curiosidad morbosa o incluso más
indiferencia que horror y compasión es un escenario que creíamos propio de
situaciones excepcionales de deshumanización (las que se producen en
situaciones de guerra, de desesperación o en el universo del campo de
concentración, por ejemplo).
La nueva frontera la
han puesto algunos elementos circunstanciales comunes a dos agresiones
irracionales y brutales perpetradas por individuos aparentemente ajenos a
cualquier red de organización frente a dos soldados. La primera finalizada en
una calle de Londres con el asesinato de Lee Rigby (25 años, padre de un niño)
casi televisado en directo, con alucinante entrevista a su autor, que
prácticamente daba una rueda de prensa ante la improvisada informadora, recién
privado de vida el cuerpo de la víctima. Que transcurriesen los minutos
mientras deambulaban los peatones bien cerca del lugar del crimen, ocupados en
sus quehaceres cotidianos como si la cosa no fuese con ellos, es entre
surrealista y pavoroso. Que un criminal con las manos embadurnadas en sangre dé
al minuto su absurdo manifiesto con cierta naturalidad, nos da una idea de la
asunción de la proyección mediática como algo consustancial a todos los actos,
como si viviese en una permanente emisión televisiva. El segundo de los
ataques, una suerte de espontánea emboscada del agresor frente al soldado
Cédric Cordiez (23 años), herido en el intercambiador del metro de La Défense,
en París, tiene de particular no sólo el efecto imitación del primero (lo que
alimenta el espectro, un tanto peliculero pero inquietante por real, del
terrorista solitario), símbolo del poder atractivo y el efecto imitación de la
imágenes difundidas, sino también las caras de los mirones detrás del cordón
policial. La especialísima mezcla de apatía y curiosidad que las caracteriza,
incluyendo la impagable estampa de la adolescente que come helado mientras
contempla con mirada neutra el espectáculo, es buena metáfora de nuestra
capacidad de acostumbrarnos al horror, ya sea televisado o en la vida real. No
molestan ya ni prácticamente asombran y apenas nos mueven a la reacción, perdida
o como poco diluida la capacidad de preguntarse motivos y consecuencias, y
reducido al mínimo el estímulo sentimental que provocan, como otro capítulo más
de la sección de sucesos.
Publicado en Fusión Asturias, agosto de 2013.
Etiquetas: espectáculo, información, medios de comunicación, sensacionalismo
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